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Authors: Gregorio Marañón

Tags: #Biografía, Historia

Tiberio, historia de un resentimiento (8 page)

BOOK: Tiberio, historia de un resentimiento
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Castigo del amante

Así fue de duro aquel padre, Augusto, que había de dejar en la Historia un rastro de gloria semidivino. Tiberio, el marido, humillado, resentido, incapaz de todo vuelo generoso, remachó fríamente la crueldad. Muerto Augusto, acentuó el rigor del destierro de Julia: la impedía salir de casa y la privó del breve peculio que su padre la había consentido. Y al amante, a Graco, a los 14 años de vivir confinado en un peñón del norte de África, le mandó matar.

Graco, que al ver llegar a los soldados había corrido a la playa creyendo —el sueño de los desterrados— que eran los amigos que le venían a libertar, al conocer la verdad, se prestó valerosamente a morir; y después de escribir a su mujer, presentó tranquilamente la cabeza a los verdugos, seguro de que su sangre mancharía para siempre a este Tiberio, incapaz de las lujurias seniles de Capri, pero capaz de la venganza fría, gestada lentamente, contra los que le ofendieron.

El pueblo y la pecadora

Hay en este triste relato un episodio conmovedor y es el amor con que el pueblo acompañó a Julia durante su desventura; probablemente porque se llamaba Julia y la sangre ilustre, amada de las gentes de la calle, corría libremente por sus venas; acaso por reacción contra la crueldad del castigo que sufría, que en gran parte se atribuyó a Livia, madrastra y suegra; y fue una de las causas del poco amor que Roma tuvo por la emperatriz. Además porque el alma de la muchedumbre está siempre dispuesta a perdonar los pecados del amor, sobre todo los que comete una mujer bella contra un marido tan antipático como Tiberio. Las gentes fueron a pedir al César irritado que permitiese volver a su hija a Roma. Augusto contestó que antes se mezclarían el agua y el fuego, y entonces los romanos, no sabiendo qué hacer por la infeliz princesa, lanzaban al Tíber teas encendidas a ver si se realizaba el prodigio de la unión de los dos elementos. Claro es que no se realizó. Se logró tan sólo, a fuerza de rogar, que la culpable fuera trasladada desde su isla solitaria, a Régium. Es seguro que mucho más que el alivio de su situación consolaría a Julia este hálito de amor de la muchedumbre, que desde Roma llegó hasta su destierro.

Retrato de Julia

Las historias de la época dicen que Julia era bellísima, que poseía sobre la material perfección, todas las otras gracias. Su vida fue fastuosa. No conoció la medida para el lujo y la extravagancia. Una de sus aficiones famosas eran los enanos, que ya entonces servían de inhumana diversión a los poderosos; su hija Julia II, tan parecida a su madre, la imitaba en esto y en otras cosas peores, e iba a todas partes con un pequeño monstruo que hacía sus delicias, con gran contrariedad de Augusto, que odiaba a los seres deformes.

Los retratos que de ella se conservan expresan o un rostro vulgar, un tanto viril como el del busto de Chiaramonti
[12]
o bien un perfil aguileño y sensual como el de las monedas grabadas con su efigie.

Se dice que en su cabello negro aparecieron precozmente unos mechones blancos que mortificaban mucho a su coquetería
[13]
.

En cuanto a los rasgos de ingenio que los historiadores relatan en sus libros, expresan simplemente una malicia infantil que no hubiera dejado huella de no tener el sello imperial. Era, creo yo, en suma, una mujer vulgar con la moral despedazada por la herencia y por el mal ejemplo. Pero nos llena de simpatía esta mujer débil en sus pecados humanos y acosada por la fortaleza de los hombres acorazados de hipocresía.

Fue al final de su vida inmensamente desgraciada, con esa inmensidad que sólo conocen los que han sido antes injustamente venturosos. No conoció el magno consuelo del perdón, humano ni divino. Murió infamada en su destierro sin haber oído la voz sobrehumana que pronto iba a sonar: la que supo comprender a Magdalena.

SEGUNDA PARTE - LA LUCHA DE CASTAS
CAPÍTULO VII - JULIOS CONTRA CLAUDIOS
Encrucijada de pasiones

Las relaciones de Tiberio con su madre, y con Augusto, su padrastro y suegro, han sido interpretadas por los historiadores a su capricho. Los apologistas nos pintan a Tiberio como un ser casi angélico, y entre sus virtudes incluyen un ilimitado amor filial. Otros, se atienen a la versión de los clásicos, de que el hijo y sus padres no se entendieron bien. Pero la verdad es que no se trata de un simple pleito de familia y es pueril considerar el problema así. Turbios y profundos sentimientos creados a favor de los complejos infantiles, forman la trama de esta relación; y con ellos se entrelazan irrefrenables odios y ambiciones políticas y de casta. Livia fue siempre para Tiberio la madre moralmente adúltera; la que huyó del hogar, entristeciendo al padre de las canas respetables. Augusto era el padrastro, doblemente odioso, porque había ofendido y humillado al noble anciano antes de arrebatarle la mujer. Tiberio no lo olvidó jamás. Su espíritu puritano y disciplinado nos le hace aparecer sometido al respeto del emperador y a la autoridad de los padres. Pero debajo del protocolario acatamiento fermentaba lentamente su pasión.

La historia de esta pasión, que es, en realidad, el eje psicológico de los principados de Augusto y de Tiberio, es la historia misma de la lucha de los claudios contra los julios, llena de episodios dramáticos, cuyos protagonistas se sucedían, elevándose unas veces hasta casi alcanzar el poder, y hundiéndose otras en el destierro y en la muerte. La larga batalla duró desde el matrimonio de Augusto con Livia hasta la muerte de Tiberio. Capitaneaban a los dos bandos en pugna cada uno de los esposos, Livia y Augusto. Pocas veces nos ofrece la vida un ejemplo más atrayente de entrecruce de pasiones. La madre Livia, unida por el matrimonio a Augusto, conservó toda su vida el rencor de raza contra la casta de su marido, perseguidor de los claudios, hasta poco antes de casarse. Ella, como las hembras de algunos insectos, conquistó a Augusto y le hizo su esposo, para vencerle. Acaso, desde su frigidez afectiva, estimaba a Augusto como hombre; porque esta estimación es compatible con el odio de raza. Pero es evidente que toda su existencia fue un esfuerzo titánico de su voluntad de mujer para atar el destino de los suyos, de los claudios, a la rueda fabulosa del poder imperial. En este juego era la aliada de su hijo Tiberio, aunque les separaba un abismo de pasión instintiva. Por lo tanto, la ambición de casta y de poder unía a Livia con su hijo y la separaba de Augusto; y, a su vez, el lazo sexual que la unía con su esposo, la separaba de Tiberio.

La gran lucha entre claudios y julios se desarrolló sorda, implacable, a la sombra del hogar puritano. Cuando Augusto murió, los claudios habían triunfado con la elevación de Tiberio al poder. Pero continuó la pugna entre Tiberio, instrumento siempre de la ambición de su madre, y la última rama de los julios, la de Germánico y su mujer Agripina I, que al fin se impuso, muertos ya Livia y Tiberio, subiendo al principado el último de los vástagos julios —y el más miserable— Calígula. La historia de esta lucha será el objeto de éste y los siguientes capítulos.

Las glorias de Tiberio

Al morir su padre, pasó Tiberio al hogar del padrastro, el año 33 a.C. cuando tenía nueve de edad. Desde esta fecha hasta el 26 a.C. permaneció allí, al lado de su madre, que cuidó de darle una educación brillante y adecuada al alto destino que le habían predicho los astrólogos. Su trato con Augusto, en perpetua ausencia por sus viajes de inspección o de guerra, fue moderado hasta el año 26 a.C. en que el César partió para las Galias y España, llevando consigo a su hijastro, que apenas tenía 16 años. A partir de entonces hasta el año 14 d.C. en que Augusto murió, la colaboración política de Tiberio con aquél fue incesante, salvo el eclipse de su retirada a Rodas. Las historias de ambos Césares están tan intrincadas que no se pueden escribir por separado.

El joven Tiberio, a quien los dioses parecían haber elegido para colmarle de venturas, lleno de todos los talentos y de una rara (quizá algo femenina) belleza, recibió en el transcurso de estos 39 años todas las glorias y triunfos que vamos someramente a recordar.

El año 24 a.C. fue habilitado para recibir los honores, cinco años antes de la edad legal. Al siguiente, era cuestor. El año 20 a.C. lo enviaron a las provincias de Oriente, deteniéndose encantado en Rodas, donde se inició su amor de misántropo por las islas. El 19, era pretor.

Acompañó el 16 a Augusto en un nuevo viaje a las Galias y a España, el país remoto y diverso que tanto debió interesar a su alma reflexiva: tierra luminosa y extraña donde vivían a la par el atroz heroísmo de los bárbaros de Cantabria, eterna pesadilla de Roma, y el alma fina y abierta al futuro de las tierras del Sur, que habían de producir a Séneca, el más profundo espíritu de su era, y a Trajano, el restaurador de la República y el más grande de sus emperadores. El año 15 a.C. con sólo veintisiete primaveras, empiezan sus éxitos militares en los Alpes Centrales, al lado de su hermano Druso I, que se habían de repetir del 11 al 9 a.C. en el Danubio; en Germania, del 9 al 6 a.C. y, a su retorno de Rodas, del 4 al 9 d.C. en que volvió victorioso a Roma. Del 10 al 14 d.C. es decir, hasta la muerte de Augusto, reanuda, con algunos intervalos, la guerra. En los Anales de Tácito están descritas sus últimas campañas con aquel estro magnífico que los pedantes de hoy llaman despectivamente retórica.

Además de las ovaciones y triunfos guerreros, alcanzó por dos veces el consulado (años 13 y 7 a.C.) el poder tribunicio (6 a.C.) y todas las demás gracias y honores que sus méritos, las intrigas de su ambiciosa madre y la adulación del Senado, acumulaban a sus pies; a los que él se resistió siempre con un gesto, que después será comentado, en el que adivinamos, más que la modestia, la timidez y un orgulloso escepticismo.

Al simple espectador de este camino de laureles, cuyo fin sólo podía ser la sucesión de Augusto, no le puede quedar duda de que detrás hubiera otra cosa que amor y generosidad por parte del emperador y, en Tiberio, gratitud. Pero la realidad es que entre los dos hombres sólo existía una rencorosa tirantez, que poco a poco se tornaba en odio. Su origen queda explicado ya. Hoy podemos afirmar que si Tiberio logró la sucesión de Augusto, fue contra la voluntad de éste: empujado, a falta de ambición propia, por la que le inyectaba su madre; y teniendo que saltar por encima de los cadáveres de todos sus competidores.

Recuerdo genealógico

Antes de comentar los episodios de esta lucha, conviene recordar al lector, para que no se pierda en la selva inextricable de nombres y parentescos (véanse más detalles en la Genealogía final) la constitución de las dos ramas enemigas. La casta de los claudios estaba representada: 1° por Tiberio, hijo de dos claudios puros: Tiberio Claudio Nerón y Livia; 2° por el hijo de Tiberio y Vipsania, Druso II; 3° por el hijo de este Druso II y de Livila, Tiberio Gemelo. Como Livila era, a su vez, hija de Antonia II, sobrina de Augusto, Tiberio Gemelo poseía ya las dos sangres, aunque con predominio de la claudia.

La rama de los julios se constituía así: 1° Marcelo II, sobrino de Augusto por ser hijo de Octavia, aunque con sangre claudia por su padre Claudio Marcelo; 2° Caio y Lucio Césares y Agripa Póstumo, nacidos de la hija de Augusto, Julia I, y de Agripa, y por lo tanto, nietos directos de Augusto; 3° Germánico, de sangre julia por su madre Antonia II y quizá por la paterna, si, en efecto, su padre Druso I era hijo de Augusto y no de Claudio Nerón, estaba además casado con Agripina I, hermana de Caio, Lucio y Agripa Póstumo; 4° los hijos de Germánico y Agripina I: Nerón I, Druso III y Calígula.

Esta división, un tanto arbitraria por la inseguridad de algunas de estas paternidades, tenía por base no sólo la razón genealógica, sino elementos sentimentales tan enérgicos que, a veces, se sobreponían a los de la sangre misma. Por ejemplo: toda la rama de Druso I con su hijo Germánico y los hijos de éste, aunque oficialmente de media sangre claudia, fue, en realidad, la más conspicua representación de la facción Julia, gracias a un poderoso movimiento de adhesión popular que hizo de todos ellos una raza de héroes julianos, legendarios, opuestos a Tiberio.

Esquema de la lucha de castas

La pugna entre julios y claudios tuvo cuatro grandes episodios, que pueden superponerse a las etapas genealógicas que acabamos de exponer: 1° Marcelo II, julio, contra Tiberio, claudio; 2° Caio y Lucio, julios, contra Tiberio; 3° Agripa Póstumo, julio, contra Tiberio; 4° Germánico, julio, contra Tiberio; 5° los hijos de Germánico contra Druso II, hijo de Tiberio, y luego contra el hijo de Druso II, Tiberio Gemelo. Pueden agruparse estos episodios en dos grandes etapas: la primera, mientras Augusto vivió, en la que el poder de éste trata de extirpar a los claudios, sostenidos por Livia; la llamaremos: «julios contra Claudios». La segunda, cuando muerto Augusto y posesionado Tiberio —y entre bastidores Livia— del poder, éstos tratan de extinguir a los julios; llamamos a esta etapa: «claudios contra julios».

La antipatía del padrastro

Augusto, a pesar de estar unido a la familia de los claudios por el amor a Livia, tuvo mientras vivió una inclinación apasionada hacia su rama familiar, la de los julios; y ambicionó hasta su muerte el que uno de los miembros de ésta fuera su sucesor. El motivo de su preferencia era, ante todo, la voz de la sangre y la pasión de la casta que juega en la vida de los hombres y, por tanto, en la Historia, sobre todo en la antigua, tan importante papel. Pero si hubo un hombre dotado hasta el grado sumo de la capacidad de someter a las conveniencias políticas todo lo demás, ese hombre fue Augusto; y es ésta, precisamente, una de las razones de que fuera tan gran gobernante. Así, pues, al proteger a la familia Julia con tanto tesón, es lícito suponer que obedecía a otros motivos que se sumaban a los de su pasión familiar: los motivos arbitrarios y potentes de la antipatía hacia Tiberio. Que Tiberio, a pesar de sus talentos militares y políticos era muy poco grato a su padrastro, no se puede discutir.

Si Augusto era para Tiberio el raptor de su madre y el ofensor de su padre, Tiberio era para Augusto el acusador vivo de su fechoría. Pero, además, Tiberio no fue nunca simpático a nadie; más adelante trataremos este punto con extensión. Suetonio nos dice que la altanería y la acritud de Tiberio empezaron cuando todavía era niño, por lo que su profesor de retórica, Teodoro de Gándara, solía llamarle «barro amasado con sangre». Augusto, tan flexible y tan apto para la convivencia, no pudo nunca adaptarse a las maneras resentidas de su hijastro.

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