Reconozco que yo desearía ver a los maestros de la humanidad buscando un medio de sustituirla, allí donde tal ventaja no existe ya. Querría verlos crear algún medio de hacer las dificultades tan presentes al espíritu de los hombres como lo haría un adversario deseoso de convertirles.
Pero en lugar de buscar tales medios, para tal fin, han perdido los que antes tuvieron. Uno de estos medios fue la dialéctica de Sócrates, de la cual nos da Platón en sus diálogos tan magníficos ejemplos.
Consistía esencialmente en una discusión negativa de las grandes cuestiones de la filosofía y de la vida, dirigida con un arte consumado, proponiéndose mostrar a los hombres que no habían hecho más que adoptar los lugares comunes de la opinión tradicional, que ellos no comprendían el problema, y que no habían atribuido un sentido definido a las doctrinas que profesaban; con el fin de que, iluminada su ignorancia, pudieran contar con una creencia sólida, que se asentase en una concepción clara tanto del sentido como de la evidencia de las doctrinas. Las disputas de las escuelas de la Edad Media tenían un objetivo muy semejante. Por medio de ellas se pretendía asegurar que el alumno comprendiera su propia opinión y (por una correlación necesaria) la opinión contraria, así como que podía apoyar los motivos de una y refutar los de la otra. Estas disputas de la Edad Media tenían en verdad el defecto irremediable de deducir sus premisas no de la razón, sino de la autoridad; y, como disciplina para el espíritu, eran inferiores, en todos los aspectos, a las poderosas dialécticas que formaron la inteligencia de los "Socratici viri"; pero la mente moderna debe mucho más a cualquiera de las dos de lo que generalmente reconoce, y los diversos modos de educación actual no contienen nada en absoluto que pueda reemplazarlas. Cualquier persona que obtenga toda su educación de los profesores o de los libros, incluso si escapa a la tentación habitual de contentarse con aprender sin comprender, no se siente obligada en absoluto a conocer los dos aspectos de un problema. Es muy raro, entre los pensadores incluso, que se conozca a tal punto cuestión alguna; y la parte más débil de lo que cada uno dice para defender su opinión es la que destina como réplica a sus adversarios. Hoy en día está de moda despreciar la lógica negativa, que es la que indica los puntos débiles en la teoría o los errores en la práctica, sin establecer verdades positivas. A decir verdad, sería triste una tal crítica negativa como resultado final; pero nunca se la estimará demasiado como medio de obtener un conocimiento positivo o una convicción digna de ese nombre. Hasta que los hombres no la utilicen de nuevo de modo sistemático, no habrá pensadores de valía, y el nivel medio de las inteligencias será poco elevado para todo lo que no sea especulación, matemáticas o física. En cualquier otra rama del saber humano, las opiniones de los hombres no merecen el nombre de conocimientos si no se ha seguido de antemano un proceso mental —sea forzado por los demás, sea espontáneamente— equivalente a una controversia activa con los adversarios. Si existen, pues, personas que discuten las opiniones recibidas de sus mayores o que lo harían si la ley o la opinión lo permitieran, agradezcámoselo, escuchémosles, y alegrémonos de que alguien haga por nosotros lo que de otra manera (por poco apego que tengamos a la certeza o a la vitalidad de nuestras convicciones) deberíamos hacer nosotros mismos con mucho más trabajo.
Queda todavía por tratar de una de las principales causas que hacen ventajosa la diversidad de opiniones. Esta causa subsistirá hasta que la humanidad entre en una era de progreso intelectual, que parece por el momento a una distancia incalculable. Hasta ahora no hemos examinado más que dos posibilidades: 1°, que la opinión recibida de los mayores puede ser falsa, y que, por consecuencia, cualquier otra opinión puede ser verdadera; 2°, que siendo la opinión recibida verdadera, la lucha entre ella y el error opuesto es indispensable para una concepción clara y para un profundo sentimiento de su verdad. Pero suele ocurrir a menudo que las doctrinas que se contradicen, en lugar de ser la una verdadera y la otra falsa, comparten ambas la verdad; entonces la opinión disidente es necesaria para completar el resto de la verdad, de la cual, sólo una parte es poseída por la doctrina aceptada. Las opiniones populares, sobre cualquier punto que no sea cognoscible por los sentidos, son a menudo verdaderas, pero casi nunca lo son de modo completo. Ellas contienen una parte de la verdad (bien sea grande, bien pequeña) pero exagerada, desfigurada y separada de las verdades que deberían acompañarla y limitarla. De otro lado, las opiniones heréticas contienen generalmente algunas de estas verdades suprimidas y abandonadas que, rompiendo sus cadenas, o bien intentan reconciliarse con la verdad contenida en la opinión común, o bien la afrontan como enemiga y se elevan contra ella, afirmándose de manera tan exclusiva como toda la verdad completa. Este segundo caso ha sido el más común hasta el presente, pues en la mente humana la unilateralidad ha sido siempre la regla, y la plurilateralidad la excepción. De ahí que, ordinariamente, incluso en los cambios de opinión que la humanidad experimenta, una parte de la verdad se oscurezca mientras aparece otra parte de ella. El progreso mismo, que debería sobreañadirse a la verdad, la mayor parte del tiempo no hace más que sustituir una verdad parcial e incompleta por otra. Tal mejora consiste simplemente en que el nuevo fragmento de verdad es más necesario, está mejor adaptado a la necesidad del momento, que aquel a quien reemplaza. Éste es el carácter parcial de las opiniones dominantes, incluso cuando reposan sobre una base justa: así, pues, toda opinión que representa algo, por poco que sea, de la verdad que descuida la opinión común, debería ser considerada como preciosa, aunque esta verdad llegase a estar mezclada con algunos errores. Ningún hombre sensato sentirá indignación por el hecho de que aquellos que nos obligan a preocuparnos de ciertas verdades, que de no ser por ellos se nos hubieran pasado inadvertidas, se descuiden a su vez de algunas que nosotros tenemos bien en cuenta. Más bien pensará que, por ser la opinión popular de manera que no ve más que un lado de la verdad, es deseable que las opiniones impopulares sean proclamadas por apóstoles no menos exclusivos, ya que éstos son ordinariamente los más enérgicos y los más capaces de atraer la atención pública hacia la parte de conocimiento que ellos exaltan como si fuera el conocimiento completo.
Así es como, en el siglo xviii, las paradojas de Rousseau produjeron una explosión saludable en medio de una sociedad cuyas clases todas eran profundas admiradoras de lo que se llama la civilización y de las maravillas de la ciencia, de la literatura, de la filosofía moderna, sin compararse a los antiguos más que para encontrarse muy por encima de ellos.
Rousseau nos rindió el gran servicio de romper la masa compacta de la opinión ciega y de forzar a sus elementos a reconstituirse de una forma mejor y con algunas adiciones. No es que las opiniones admitidas estuviesen más lejos de la verdad que las profesadas por Rousseau; al contrario, estaban más cerca, contenían más verdad positiva y mucho menos error. Sin embargo, existía en las doctrinas de Rousseau, y se ha incorporado con ella a la corriente de la opinión, un gran número de verdades de las que la opinión popular tenía necesidad; verdades que se han sedimentado, una vez pasado el turbión. El mérito superior de la vida sencilla y el efecto enervante y desmoralizador de las trabas y de las hipocresías de una sociedad artificial son ideas que después de Rousseau no han abandonado jamás los espíritus cultivados; ellas produjeron un día su efecto, aunque hoy tengan necesidad de ser proclamadas más alto que nunca, y proclamadas con actos; pues las palabras, en este terreno, han perdido casi su poder.
De otra parte, en política, casi es un tópico que un partido de orden y de estabilidad y un partido de progreso o de reforma son los dos elementos necesarios de un estado político floreciente, hasta que uno u otro haya extendido de tal manera su poderío intelectual que pueda ser a la vez un partido de orden y de progreso, conociendo y distinguiendo lo que se debe conservar y lo que debe ser destruido. Cada una de estas maneras de pensar consigue su utilidad de los defectos de la otra; pero es principalmente su oposición mutua lo que las mantiene en los límites de la sana razón.
Si no se puede expresar con una libertad semejante, o sostener y defender con un talento y una energía igual, todas las opiniones militantes de la vida práctica, bien sean favorables a la democracia o a la aristocracia, a la propiedad o a la legalidad, a la cooperación o a la competición, al lujo o a la abstinencia, al Estado o al individuo, a la libertad o a la disciplina, no habrá ninguna oportunidad de que los dos elementos obtengan aquello que les es debido; es seguro que uno de los platillos de la balanza subirá más que el otro. La verdad, en los grandes intereses prácticos de la vida, es ante todo una cuestión de combinación y de conciliación de los extremos; pero muy pocos hombres gozan del suficiente talento e imparcialidad para hacer este acomodo de una manera más o menos correcta: en este caso será llevado a cabo por el procedimiento violento de una lucha entre combatientes que militan bajo banderas hostiles. Si, a propósito de uno de los grandes problemas que se acaban de enumerar, una opinión tiene más derecho que otra a ser, no solamente tolerada, sino también defendida y sostenida, es precisamente aquella que se muestra como la más débil. Ésa es la opinión que, en este caso, representa los intereses abandonados, el lado del bienestar humano que está en peligro de obtener aún menos de lo que le corresponde. Ya sé que entre nosotros se toleran las más diferentes opiniones sobre la mayor parte de estos tópicos: lo que prueba, por medio de numerosos ejemplos, y no equívocos precisamente, la universalidad de este hecho: que en el estado actual del espíritu humano no puede llegarse a la posesión de la verdad completa más que a través de la diversidad de opiniones. Es probable que los disidentes, que no comparten la aparente unanimidad del mundo sobre un asunto cualquiera, tengan que decir, incluso aunque el mundo esté en lo cierto, alguna cosa que merezca ser escuchada, y es probable también que la verdad perdiera algo con su silencio.
Se puede hacer la objeción siguiente: "Pero ¿cuáles de entre los principios recibidos de otras generaciones, sobre todo aquellos que tratan de los asuntos más elevados y esenciales, no son más que medias partes de una verdad? La moral cristiana, por ejemplo, contiene la verdad completa a este respecto, y si alguien enseñara una moral diferente, ése estaría en el error". Como éste es uno de los casos más importantes que pueden presentarse en la práctica, nada mejor podemos encontrar para poner a prueba la máxima general. Pero antes de decidir lo que la moral cristiana es o no es, sería de desear que quedase bien determinado lo que se entiende por moral cristiana. Si por ella se entiende la moral del Nuevo Testamento, me asombra que cualquiera que haya obtenido en tal libro su ciencia, pueda suponer que fue concebido o anunciado como una doctrina completa de moral. El Evangelio se refiere siempre a una moral preexistente, y limita sus preceptos a aquellos puntos particulares sobre los que esta moral debía ser corregida o reemplazada por otra más amplia y más elevada. Además, se expresa siempre en los términos más generales, a menudo imposibles de interpretar literalmente, y siempre con más unción poética que precisión legislativa. De él no se ha podido jamás extraer un cuerpo de doctrina moral sin añadir algo del Antiguo Testamento, es decir, de un sistema elaborado, aunque, en verdad, bárbaro en muchos aspectos y hecho solamente para un pueblo bárbaro. San Pablo, enemigo declarado de esta manera judaica de interpretar la doctrina y de completar el esbozo de su maestro, admite igualmente una moral preexistente, es decir, la de los griegos y romanos, y aconseja a los cristianos que se acomoden a ella, hasta el punto de aprobar en apariencia la esclavitud. Lo que se suele llamar la moral cristiana, pero que debería llamarse más bien moral teológica, no es ni la obra de Cristo ni la de los apóstoles; data de una época posterior, y ha sido formada gradualmente por la Iglesia cristiana de los cinco primeros siglos, y aunque los modernos y los protestantes no la hayan adoptado implícitamente, la han modificado menos de lo que se hubiera podido esperar. A decir verdad, ellos se han contentado, en la mayoría de los casos, con suprimir las adiciones hechas en la Edad Media, reemplazándolas cada secta por nuevas adiciones más conformes a su carácter y a sus tendencias. Sería yo el último en negar lo mucho que la especie humana debe a esta moral y a los primeros que la extendieron por el mundo; pero me permito decir que, en muchos aspectos, es incompleta y exclusiva, y que si las ideas y sentimientos que ella no aprueba, no hubieran contribuido a la formación de la vida y al carácter de Europa, todas las cosas humanas se hallarían actualmente en mucho peor estado de lo que en realidad están. La llamada moral cristiana tiene todos los caracteres de una reacción; en gran parte es una protesta contra el paganismo. Su ideal es negativo más bien que positivo, pasivo más que activo, la inocencia más que la grandeza, la abstinencia del mal más que la búsqueda esforzada del bien; en sus preceptos, como se ha dicho muy bien, el "no harás" domina con exceso al "debes hacer". En su horror a la sensualidad ha hecho un ídolo del ascetismo, y después, por un compromiso gradual, de la legalidad. Tiene por móviles de una vida virtuosa la esperanza del cielo y el temor al infierno; queda en esto muy por debajo de los sabios de la antigüedad, y hace lo preciso para dar a la moral humana un carácter esencialmente egoísta, separando los sentimientos del deber en cada hombre de los intereses de sus semejantes, excepto cuando un motivo egoísta lleva a tomarlos en consideración. Es esencialmente una doctrina de obediencia pasiva; inculca la sumisión a todas las autoridades constituidas; en verdad, no se las debe obedecer de un modo activo cuando ellas ordenan lo que la religión prohibe, pero no se debe resistir su mandato, y menos aún rebelarse contra ellas, por injustas que sean. En tanto que, en la moral de las mejores naciones paganas, los deberes del ciudadano hacia el Estado ocupan un lugar desproporcionado y minan el terreno de la libertad individual, en la pura moral cristiana apenas se menciona o reconoce esta gran porción de nuestros deberes. En el Corán, y no en el Nuevo Testamento, es donde leemos esta máxima: "Cuando un gobernante designa a un hombre para un empleo, habiendo en el Estado otro hombre más capaz que él para desempeñarlo, este gobernante peca contra Dios y contra el Estado". Si la idea de obligación hacia el público ha llegado a ser una realidad en la moral moderna, fue entre los griegos y los romanos donde se anticipó y no en el cristianismo. Del mismo modo, lo que podamos encontrar, en la moral privada, de magnanimidad, de elevación de espíritu, de dignidad personal, yo diría también de sentido del honor, proviene, no de la parte religiosa, sino de la parte puramente humana de nuestra educación, y jamás hubiera podido ser el fruto de una doctrina moral que no concede valor más que a la obediencia. Estoy lejos de decir que esos defectos sean necesariamente inherentes a la doctrina cristiana, sea como fuere que se la conciba; lo mismo que tampoco diré que lo que le falta para llegar a ser una doctrina moral completa no pueda conciliarse con ella. Y menos pretendo todavía insinuar esto de las doctrinas y preceptos de Cristo mismo. Creo que las palabras de Cristo son visiblemente todo lo que han querido ser; que no son irreconciliables con nada de lo que exige una moral amplia; que se puede extraer de ellas todo lo que encierran de excelente en teoría, sin mayor violencia de la que hicieron cuantos han pretendido deducir un sistema práctico de una doctrina cualquiera. Pero creo al mismo tiempo, y no hay en ello ninguna contradicción, que no contienen, ni han pretendido contener nunca, más que una parte de la verdad.