Siempre el mismo día (7 page)

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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

BOOK: Siempre el mismo día
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Oyéndole hablar, Emma se dio cuenta de cuál era su acento de verdad: un ligero y agradable redoble en las erres, del suroeste, que la ciudad no había borrado aún del todo. Volvió a pensar en tractores.

–Esta noche estreno un número sobre la diferencia entre hombres y mujeres…

Estaba clarísimo. Le estaba pidiendo que salieran. Haría bien en ir. A fin de cuentas, tampoco se lo proponían muy a menudo, y ¿qué era lo peor que podía pasar?

–Y no te creas, que no se come mal. Lo típico: hamburguesas, rollitos de primavera, espirales de patata…

–Suena genial, Ian, incluidas las espirales de patata, pero es que esta noche no puedo. Lo siento.

–¿De verdad?

–Misa de siete.

–No, en serio.

–Te agradezco la propuesta, pero salgo del turno destrozada. Lo que me gusta es ir directamente a casa, consolarme comiendo y llorar; vaya, que lo siento, pero no podré.

–¿Y otro día? El viernes actúo en La Pera del Cheshire Cat de Balham…

Sobre el hombro de Ian, Emma veía muy atentos a los cocineros. Benoit se reía, tapándose la boca con la mano.

–Otro día puede que sí –dijo, amable pero terminante, antes de intentar cambiar de tema–. Bueno, esto… –Dio puntapiés a otro cubo–. Esta cosa de aquí es salsa. Procura que no te toque la piel. Quema.

La cuestión, Em, es que hace un rato, corriendo hacia el hostal bajo la lluvia –aquí la lluvia está caliente, a veces mucho, no como la de Londres–, estaba bastante borracho, ya te digo, y me ha dado por pensar en ti, en qué lástima que no esté Em para verlo, y vivirlo, y he tenido una revelación. Es la siguiente
.

Deberías estar conmigo. Aquí, en la India.

He aquí mi gran idea, que puede que sea una locura, pero voy a echarlo al correo antes de arrepentirme. Sigue estas sencillas instrucciones:

1. Deja ahora misma esa porquería de trabajo. Que se busquen a otro para derretir queso sobre nachos a 2,20 la hora. Métete una botella de tequila en el bolso y cruza la puerta. Imagínate lo que sentirías, Em. Sal ahora mismo. Hazlo y ya está.

2. Creo que también deberías irte del piso. Es un timo lo que te cobra Tilly por un cuarto sin ventana. No es que lo llame trastero, es que es un trastero. Deberías irte, y esos sostenes grises tan enormes que se los escurra otro. Yo, cuando vuelva a lo que llaman el mundo real, me compraré un piso, porque soy así, un monstruo capitalista hinchado a privilegios, y tú siempre serás bienvenida; para una temporada, o si quieres permanentemente, porque yo creo que nos llevaríamos bien. ¿Tú no? Como COMPAÑEROS DE PISO, ya sabes. Eso a condición de que puedas vencer tu atracción sexual hacia mí, ja, ja. Si la cosa se pone muy mal, te encerraré con llave cada noche. Pero bueno, vamos a lo gordo…

3. En cuanto leas esto, ve a la agencia de viajes para estudiantes de Tottenham Court Road y reserva un vuelo a Delhi con la VUELTA ABIERTA para llegar lo más cerca posible del 1 de agosto, dentro de dos semanas, que, por si no te acuerdas, es mi cumpleaños. La noche antes, coge un tren a Agra y duerme en un motel barato. Por la mañana, levántate temprano y ve al Taj Mahal. Quizá te suene: un edificio grande y blanco, bautizado así en honor de aquel restaurante hindú de Lothian Road. Date una vuelta, y a las doce en punto del mediodía, ponte justo debajo del centro de la cúpula, con una rosa roja en una mano y una edición de
Nicholas Nickleby
en la otra. Iré a buscarte, Em. Yo llevaré una rosa blanca, y mi edición de
Howards End
, y cuando te vea te la tiraré a la cabeza.

¿A que es el mejor plan que has oído en tu vida?

Ah, típico de Dexter, dices. ¿No se le olvida algo? ¡El dinero! Los billetes de avión no crecen en los árboles. ¿Y la seguridad social, la ética laboral, etcétera, etcétera? Pues no te preocupes, que pago yo. Sí, pago yo. Te mandaré el dinero del billete por giro telegráfico –siempre he querido hacer un giro telegráfico–, y a partir de tu llegada te lo pagaré todo; podrá sonarte ostentoso, pero no lo es, porque aquí está todo BARATÍSIMO. Podemos vivir meses, Em, los dos, bajando hasta Kerala, o yendo hasta Tailandia. Podríamos ir a una fiesta de la luna llena. Imagínate: pasar la noche en vela, pero no porque te preocupe el futuro, sino por DIVERSIÓN. (¿Te acuerdas de la noche en vela que pasamos después de licenciarnos, Em? En fin, sigamos.)

Por trescientas libras de dinero ajeno puedes cambiar tu vida, y sin necesidad de preocuparte, porque la verdad es que yo tengo un dinero que no me he ganado, mientras que tú trabajas mucho y no tienes dinero, o sea, que es socialismo en acción, ¿no? Y si te emperras, ya me lo devolverás cuando te hayas hecho famosa con tus obras de teatro, o cuando te empiece a llegar el dinero de la poesía, o lo que sea. Además, sólo son tres meses. Yo en otoño tengo que haber vuelto. Ya sabes que mi madre ha tenido problemas de salud. Según ella, la operación ha ido bien. Puede que sea verdad, o que sólo lo diga para no preocuparme. En todo caso, acabaré teniendo que volver. (A propósito, mi madre tiene una teoría sobre tú y yo, que te contaré si vienes al Taj Mahal; si no vienes, no.)

Aquí delante, en la pared, hay una cosa enorme, una especie de mantis religiosa, que me mira como diciendo que me calle, o sea, que me callo. Ya no llueve. Estoy a punto de irme a un bar y tomarme unas copas con unas nuevas amistades que he hecho, tres alumnas de medicina de Ámsterdam, que es todo lo que tienes que saber; pero de camino buscaré un buzón, y te mandaré esto antes de arrepentirme. No porque me parezca mala idea que vengas –al contrario, es una idea buenísima; tienes que venir–, sino porque creo que he dicho demasiado. Perdona si te he hecho enfadar. Lo principal es que pienso mucho en ti. Así de sencillo. Dex y Em, Em y Dex. Seré un sentimental, pero no hay nadie en el mundo a quien tenga más ganas de ver con disentería.

Taj Mahal, 1 de agosto, doce del mediodía.

¡Te encontraré!

Besos.

D.

… luego se desperezó, se rascó el cuero cabelludo, se acabó la cerveza, cogió la carta, cuadró las hojas y se puso el fajo delante con solemnidad. Se sacudió la mano, entumecida; once páginas escritas a gran velocidad, lo más largo que había escrito desde los exámenes finales. Al levantar los brazos sobre la cabeza, satisfecho, pensó: esto no es una carta, es un regalo.

Volvió a meter los pies en las sandalias. Después se levantó, tambaleándose, y se armó de valor para la ducha común. Estaba muy moreno, su gran proyecto de los últimos dos años, con un color profundamente incrustado en la piel, como la creosota de las vallas de madera. Un barbero callejero le había rapado casi al cero la cabeza. También había perdido algo de peso, pero en su fuero interno le gustaba el nuevo look: de una enjutez heroica, como recién rescatado de la selva. Para redondear su nueva imagen se había hecho un prudente tatuaje en el tobillo, un yin y yang poco comprometedor del que probablemente se arrepentiría en Londres, pero no pasaba nada; en Londres llevaría calcetines.

Más sobrio, a causa de la ducha fría, regresó a la diminuta habitación y hurgó en las profundidades de su mochila en busca de algo que ponerse para las estudiantes de medicina. Olfateó cada prenda hasta haber formado una montaña húmeda y maloliente sobre la gastada alfombra de rafia. Se decidió por lo menos hediondo, una camisa de manga corta americana de estilo
vintage
. Después se puso unos vaqueros, cortados por los tobillos, sin ropa interior, para sentirse más audaz y temerario. Un aventurero, un pionero.

Entonces vio la carta. Seis hojas azules a doble cara, con letra pequeña. Se quedó mirándola como si se la hubiera dejado un intruso, y con su nueva sobriedad llegó la primera punzada de duda. La cogió con cuidado, miró una página al azar y apartó inmediatamente la mirada, frunciendo mucho los labios. Tantas mayúsculas, signos de exclamación y chistes malos… La llamaba «sexy», y usaba una palabra inexistente: «discursión». Si a algo sonaba, era a alumno de bachillerato lector de poesía, no a pionero, a aventurero con la cabeza rapada, un tatuaje y sin calzoncillos debajo de los vaqueros. «Te encontraré, pienso mucho en ti, Dex y Em, Em y Dex…» ¿A quién se le ocurría? Lo que una hora antes parecía urgente y conmovedor ahora parecía sensiblero, torpe y a veces francamente engañoso; ni había una mantis religiosa en la pared, ni había escrito escuchando la recopilación en casete –el reproductor lo había perdido en Goa–. Estaba claro que la carta lo cambiaría todo. ¿No estaban bien las cosas como estaban? ¿Tantas ganas tenía de que Emma viniera a la India, a reírse del tatuaje y hacer comentarios mordaces? ¿Y el aeropuerto? ¿Tendría que darle un beso? ¿Dormirían en la misma cama? ¿Realmente tenía tantas ganas de verla?

Sí, llegó a la conclusión de que sí, porque a pesar de la palmaria estupidez de lo que había escrito, contenía un cariño sincero, algo más que cariño. Decididamente, lo echaría esa noche al buzón. Si ella montaba un drama, siempre podía decirle que estaba borracho. Al menos en eso no mentía.

Sin más titubeos, metió la carta en un sobre de correo aéreo y lo guardó en su edición de
Howards End
, tras la dedicatoria escrita a mano por Emma. Luego se fue al bar, para reunirse con sus nuevas amigas holandesas.

Poco después de las nueve de esa noche, Dexter salió del bar con Renee van Houten, una estudiante de Farmacia de Rotterdam con
henna
descolorida en las manos, un bote de temazepam en el bolsillo y un tatuaje mal hecho del Pájaro Loco en la base de la espalda. Al dar tumbos por la puerta, Dexter vio que el pájaro le miraba libidinosamente.

Con las ganas de irse, Dexter y su nueva amiga chocaron sin querer con Heidi Schindler, veintitrés años, de Colonia, estudiante de Químicas. Heidi le dijo una palabrota a Dexter, pero en alemán, y lo bastante bajo como para no ser oída. Después de abrirse paso entre el gentío del bar, se bajó de los hombros su inmensa mochila y echó un vistazo, en busca de algún sitio donde dejarse caer. Las facciones de Heidi eran rojas y redondas, como una serie de círculos superpuestos, efecto exagerado por sus gafas redondas, que con el calor y la humedad del bar se habían empañado. Irritable, hinchada de Diocalm, enfadada con los amigos que siempre la dejaban sola, se derrumbó de espaldas en un decrépito sofá de ratán y contempló en toda su magnitud su triste situación. Se quitó las gafas empañadas, las limpió con el borde de la camiseta, y al acomodarse en el sofá notó algo duro en la cadera. Dijo otra palabrota en voz baja.

Entre los cojines de espuma medio rotos había una edición de
Howards End
con una carta metida entre las primeras páginas. Aunque estuviera dirigida a otra persona, el borde rojo y blanco del sobre de correo aéreo la llenó enseguida de emoción. Sacó la carta, la leyó hasta el final, y después la releyó.

El inglés de Heidi no era especialmente bueno. Había palabras que desconocía –por ejemplo, «discursión»–, pero entendió bastante para darse cuenta de que era una carta de cierta importancia, de las que le gustaría recibir algún día. Sin ser del todo una carta de amor, no estaba lejos. Se imaginó a la tal «Em» leyéndola y releyéndola, exasperada, pero también un poco complacida. Se imaginó su reacción: dejar su horrible piso y su asco de trabajo, y cambiar de vida. Heidi se imaginó a Emma Morley, no muy distinta a ella, esperando en el Taj Mahal, mientras se le acercaba un rubio guapo. El beso imaginado la empezó a animar. Decidió que Emma Morley debía recibir la carta a toda costa.

Sin embargo, no había dirección en el sobre, ni remite del tal «Dexter». Buscó pistas en la carta, como por ejemplo el nombre del restaurante donde trabajaba Emma, pero no contenía nada de provecho. Resolvió preguntar en la recepción del hostal de la acera de enfrente. Más, a fin de cuentas, no podía hacer.

Ahora Heidi Schindler es Heidi Klauss. A sus cuarenta y un años, vive en los alrededores de Frankfurt con su marido y sus cuatro hijos, y es razonablemente feliz; más, en todo caso, de lo que esperaba ser a los veintitrés. La edición de bolsillo de
Howards End
sigue en la estantería del cuarto de invitados, olvidada y sin leer, con la carta pulcramente metida detrás de la tapa, junto a una dedicatoria en letra pequeña y cuidada que reza así:

Para mi querido Dexter. Una gran novela para tu gran viaje. Que viajes bien, y vuelvas sano y salvo, sin tatuajes. Sé bueno, o todo lo bueno que puedas. Te echaré de menos, qué narices.

Con todo el cariño de tu buena amiga Emma Morley, Clapton, Londres, abril de 1990.

Capítulo 4

Oportunidades

LUNES 15 DE JULIO DE 1991

Camden Town y Primrose Hill

ATENCIÓN, POR FAVOR! ¿Podéis estar atentos? Atento todo el mundo. Parad de hablar, parad de hablar, parad de hablar. ¿Por favor? ¿Por favor? Gracias. Bueno, sólo quería repasar la carta de hoy, si puede ser. Primero los platos del día. Tenemos sopa de maíz y chimichanga de pavo.

–¿Pavo? ¿En julio? –dijo en la barra Ian Whitehead, cortando gajos de lima para meterlos en los cuellos de las botellas de cerveza.

–Hoy es lunes –siguió Scott–. Debería ser un día tranquilo, o sea, que no quiero ni una mancha. He mirado los turnos y te toca a ti el baño, Ian.

Los demás empleados se burlaron.

–¿Por qué siempre a mí? –se quejó Ian.

–Porque lo haces de maravilla –dijo su mejor amiga, Emma Morley.

Ian aprovechó la ocasión para pasarle un brazo por detrás de los hombros encorvados, y mover en broma el cuchillo como si la apuñalase.

–Emma, ¿podrías venir a verme a mi despacho cuando hayáis acabado? –dijo Scott.

Los demás empleados soltaron risitas insinuantes, mientras Emma se zafaba de Ian, y Rashid, el camarero, encendía el casete aceitoso de detrás de la barra:
La cucaracha
, un chiste que ya no tenía gracia, repetido hasta el infinito.

–Bueno, vamos al grano. Siéntate.

Scott encendió un cigarrillo. Al otro lado de la mesa, amplia y desordenada, Emma se encaramó al taburete. Una pared de cajas de vodka, tequila y cigarrillos –lo que se consideraba más «mangable» del almacén– no dejaba penetrar el sol de julio en un cuartito oscuro que olía a ceniceros y desilusión.

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