Authors: Nicholas Evans
Cuando Kathy se disponía a marcharse, el pequeño Buck tendió los brazos a Ruth, que volvió a cogerlo. Debía de haberse enamorado de ella, porque no paraba de tocarle el pelo.
—Le encantan las mujeres —dijo Kathy.
Ruth se echó a reír.
—Sí, ya se ve.
—¿No te recuerda a su abuelo?
—¿En qué, en...?
—De cara.
—¡Ah! —Ruth volvió a reír, y después miró al bebé con cara seria—. ¿Pues sabes qué te digo? Que lo veo más parecido a tu madre.
Buck Calder tomó asiento en uno de los largos bancos de madera que había al fondo de la sala de subastas. Tenía delante varias hileras de sombreros blancos. Un grupo de novillos de raza Black Angus acababa de ser vendido a un precio absurdo, y se resistía a marcharse.
Viéndolos tan grandes y torpones, Buck no entendió que una persona en su sano juicio quisiera comprarlos. Por supuesto que en algunas cosas el tamaño era importante, pero no en las vacas. Lo único que se conseguía era más hueso. ¡Qué raro que algunos siguieran sin entenderlo! Apenas veían un animal grande y negro (el color de moda, como en todo), pensaban automáticamente que era un buen ejemplar.
Buck tenía al lado a un ranchero joven con ropa de domingo. Viéndolo sonreír, supuso que estaría pensando lo mismo.
—Menos mal que hay tontos —dijo.
El ranchero dejó de sonreír.
—¿Eh?
—¡Mira que pagar por un saco de huesos!
—Los he criado yo.
—Ah...
A Buck no se le ocurrió cómo arreglar las cosas. De todos modos el joven se había levantado y se estaba marchando. Qué demonios, pensó Buck, concentrándose de nuevo en la subasta.
Los animales eran expuestos en un espacio de unos seis metros de ancho, cubierto de arena y rodeado por barandillas blancas de altura considerable. Dos vaqueros jóvenes estaban recorriendo su perímetro tratando de azuzar a los novillos, que seguían plantados delante de los focos como actores que no se acuerdan de cómo sigue la obra. Los vaqueros manejaban largas varas blancas con banderillas de color naranja en la punta, con las que golpeaban y pinchaban a los novillos; pero el único desalojo que se produjo tuvo como escenario los intestinos de los animales. Uno de los vaqueros resbaló en la sustancia desalojada y cayó de bruces, para alborozo de la multitud.
En el puesto del fondo, el subastador se acercó el micrófono. Se trataba de un joven pulcro con bigote y camisa roja.
—¡No se quejarán ustedes de haberse aburrido, caballeros!
Buck sólo acudía a la subasta de Billings tres o cuatro veces al año, pero siempre lo pasaba bien. El viaje era largo, tres o cuatro horas en coche, y los precios no eran mejores que los que pudieran conseguirse cerca de casa; pero estaba bien salir un poco, tomar el pulso al mercado y mantener los contactos. Con quien más le gustaba mantener contacto a Buck era con la ex logopeda de Luke, Lorna Drewitt.
El plan era el de siempre: comer juntos e ir un par de horas a un motel. Buck consultó su reloj. Eran las doce pasadas; buena hora, porque los dos novillos que había traído en el remolque estaban a punto de salir a subasta. No habían llegado a tiempo de participar en la venta anual del rancho Calder, pero ya estaban bastante maduros para aspirar a buenas pujas.
Los novillos acabaron por encontrar el camino de salida y dar paso al primero de los de Buck. Entró tan rápido que el pobre vaquero, cubierto de bosta, tuvo que refugiarse detrás de uno de los burladeros de metal ideados para tal fin. Los cuernos del novillo golpearon el hierro con un ruido de gong. Sólo le faltaba echar humo por las narices. Buck tuvo ganas de gritar ¡ole!
Cuarenta minutos más tarde, henchido de orgullo, salió a la carretera con el remolque vacío, pasando por debajo del enorme cartel verde y amarillo que rezaba: BIENVENIDOS AL MERCADO GANADERO MÁS GRANDE DEL NOROESTE. En el cartel había un hombre saludando con el sombrero, y Buck estaba tan satisfecho de sí mismo y del precio al que había vendido los novillos que estuvo a punto de devolverle el saludo.
El motel donde había quedado en reunirse con Lorna Drewitt estaba cerca de la interestatal 90, y sólo tardó cinco minutos en llegar. Dejando la camioneta y el remolque en un rincón discreto de la zona de estacionamiento, por si se daba la improbable circunstancia de que lo viera algún conocido, entró en el motel. Lorna lo esperaba en el vestíbulo, tan guapa y coqueta como siempre, leyendo la gaceta de Billings. Hacía seis años que se había mudado a la ciudad, después de que Luke los sorprendiera juntos en el despacho (aunque por aquel entonces el chico estaba demasiado verde para entender lo que veía). A sus casi treinta años, Lorna estaba más sexy que nunca.
Cuando lo vio entrar se levantó, dobló el periódico y se acercó a él, dejando que la abrazara y ladeando la cabeza le diera un beso en el cuello.
—¡Qué bien hueles! —dijo Buck.
—Pues tú a vacas.
—Toros, cariño. Toros Calder, de pura raza.
El restaurante del motel era bastante correcto. Pidieron bistec y una botella de merlot del valle de Napa. Se pasaron la comida tocándose las rodillas y acariciándose por debajo de la mesa, hasta que Buck ya no pudo más y dejó un billete de cien dólares sin pedir la cuenta. Se apresuraron a llegar a la habitación, cuya llave ya obraba en manos de Buck.
Más tarde, mientras descansaban sobre lo que quedaba de las sábanas, Lorna dijo a Buck que no podían seguir viéndose. El ranchero se incorporó sobre un codo, frunciendo el entrecejo.
—¿Qué?
—Me caso.
—¿Qué dices? ¿Cuándo?
—De aquí a dos sábados.
—¡Será posible! ¿Y cómo se llama?
—Lo sabes perfectamente, Buck.
En efecto. Se llamaba Phil y llevaba cuatro años saliendo con Lorna.
—Bueno, ¿y qué tiene que ver que te cases con que sigamos viéndonos?
—¿Por quién coño me tomas, Buck?
Buck estaba seguro de que la pregunta tenía respuesta, pero no supo encontrarla.
—No me llames, ¿eh? —dijo Lorna.
—¡Caray, Lorna! ¡Al menos podrías dejar que te llamara!
—No.
De vuelta en la interestatal, Buck empezó a compadecerse cada vez más de sí mismo. Había nubes bajas de color de granito, y el viento helado del norte hacía dar bandazos al remolque.
Últimamente todo le salía mal.
Primero los problemas de conciencia de Ruth por tener a Eleanor como socia, y ahora los de Lorna. Para colmo seguían llamándolo chalado por lo de los lobos. A decir verdad, todo había ido de perlas hasta aparecer esos lobos del demonio. Ya era hora de dejarse de tonterías y librarse de ellos de una vez por todas.
La primera parte del plan ya estaba cumplida: Luke trabajaba para Helen Ross, y aunque Buck todavía no hubiera podido sonsacarle información sobre dónde estaban esas malas bestias, todo era cuestión de tiempo. Cuando dispusiera de ella le haría falta alguien que pusiera manos a la obra. Ése era el tercer punto de su agenda del día, después de vender los novillos y ver a Lorna.
En sus maquinaciones, Buck se había acordado de un viejo trampero que en otros tiempos vivía junto al río Hope, uno de esos personajes de leyenda que ya no existían. El padre de Buck solía contratarlo cada vez que tenía problemas con depredadores, casi siempre coyotes, pero también algún que otro puma u oso.
Buck recordó que el hijo único del trampero había seguido la profesión de su padre, pero no lograba acordarse de su nombre.
Por fin, dos noches atrás, tomando una cerveza en El Último Recurso, se lo había preguntado a Ned Wainwright, cuya edad no debía de bajar de noventa años.
—Lovelace, Josh Lovelace. Murió hace... ¡Uf! Veinte o treinta años.
—¿Verdad que tenía un hijo?
—Sí, J. T. Se fue a vivir a Big Timber. Josh también, cuando se hizo demasiado viejo para cuidar de sí mismo. Lo enterraron ahí.
—¿El hijo todavía vive en el mismo sitio?
—Ni idea.
—Ya debe de estar un poco chocho.
—¿Qué dices, Buck Calder? ¡Si como mínimo tiene veinte años menos que yo! Vaya, que hará cuatro días que le han quitado los pañales.
El anciano se echó a reír con dificultad y acabó sufriendo un acceso de tos. Buck lo acompañó a casa después de otra cerveza a su cuenta.
En la guía telefónica había un J. T. Lovelace. Buck lo había llamado varias veces sin que contestara nadie. Aprovechando que tenía que ir a Billings, se llevó la dirección para ver si lo encontraba en casa durante el camino de vuelta.
Buck, cuyo estado de ánimo era tan negro como el horizonte, siguió conduciendo hasta el desvío de Big Timber. Entonces puso el intermitente y giró a la derecha, abandonando la interestatal.
Paró en la gasolinera para preguntar la dirección al encargado. Diez minutos más tarde, la camioneta y el remolque daban botes por un camino de tierra plagado de curvas y baches.
Anochecía y empezaba a llover. Pasados unos tres kilómetros, el camino atravesaba un bosquecillo de álamos de Virginia. El viento sacudía las pocas hojas amarillas que quedaban. Al llegar al otro lado del bosque, los faros de la camioneta iluminaron un buzón oxidado de color verde con la inscripción «Lovelace».
Pareciéndole arriesgado arrastrar el remolque por el camino de entrada, Buck aparcó fuera y se dispuso a recorrerlo a pie, no sin antes subirse el cuello de la chaqueta para protegerse de la lluvia y el viento.
El camino, de pendiente pronunciada y también con muchos baches, seguía el borde de un barranco. El agua de abajo, oculta por la maleza, se oía pero no se veía. Recorrido poco menos de un kilómetro, Buck divisó sobre la cuesta de una loma una casa achaparrada de madera rodeada de árboles. Dentro había luz. Los árboles cobijaban una caravana de color plateado y esquinas redondeadas, características que la asemejaban a una siniestra nave alienígena.
Buck esperaba oír ladridos, pero lo único que oyó al acercarse a la casa fue el ruido del viento y el golpeteo de la lluvia en el sombrero.
Las ventanas de la casa no tenían cortinas. La luz procedía de una bombilla colgada sobre la mesa de la cocina. No parecía haber nadie, ni en casa ni en la caravana. Llamó a la puerta de la cocina. Mientras esperaba, se volvió distraídamente... y estuvo a punto de sufrir un infarto.
Tenía delante de las narices el cañón de una escopeta de calibre 12.
—¡Dios santo!
El hombre que la empuñaba llevaba un chaquetón negro con la capucha puesta. Buck distinguió unas facciones huesudas, una barba gris y unos ojos negros de mirada hostil. Habría bastado cambiar la escopeta por una guadaña para aclarar cualquier duda acerca de su identidad.
—¿Señor Lovelace?
El hombre siguió apuntándole.
—Oiga, siento mucho haberme presentado sin avisarlo, pero es que tenía miedo de que mi remolque no pudiera subir por la cuesta.
—Está obstruyendo el camino de entrada.
—¿De veras? Lo lamento. Ahora mismo lo arreglo.
—No se mueva.
—Me llamo Buck Calder, señor Lovelace. Soy de Hope.
Se le ocurrió tender la mano a Lovelace, pero no lo hizo. Aquel loco con pinta de monje era capaz de tomárselo como una agresión.
—Su padre, Joshua, solía trabajar para el mío cuando yo era pequeño. De hecho estoy seguro de que no es la primera vez que nos vemos, pero ha pasado mucho tiempo.
—¿Es el hijo de Henry Calder?
—En efecto.
La respuesta no dejó indiferente a Lovelace. Debió de darle crédito, porque bajó un poco la escopeta, que quedó apuntando a la entrepierna.
—Su padre es toda una leyenda por estos pagos —dijo Buck.
—¿A qué ha venido?
—Verá, tengo entendido que usted se dedica a las mismas actividades que su padre.
Lovelace no contestó.
—Y... —Echó un vistazo a la escopeta—. Disculpe, señor Lovelace, pero ¿le importaría mover un poco el cañón?
Lovelace lo miró fijamente con cara de calcular si valía lo que un cartucho. Acto seguido levantó el cañón, puso el seguro y entró en casa dejando la puerta abierta. Buck se preguntó si debía entenderlo como un invitación a pasar.
Tras unos instantes de reflexión, decidió que sí.
Lovelace dejó la escopeta encima de una mesa y se quitó la capucha, aunque no el chaquetón, porque la casa estaba fría. Desde la muerte de Winnie nunca encendía la estufa de la sala de estar. Se dirigió a la habitación del fondo, donde guardaba sus utensilios de trabajo. Buck lo siguió.
En realidad, la habitación de las trampas no era más que un garaje, pero Lovelace la había convertido en su vivienda habitual, llegando al extremo de dormir allí; de ahí que hubiera instalado una pequeña estufa eléctrica y un colchón sacado de la caravana. De todos modos no dormía mucho. Sólo quería un lugar donde estirarse y esperar el alba. Se daba cuenta de que era una locura, que lo normal habría sido acostumbrarse a pasar la noche en el dormitorio sin Winnie, pero no se sentía capaz de ello.
Sin ella todo estaba vacío: dormitorio, cocina... Y sin embargo su presencia seguía llenando la casa. Lovelace había intentado esconder todas sus cosas, pero no había servido de nada. Hasta el hecho de no verlas hacía que se acordara de Winnie. Más valía quedarse en la habitación de atrás, que siempre había sido territorio exclusivamente suyo. Winnie solía negarse a entrar, diciendo que le daba asco el olor a cebos y animales muertos. Lovelace no lo dudaba, aunque su propio olfato era insensible a ello. Advirtió que no era el caso del tal Calder, por mucho que disimulara.
Una vez instalado al lado de la estufa en una silla plegable, se puso entre las piernas el cubo de plástico que contenía la cabeza de ciervo y siguió con su trabajo. La había dejado a medio desollar, al oír a Calder aparcando la camioneta al lado del camino. Pensó que para ser un carcamal de sesenta y nueve años seguía teniendo mejor oído que muchos.
Mientras Lovelace seguía desollando la cabeza, Calder le explicó los problemas que tenían en Hope con los lobos. A falta de más sillas, Buck se sentó en una mesa de trabajo que ocupaba toda una pared. Mientras hablaba se dedicó a examinar la habitación en detalle, fijándose en las vigas de madera, de las que colgaban alambres, cepos, pieles y cráneos de animales.
Lovelace no había olvidado a Henry Calder. Su padre solía llamarlo «el rey Henry», y hacía bromas sobre lo noble y poderoso que era. Lovelace se acordaba de que un verano, allá en los años cincuenta, había habido escasez de bayas en el bosque, y los osos pardos habían bajado a merodear por el ganado. Ese verano, a petición de Calder, J. T. y su padre habían atrapado a tres adultos y matado a cuatro o cinco cachorros.