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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

Salvajes (14 page)

BOOK: Salvajes
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—Está en el cajón superior izquierdo del escritorio —dice Rupa—, pero tenemos que hablar.

«Pues sí, hay muchas cosas de las cuales tenemos que hablar, mamá —piensa O.—, pero no lo haremos.»

Entra en el despacho de Rupa, busca en el cajón del escritorio, encuentra su pasaporte y sale por la puerta de atrás.

Todavía no es mediodía.

90

Ben y Chon se ponen manos a la obra.

Hay muchas cosas que hacer, si quieren retirarse.

En primer lugar se comunican por teléfono, mensajes de texto o correo electrónico con todos sus minoristas para decirles que se vayan de vacaciones, que desaparezcan por unos días. Refunfuñan, tienen reacciones violentas y hacen preguntas, pero Ben se mantiene firme.

«Se suspende la actividad comercial.» «Yo me limito a avisarte para que estés al loro. Tú mismo.» A continuación, él y Chon van al Café Heidelberg, en la autopista de la costa del Pacífico y la calle Brooks, a tomar un café y una pasta con el tío que se ocupa de las finanzas de Ben. De camino pasan por tres Starbucks, pero Ben se niega a entrar en aquellos tugurios. Él sólo toma café de comercio justo, aunque Chon tiene otra idea de lo que significa el comercio justo: él entrega dinero, ellos le dan café y eso es comercio justo para él. Da igual, de todos modos: el Heidelberg le parece bien.

Hace conducir a Ben, aunque Ben conduce fatal, pero Chon prefiere conservar las manos libres para la Glock que tiene en el regazo, la escopeta que hay en el suelo y el cuchillo Ka-Bar que lleva en el cinturón, por si se encuentran con algún ciervo al que tenga que cazar o alguien se mete con ellos.

Según Ben, el arsenal es excesivo.

—Es una negociación comercial —dice.

—Ya has visto el vídeo —responde Chon.

—Aquello era México —dice Ben—. Esto es la playa de Laguna. Los policías llevan pantalones cortos y van en bicicleta.

—¿Quieres decir que esto es demasiado civilizado?

—Algo por el estilo.

—Ajá. Entonces, ¿por qué nos vamos a Indonesia?

—Porque no tiene sentido no tomar precauciones.

—Efectivamente.

Encuentran un sitio para aparcar en la calle Brooks y Ben introduce un montón de monedas de 25 céntimos en el parquímetro. Por algún motivo, Ben siempre lleva encima monedas de 25 céntimos. Chon, jamás.

El Centrifugador ya está sentado a una mesa en la terraza.

Antes trabajaba en un banco de inversiones en la playa de Newport, hasta que descubrió el producto de Ben y se dio cuenta de que podía ganar más blanqueando sus ganancias. El banco no lamentó demasiado su partida.

Ahora el Centrifugador dedica las primeras horas de la mañana a seguir de cerca los movimientos de los mercados de dinero de Asia y el Pacífico y el resto del tiempo a montar en bicicleta, ir al gimnasio y tirarse a mujeres trofeo del Condado de Orange, que obtienen sus Mercedes y sus joyas de sus mariditos y el placer de él.

El Centrifugador es un tipo feliz.

Ha venido en bicicleta y lleva puestas una de esas ridículas mallas italianas ajustadísimas, con la gorra a juego.

Según Chon, parece un idiota.

—¿Qué pasa, chavales? —pregunta el Centrifugador, convencido de que hablar como un surfista que ha recibido muchos golpes en la cabeza disimulará sus cuarenta y tres tacos.

—Pues, nada —dice Ben—, que tengo que desaparecer sin dejar rastro por un tiempecito.

El Centrifugador se limpia la espuma del capuchino del labio superior.

—Está bien.

—En realidad, no, pero es lo que hay —dice Ben—. Quiero que me crees una línea nueva, de doble ciego, que liquides quinientos mil y quiero todo lo demás lavado y bien limpio. Crea un ciclo totalmente nuevo y envíalo fuera —a donde sea— por un tiempo.

—No te preocupes.

Inevitable: cada vez que alguien dice «No te preocupes», Chon se preocupa.

—Quiero recogerlo limpio en Yakarta —dice Ben al Centrifugador—, la mitad en dólares y la otra mitad en la moneda local.

—Mucha lechuga para andar llevando por ahí, jefe.

—No pasa nada —dice Ben—. Además, para que puedas ir organizando tus finanzas personales, te aviso que vamos a salir de la vieja
pista secreta
.

—Amigo...

El Centrifugador se queda desconcertado.

¿Qué será del mundo sin lo que producen Ben y Chonny?

—Hemos tenido una buena racha —dice Chon—. Has ganado un montón de pasta.

Un montón es un montón.

Pero nunca es suficiente.

91

O. decide empezar por Banana Republic.

Está en South Coast Plaza, naturalmente.

(Tranqui, que no vamos a repasar toda la lista otra vez.) No repara en el coche que la ha seguido hasta su casa y después cuando volvió a salir. Aparca y entra en el centro comercial.

Esteban, uno de los tres hombres que van en el coche que la sigue, llama a Lado.

92

Lado está en su despacho, ocupándose de todo el rollo patatero de la empresa de jardinería.

Todo el mundo quiere todo al mismo tiempo —¡ahora mismo!— y quieren el mismo servicio a un precio más bajo. Todos los que no se han limitado a prescindir de sus servicios buscan rebajas —tiene gracia: un
güero
tratando de aprovecharse de un jardinero—, pero Lado no se ha visto demasiado perjudicado. La mayoría de sus clientes son comunidades de propietarios y, además, ha encontrado un pequeño hueco en el mercado en recesión: los bancos y los agentes de la propiedad inmobiliaria tienen que hacer arreglar las propiedades que van a ejecutar para poder venderlas.

Al ver la identidad de la persona que llama sale a responder fuera.

Da la respuesta Nike:

—Simplemente, hazlo.

Los chicos son buenos y saben lo que tienen que hacer.

93

O. ha decidido seguir el estilo de Kristin Scott Thomas para el vestuario de viaje.

Sobrio, pero sensual.

Mucho blanco y caqui. Sin embargo, no consigue encontrar ningún sombrero grande, flexible y plegable pero, al mismo tiempo,
sexy
, de modo que decide marcharse de South Coast Plaza para ir a Fashion Island, en la playa de Newport.

Vuelve al coche, enciende el motor y siente el cuchillo en la nuca.

—Limítate a conducir,
chica
.

Conduce a donde la voz le indica: atraviesa Bristol y entra en Costa Mesa; recorre unas cuantas calles hasta legar a la parte trasera de un centro comercial pequeñito, donde un mexicano con una gorra de béisbol se sube al asiento del acompañante y le clava una aguja en el muslo.

94

Chon recibe el mensaje de correo electrónico con el vídeo como adjunto y llama a Ben.

Se trata de O.

Está sentada en una silla en una habitación indefinida.

Paredes amarillas espantosas.

A sus pies, una sierra mecánica.

95

Entonces, el creador del vídeo introduce un elemento realmente efectista.

La cabeza de O. se desprende de sus hombros y empieza a flotar por la pantalla.

Después aparece un número de teléfono.

96

Ben lo marca.

—¿Qué queréis? —pregunta.

—Dame el teléfono —dice Chon.

Ben no le hace caso, porque Chon los enviaría a la mierda y entonces separarían de verdad la cabeza de O. de su cuerpo. Lo real frente a lo virtual.

—Dadme una prueba de vida —dice Ben.

Recuerda la frase de alguna película.

Ningún problema.

Skype.

97

O. parece asustada.

Lo está, evidentemente.

Asustada y colocada. Le han dado algo.

—Hola.

—Hola.

—¿Te han hecho daño? —pregunta Chon, dispuesto a romper todo.

—No, estoy bien —dice O.

—Lo siento mucho —dice Ben.

—Está bien.

Su imagen desaparece de la pantalla.

La sustituye el audio.

98

—Quiero hablar con don Basta de Chuminadas —dice una voz deformada electrónicamente.

—Aquí estoy.

—Pues basta de chuminadas, ¿vale? Quiero que me hagáis la primera entrega a mí, al precio que exijo, en menos de cinco horas. De lo contrario, recibiréis un correo electrónico que no os va a gustar nada.

—Ningún problema.

—¿Seguro? Porque antes había algún problema.

—Ya no lo hay.

—Bien. Ahora quiero hablar con don Jódete.

—Aquí estoy —dice Chon.

—Me has insultado.

—Lo siento.

—No me basta.

—¿Qué es lo que quiere?

—Supongo que tienes pistola. Tráela.

Chon va a buscar su calibre 38.

—Aquí está.

—Ponte delante de la cámara, donde pueda verte.

Chon obedece.

—Ahora métetela en esa bocaza que tienes —ordena la voz.

Oyen a O. que grita:

—Chon, ¡no!

Pero también oyen la sierra mecánica que se pone en marcha y la voz que dice:

—Las manos primero...

—¡Ya lo hago! ¡Ya lo hago!

Ben está conmocionado. Patidifuso, harto de aquella pesadilla.

Chon abre la boca y se traga el cañón.

—Ahora tira del gatillo.

Chon aprieta el gatillo.

99

—¡Basta!

—¡Por Dios!

A Ben le flaquean las rodillas y de pronto se encuentra sentado en el suelo, cubriéndose la cara con las manos.

—Quítate la pistola de la boca.

Chon retira el cañón de su boca. Lo hace poco a poco, en primer lugar, porque sabe que se está moviendo en terreno pantanoso, pero también porque no quiere cagarla y dispararse cuando se está sacando el arma de la boca.

—La próxima vez que te pida que hagas algo, espero que no me mandes a la mierda.

Chon asiente con la cabeza.

—Bien. Hay un hombre en San Diego que supone un problema para mí. Te llamarán para darte los detalles. Si cinco horas después no ha muerto, mataré a tu amiguita.
Buenos días
.

Se corta la conversación.

La pantalla queda en blanco.

100

¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos?

¿Recurrir al FBI?

¿A la DEA?

Ben está dispuesto a hacerlo —aunque eso suponga, sin duda, varios años de cárcel para él—, si así salva a O. pero, en lugar de eso, sólo servirá para matarla. Si los agentes del FBI pudieran manejar a los carteles, ya habrían acabado con ellos.

Por consiguiente, queda descartado.

La otra alternativa es...

Nada.

Lo tienen muy crudo.

Ha sido un error de Ben y se remonta a mucho tiempo atrás. Siempre pensó que podía vivir con un pie en cada mundo, con una Birkenstock en el submundo oficialmente criminal del tráfico de marihuana y la otra en el mundo de la civilización y la legalidad.

Ahora sabe que no es posible.

Tiene los dos pies bien metidos en la maraña.

Chon jamás albergó tales ilusiones.

Siempre ha sabido que había dos mundos.

Uno salvaje y el otro no tan salvaje.

El salvaje es el mundo del poder puro y duro, de la ley del más fuerte, de los carteles de drogas y los escuadrones de la muerte, de los dictadores y los hombres fuertes, de los ataques terroristas, de las guerras entre pandillas, de los odios tribales, de las matanzas y de las violaciones masivas.

El no tan salvaje es el mundo del poder puro y civilizado, de los gobiernos y los ejércitos, de las multinacionales y los bancos, de las compañías petroleras, del «impacto e intimidación», de la «muerte que viene del cielo», del genocidio y de las violaciones económicas masivas.

Y Chon sabe... que los dos mundos son lo mismo.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunta Ben.

—En cuanto me den la información —dice Chon—, me voy corriendo a matar a quienquiera que me digan y tú vas a despegar tu culo del suelo y te vas a entregar la mercancía.

—¿Vas a matar a alguien por él?

—Lo he hecho para Cheney y para la Marioneta —dice Chon—. ¿Qué diferencia hay?

Suena el teléfono.

Chon responde.

—Sí. Sí. Entendido.

—¿Te han dado la dirección? —pregunta Ben.

—Algo así.

—¿Qué quieres decir con «algo así»?

—Es un puto barco —dice Chon.

¡Un puto barco!

Al final, el entrenamiento de Chon con los SEAL va a acabar sirviendo para algo.

101

«Este Chon es un hombre muy intrépido —piensa Elena— y debe de querer mucho a esta chica.»

Se entristece un poco y siente nostalgia por la pasión.

Sin embargo, sabe lo que quería saber: que aquellos dos hombres son capaces de hacer cualquier cosa —¡cualquier cosa!— por esta mujer. Es su fuerza y también su debilidad.

102

O. alza la mirada hasta los ojos negros de Lado.

Él mira su reloj de pulsera sin decir nada.

Menos mal que O. no sabe lo que está pensando y no tiene acceso a su monólogo interior particular:

«Cinco horas,
segundera
, y serás mía. Ya que eres una puta que se acuesta con dos tíos, puede que te pruebe antes de rajarte,
güerita
. Eres menuda, lo que llaman una "peonza". Te voy a pegar tal revolcón que no volverás a necesitar dos hombres, sino que te bastará con un solo hombre de verdad. Cinco horas,
puta
. Por mí, espero que no lo consigan.» Efectivamente, O. no oye el gorgoteo del fluir de la conciencia.

Menos mal, porque, a pesar del OxyContin, está muerta de miedo.

Lado hace como si tirara de la cuerda de arranque de la sierra mecánica.

¡Qué escándalo!

Rum, rum, ruuuuummmm...

103

Chon divide el mundo en dos categorías de personas:

Él mismo, Ben y O.

Todos los demás.

Haría cualquier cosa por Ben y por O.

Por ellos dos, haría cualquier cosa a todos los demás.

Así de simple.

104

Chon enrosca el silenciador a la pistola.

La mete en la bolsa impermeable.

La cierra bien, para que quede hermética.

Desde el otro lado del puerto, las luces de los edificios de San Diego se reflejan en la bahía negra y lisa.

Una capa de color pintada encima del agua.

Un truco de Photoshop.

La vida imita al arte (gráfico).

Chon se tizna la cara, se ata a la muñeca el cordón de la bolsa y se asegura de llevar el cuchillo Ka-Bar sujeto a la pierna derecha.

Se sumerge en el agua.

BOOK: Salvajes
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