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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el indómito (6 page)

BOOK: Tarzán el indómito
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Mientras su mirada escrutadora iba de un punto de interés a otro, desde un punto en la ladera de la montaña, oyó abajo, por encima del rugir del cañón y el chasquido de los disparos de rifle, un rifle solitario que disparaba. Inmediatamente su atención se centró en el emplazamiento donde sabía que debía de estar escondido el francotirador. Esperó con paciencia el siguiente disparo que le indicaría con más seguridad la posición exacta del tirador, y cuando llegó, bajó la empinada colina con el sigilo y el silencio de una pantera. Daba la impresión de no saber dónde pisaba, sin embargo no movía de su sitio ni una piedra suelta ni una ramita rota; era como si sus pies tuvieran ojos.

Entonces, cuando atravesaba un grupo de arbustos, llegó al borde de un acantilado bajo y vio sobre un saliente, a unos cuatro o cinco metros más abajo, un soldado alemán de bruces detrás de un terraplén de roca suelta y ramas cubiertas de hojas que le ocultaban a la vista de las líneas británicas. El hombre debía de ser un excelente tirador, pues se hallaba muy por detrás de las líneas alemanas, disparando por encima de las cabezas de sus compañeros. Su potente rifle estaba provisto de miras telescópicas y también llevaba binoculares, los cuales estaba utilizando cuando Tarzán le descubrió, o bien para ver el efecto de su último disparo o bien para descubrir un nuevo objetivo. Tarzán desvió la mirada rápidamente hacia la parte de la línea británica que el alemán parecía estar escudriñando, y su aguzada vista le reveló muchos blancos excelentes para un rifle colocado tan por encima de las trincheras.

El tudesco, obviamente satisfecho con su observación, dejó a un lado los binoculares y volvió a coger el rifle, se colocó la culata sobre el hombro y apuntó con atención. En el mismo instante, un cuerpo bronceado saltó sobre él desde el acantilado. No hubo ningún ruido y es difícil que el alemán supiera siquiera qué clase de criatura había aterrizado pesadamente sobre su espalda, pues en el instante del impacto los potentes dedos del hombre-mono rodeaban la garganta del boche. Hubo un momento de inútil forcejeo, seguido de la súbita evidencia de que el francotirador estaba muerto.

Tumbado detrás del parapeto de rocas y ramas, Tarzán miró abajo y contempló la escena que allí se desarrollaba. Las trincheras de los alemanes se encontraban cerca. Veía a los oficiales y a los hombres moverse en ellas, y casi enfrente de él una ametralladora escondida cruzaba el terreno neutral en dirección oblicua, atacando a los británicos en un ángulo tal, que les resultaba difícil localizarla.

Tarzán siguió observando, jugueteando ocioso con el rifle del alemán muerto. Luego empezó a examinar el mecanismo de la pieza. Volvió a mirar hacia las trincheras alemanas y cambió el ajuste de las miras, luego se llevó el rifle al hombro y apuntó. Tarzán era un excelente tirador. Con sus amigos civilizados había practicado la caza mayor con armas de la civilización, y aunque nunca había matado, salvo para comer o en defensa propia, se había divertido disparando a blancos inanimados lanzados al aire y sin darse cuenta se había perfeccionado en el uso de armas de fuego. Ahora sí que conseguiría una buena caza mayor. Una lenta sonrisa asomó a sus labios mientras su dedo se cerraba poco a poco sobre el gatillo. El rifle habló y un ametrallador alemán se desplomó detrás de su arma. En tres minutos Tarzán eliminó al equipo de esa ametralladora. Luego localizó a un oficial alemán que salia de un refugio subterráneo y los tres hombres que estaban con él. Tarzán tuvo cuidado de no dejar a nadie en las proximidades para preguntarse cómo era posible que los alemanes recibieran disparos en las trincheras hallándose completamente ocultos a la vista del enemigo.

Volvió a ajustar las miras y lanzó un disparo de largo alcance al equipo de una ametralladora situado a su derecha. Con lenta deliberación los eliminó a todos. Dos armas silenciadas. Vio hombres que corrían por las trincheras y disparó a varios de ellos. Para entonces los alemanes eran conscientes de que algo iba mal, de que un misterioso francotirador había descubierto un lugar ventajoso desde el que ese sector de las trincheras le resultaba claramente visible. Al principio trataron de descubrirlo en el terreno neutral; pero cuando un oficial que examinaba por encima del parapeto con un periscopio fue alcanzado de pleno en la parte posterior de la cabeza con una bala de rifle que le atravesó el cráneo y cayó al suelo de la trinchera, comprendieron que era por detrás del parapeto y no por delante donde debían buscar.

Uno de los soldados recogió la bala que había matado a su oficial y entonces fue cuando se produjo una gran excitación en aquella trinchera, pues la bala era a todas luces de fabricación alemana. Los mensajeros hicieron correr la voz en ambas direcciones, entonces se elevaron periscopios por encima del parapeto y ojos aguzados escudriñaron en busca del traidor. No tardaron mucho en localizar la posición del francotirador y Tarzán vio que apuntaban hacia él con una ametralladora. Antes de que la pusieran en acción el equipo de hombres cayó muerto a su lado; pero otros ocuparon su lugar; reacios quizá, pero empujados por sus oficiales, fueron obligados a ello, y al mismo tiempo otras dos ametralladoras giraron hacia donde se encontraba el hombre-mono y se pusieron en acción.

Tarzán comprendió que el juego iba a terminar y con un disparo de despedida dejó el rifle y se adentró en las colinas situadas detrás suyo. Durante muchos minutos oyó el chisporroteo de las ametralladoras concentradas en el lugar que él acababa de abandonar, y sonrió al contemplar el desperdicio de munición alemana.

—Han pagado con creces la muerte de Wasimbu, el waziri, a quien crucificaron, y la de sus compañeros asesinados —musitó—, pero la de Jane jamás podrán pagarla… no, no si no les mato a todos.

Aquella noche, cuando oscureció, rodeó los flancos de ambos ejércitos, atravesó los puestos avanzados de los británicos y entró en las líneas británicas. Ningún hombre le vio llegar. Ningún hombre sabía que se encontraba allí.

El cuartel general de los segundos rodesianos ocupaba una posición comparativamente protegida, lo bastante atrás en las líneas para estar a salvo de la observación del enemigo. Incluso se permitía tener luces, y el coronel Capell se hallaba sentado ante una mesa de campo, en la que estaba extendido un mapa militar, hablando con varios de sus oficiales. Un gran árbol se extendía sobre ellos, una linterna chisporroteaba débilmente sobre la mesa, mientras una pequeña hoguera ardía en el suelo, cerca. El enemigo no tenía aviones y ningún observador podría ver las luces desde las líneas alemanas.

Los oficiales discutían la ventaja numérica del enemigo y la incapacidad de los británicos de hacer algo más que mantener su posición actual. No podían avanzar. Sufrieron graves pérdidas en todos los ataques y siempre se habían visto obligados a retirarse por un número abrumador de enemigos. También había ametralladoras escondidas, que irritaban considerablemente al coronel. Esto resultaba evidente porque a menudo aludía a ellas durante la conversación.

—Algo les ha silenciado un rato esta tarde —dijo uno de los oficiales más jóvenes—. Yo estaba observando y no he podido averiguar a qué venía tanto alboroto; pero parecían estar pasándolo muy mal en una sección de la trinchera, a su izquierda. En un momento dado habría jurado que les atacaban por detrás (le he informado, señor, lo recordará usted), pues los cabrones disparaban sin parar hacia ese risco que hay detrás suyo. He visto volar el polvo. No sé qué podía ser.

Hubo un ligero susurro entre las ramas del árbol, por encima de ellos y al mismo tiempo les cayó encima un cuerpo ágil y moreno. Las manos fueron rápidamente a la culata de sus pistolas; pero por lo demás no se produjo ningún movimiento entre los oficiales. En primer lugar, miraron asombrados al hombre blanco semidesnudo que se hallaba allí de pie, con la luz de la lumbre jugueteando en sus redondeados músculos; se fijaron en el primitivo atuendo y en el armamento igualmente primitivo y luego todos los ojos se volvieron al coronel.

—¿Quién diablos es usted, señor? —espetó ese oficial.

—Tarzán de los Monos —respondió el recién llegado.

—¡Oh, Greystoke! —exclamó un comandante, dando un paso al frente y tendiéndole la mano.

—Preswick —reconoció Tarzán al coger la mano que le ofrecía el otro.

—Al principio no le he reconocido —se disculpó el comandante—. La última vez que le vi fue en Londres e iba usted vestido con traje de etiqueta. Tenía un aspecto bastante distinto… caramba, tendrá que admitirlo.

Tarzán sonrió y se volvió al comandante Preswick, quien rápidamente se puso a la altura de las circunstancias y presentó al hombre-mono a su coronel y a sus compañeros. Tarzán les contó brevemente lo que le había hecho ir en solitario en persecución de los alemanes.

—¿Y ha venido para unirse a nosotros? —preguntó el coronel.

Tarzán hizo un gesto de negación con la cabeza.

—No de forma regular —respondió—. Tengo que pelear a mi manera; pero puedo ayudarles. Siempre que lo desee puedo penetrar en las líneas alemanas.

Capell sonrió y meneó la cabeza.

—No es tan fácil como cree —dijo—. La última semana perdí a dos buenos oficiales intentándolo, y eran hombres expertos; los mejores del Departamento de Inteligencia.

—¿Es más difícil que penetrar en las líneas británicas? —preguntó Tarzán.

El coronel iba a responder cuando un nuevo pensamiento acudió a su mente y miró con aire desconcertado al hombre-mono.

—¿Quién le ha traído aquí? —preguntó—. ¿Quién le ha dejado pasar por nuestros puestos avanzados?

—He cruzado las líneas alemanas y las de ustedes y he pasado por su campamento —respondió—. Pregunte si alguien me ha visto.

—Pero ¿quién le ha acompañado? —insistió Capell.

—He venido solo —respondió Tarzán, y añadió, irguiéndose—: Ustedes, los hombres de la civilización, cuando vienen a la jungla, son como muertos entre los vivos. Manu, el mono, es un sabio en comparación. Me maravilla incluso que existan; sólo su número, sus armas y su poder de razonamiento les han salvado. Si yo tuviera a un centenar de grandes simios con su poder de razonamiento, podría llevar a los alemanes al océano tan deprisa como el resto pudiera llegar a la costa. La suerte para ustedes es que esas tontas bestias no pueden asociarse. Si pudieran, los hombres serían eliminados de África para siempre. Pero bueno, ¿puedo ayudarles? ¿Les gustaría saber dónde están escondidos varios emplazamientos de ametralladoras?

El coronel le aseguró que sí, y unos instantes después Tarzán había trazado el mapa de la localización de tres que habían estado molestando a los ingleses.

—Hay un punto débil aquí —dijo, poniendo un dedo sobre el mapa—. Está protegido por negros; pero las ametralladoras de enfrente las manejan blancos. Si… ¡espere! Tengo un plan. Pueden llenar esa trinchera con sus hombres y atacar las trincheras de la derecha con sus propias ametralladoras.

El coronel Capell sonrió y meneó la cabeza.

—Parece muy fácil —dijo.

—Lo es… para mí —replicó el hombre-mono—. Puedo vaciar esa sección de trinchera sin un disparo. Me crié en la jungla, conozco a la gente de la jungla, los gomangani y los otros. Búsquenme la segunda noche —y se volvió para marcharse.

—Espere —dijo el coronel—. Enviaré a un oficial para que le acompañe a cruzar las líneas.

Tarzán sonrió y se alejó. Cuando abandonaba el pequeño grupo del cuartel general pasó por delante de una pequeña figura envuelta en un grueso abrigo de oficial. Llevaba el cuello subido y la visera de la gorra militar calada hasta los ojos; pero cuando pasó junto al hombre-mono, la luz de la fogata iluminó por un instante las facciones de aquella figura, revelando a Tarzán un rostro vagamente familiar. Sin duda, algún oficial que conoció en Londres, supuso, y siguió su camino a través del campamento británico y las líneas británicas sin que los atentos centinelas del puesto avanzado se enteraran.

Pasó casi toda la noche moviéndose por las estribaciones del Kilimanjaro, siguiendo por instinto un camino desconocido, pues adivinaba que lo que buscaba lo hallaría en alguna boscosa ladera, más arriba de donde había llegado en sus otros recientes viajes por esta región, para él poco conocida. Tres horas antes del amanecer, su fino olfato le alertó de que en algún punto cercano encontraría lo que quería, de modo que trepó a un alto árbol y se acomodó dispuesto a dormir unas horas.

CAPÍTULO IV

CUANDO EL LEÓN COMIÓ

Kudu, el sol, se hallaba alto cuando Tarzán despertó. El hombre-mono estiró sus gigantescos miembros, se pasó los dedos por su espeso cabello y descendió con agilidad a tierra. Inmediatamente tomó el sendero que había ido a buscar, siguiéndolo por el olor hasta un profundo barranco. Ahora avanzaba con cautela, pues su olfato le indicaba que la presa estaba cerca, y desde una rama que sobresalía miró abajo y vio a Horta, el verraco, y a otros muchos de su especie. Tarzán cogió su arco, eligió una flecha, la colocó y, tirando de ella hacia atrás, apuntó al más voluminoso de los grandes cerdos. El hombre-mono sujetaba otras flechas con los dientes, y en cuanto la primera salió volando, preparó otra y la disparó. Al instante se armó un revuelo entre los cerdos, sin saber por dónde amenazaba el peligro. Al principio se quedaron estúpidamente donde estaban, y luego empezaron a correr hacia todos lados hasta que seis de ellos cayeron muertos o moribundos; después, con un coro de gruñidos y chillidos, huyeron a todo correr y desaparecieron enseguida en los espesos matorrales.

Tarzán descendió entonces del árbol, remató a los que aún no estaban muertos y despellejó los cuerpos. Mientras trabajaba, con rapidez y gran habilidad, ni tarareaba ni silbaba como hace el hombre corriente de la civilización. Difería de los otros hombres en numerosos pequeños detalles como éste, debido, probablemente, a que había pasado sus primeros años de vida en la jungla. Las bestias de la jungla entre las que se había criado eran juguetonas hasta la madurez, pero raras veces después. Los otros simios, en especial los machos, se volvían fieros y hoscos cuando se hacían mayores. La vida era un asunto serio durante las épocas de escasez; había que pelear para asegurarse una ración de comida, y la costumbre que se adquiría duraba toda la vida. Cazar para comer era la tarea vital de las crías de la jungla, y una tarea vital es algo que no hay que abordar con frivolidad ni perseguir con ligereza. De modo que Tarzán realizaba con seriedad todo trabajo, aunque aún conservaba lo que las otras bestias perdían al hacerse mayores: el sentido del humor, al que daba rienda suelta cuando estaba animado para ello. Era un humor severo y a veces horrible; pero satisfacía a Tarzán.

BOOK: Tarzán el indómito
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