Relatos 1927-1949 (15 page)

Read Relatos 1927-1949 Online

Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

BOOK: Relatos 1927-1949
3.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Que la autoridad es algo muy inseguro, por supuesto.

—¡En sueños!

—Así es, aunque…

Lúculo dio unas palmadas y los criados se apresuraron a retirar las bandejas. Aún estaban llenas. El general tampoco había comido nada. No tenía apetito aquellos días.

Propuso a su huésped que visitaran la sala azul, donde podían verse algunas obras de arte recién adquiridas. Atravesaron columnatas abiertas hasta llegar a un ala lateral del gigantesco palacio.

El pequeño general continuó hablando mientras golpeaba con su bastón las losas de mármol.

—No fue la indisciplina del hombre de la calle lo que me costó la victoria, sino la indisciplina de los grandes. Su amor a la patria es amor a sus palacios y estanques llenos de peces. En Asia, los recaudadores romanos se aliaron con los terratenientes locales contra mi persona. Prometieron neutralizarnos a mí y al ejército. A cambio de lo cual, los terratenientes les entregaron a los campesinos de Asia Menor. Con mi sucesor se entendieron mejor esos señores. «Al menos éste es un general», decían, «sabe conquistar». Y no se referían a fortificaciones. A un rey de Asia Menor le impuso un tributo de cincuenta millones. Pero como el dinero debía ser ingresado en las arcas oficiales, le «prestó» la suma y ahora cobra un interés anual del cuarenta por ciento. ¡Esas son conquistas!

Lucrecio apenas escuchaba la cháchara del viejo, que también se había traído su buena tajada de Asia; aquel palacio, por ejemplo. Seguía pensando en el sueño, que le parecía la extraña contrapartida de un incidente real ocurrido durante la conquista de Amiso por las tropas de Lúculo.

Amiso, ciudad hija de la gloriosa Atenas y llena de insustituibles obras de arte, había sido saqueada e incendiada por los soldados de Lúculo, aunque el general —llorando, según decían— hubiera suplicado a los saqueadores que respetaran las obras de arte. Su autoridad tampoco había sido acatada aquella vez.

Uno de los acontecimientos había sido un sueño, el otro, realidad. ¿Podría acaso decirse que la autoridad que prohibiera a los soldados hacer lo uno, no pudo negarles o otro? Era algo que Lúculo parecía haber intuido, aunque no reconocido.

La mejor de las nuevas obras de arte era una estatuilla de barro que representaba a Niké. Lucrecio la cogió con ternura entre sus descarnadas manos y la contempló sonriente.

—¡Un buen maestro! —dijo en voz baja—. ¡Qué cándida se la ve! ¡Y con qué gracia sonríe! Su idea fue representar a la diosa de la victoria como una diosa de la paz. La estatuilla debe provenir de una época en la que esos pueblos aún no habían sido sometidos.

Lúculo lanzó una mirada recelosa al poeta y cogió la estatuilla.

—La humanidad —dijo repentinamente— suele recordar más tiempo los abusos y malos tratos que las caricias recibidas. ¿Qué queda de los besos? Las heridas, en cambio, dejan cicatrices.

El poeta guardó silencio, pero le lanzó, a su vez, una mirada llena de curiosidad.

—¿Qué? —preguntó el general—. ¿Lo he sorprendido?

—La verdad es que sí, un poco. ¿Teme usted realmente ser difamado en los libros de historia?

—Quizás sólo tema… que no se hable de mí. No sé lo que temo. Por lo demás, éste es un mes de temores, ¿verdad? El miedo está causando estragos en estos días. Como siempre después de una victoria.

—Así es. Si no estoy mal informado, en estos días debería usted temer más la fama que el olvido.

—Muy cierto. La fama es peligrosa para mí. Lo más peligroso, dicho sea entre nosotros, hay algo muy extraño en todo esto. Soy soldado, y la verdad es que la muerte jamás me ha asustado. Pero ahora se ha operado en mí un cambio. Una hermosa vista sobre los jardines, las comidas bien preparadas, las obras de arte exquisitas figuran entre mis grandes debilidades, y aunque sigo sin temer a la muerte, empiezo a temer el temor a la muerte. ¿Puede usted explicarme esto?

El poeta guardó silencio.

—Ya sé —prosiguió el general con cierta prisa—. Tengo muy presente aquel pasaje de su poema, creo que hasta me lo sé de memoria, lo cual también es mal síntoma.

Y, en un tono de voz seco, empezó a recitar los ya célebres versos de Lucrecio sobre el miedo a la muerte:

«¡Nada es, pues, la muerte y en nada nos afecta!

Así, cuando veas a un hombre lamentarse de su destino,

por haber de pudrirse en el sepulcro después de la muerte,

o desaparecer en las llamas o entre las mandíbulas de las fieras,

puedes pensar que algo falso suena en su voz,

y que un oculto aguijón se esconde en su pecho,

por más que afirme no creer que subsista el sentir después de la muerte.

Pues, creo yo, no da lo que promete ni dice sus razones:

incapaz de arrancarse de la vida y de cortar sus raíces,

hace, sin saberlo, que una parte de sí le sobreviva.

En efecto, cuando en vida se imagina que su cadáver

ha de ser desgarrado por las aves y las fieras, se compadece de sí mismo.

Porque no se ve distinto de aquél, ni se retira bastante

de su cuerpo caído, y se figura que él es todavía ese cuerpo y,

sin moverse de su lado, le presta su propio sentimiento.

Por esto se indigna de haber sido creado mortal,

y no ve que en la muerte real no existirá otro «él mismo»

que pueda vivir para llorar su propia muerte

y quedarse de pie junto a su propio cuerpo yacente,

sufriendo de verlo desgarrado y quemado.»

El poeta había escuchado atentamente la recitación de sus versos, luchando un poco con su tos irritativa. ¡El aire nocturno! Sin embargo, sucumbió a la tentación de recitarle a su anfitrión unas cuantas estrofas que había suprimido de la obra para no contrariar demasiado a sus lectores. En ellas había expuesto los motivos que sustentan ese aferrarse a la vida por parte de quien se va extinguiendo. Dijo los versos con voz ronca, muy clara y lentamente, pues tenía que ir recordándolos:

«Cuando se lamentan de que se les roba la vida,

piensan en el robo del que son objeto y que ellos mismos perpetraron;

pues también era robada la vida que se les roba,

¡Ah! Ávidamente arrebata el comerciante al pescador

el pescado que éste ha arrebatado al mar.

Pero la mujer que fríe ese pescado,

vierte a disgusto el aceite en la sartén,

y con mirada afligida ve menguar sus reservas.

¡Oh miedo a quedarse sin aceite!

¡Terror a no tener ya nada ni recibir nada! ¡Pánico a ser despojado!

Ningún atropello amedrentó a nuestros padres.

Sólo con gran esfuerzo y delinquiendo conservan su herencia

los herederos.

Angustiado, el tintorero oculta a los ojos del cliente su valiosa receta.

¿Qué ocurriría si la divulgara? Y en el círculo de artistas

que entrechocan sus copas, un poeta se muerde la lengua:

¡Ha revelado una idea!

Con halagos consigue llevarse el seductor a la doncella detrás del matorral,

el sacerdote exige sacrificios a la hambrienta familia de un arrendatario,

y el médico se apodera de la dolencia corporal como de una fuente de riqueza.

¿Quién podría, en semejante mundo, tolerar la idea de la muerte?

Entre el “¡Suéltalo!” y el “¡No, que es mío!”, se mueve la vida, y a ambos,

al que retiene y al que arrebata, en curva garra se les muda la mano».

—Vosotros, los que escribís versos, lo veis todo muy claro —dijo pensativo el pequeño general—. Pero, ¿puede usted decirme por qué precisamente ahora, en estos días, he vuelto a desear que no se olvide todo cuanto he hecho, aunque la fama me resulte peligrosa y yo mismo no permanezca indiferente ante la muerte?

—¿No será su apetencia de gloria a la vez miedo a la muerte?

El general pareció no haber oído. Miró nerviosamente alrededor y, por señas, le indicó al portador de antorchas que se marchara. Cuanto éste se hubo alejado algunos pasos, Lúculo preguntó casi en un susurro y no sin cierto pudor:

—¿En qué, según usted, podría consistir mi gloria?

Emprendieron el regreso. Una suave ráfaga de viento turbó la quietud vespertina sobre los jardines. El poeta dijo tosiendo:

—¿La conquista de Asia, quizás?

Advirtió que el general lo tenía cogido por la manga y miraba asustado en derredor, y prosiguió:

—O quizás también la exquisita preparación del festín de la victoria. No sé.

Había hablado sin mayor interés, pero de pronto se detuvo. Y extendiendo el dedo señaló un cerezo que, sobre una pequeña colina, mecía al viento sus blancas ramas floridas.

—¿No es una de las cosas que trajo usted de Asia?

El general asintió con la cabeza.

—Quizás sea esa su gloria —dijo el poeta entusiasmado—. ¡El cerezo! No creo que llegue a evocar su nombre en quien lo mire. Pero no importa. Asia se volverá a perder. Y la pobreza general hará que, muy pronto, sus platos ya no puedan ser preparados. Pero el cerezo… nunca faltará quien sepa que usted lo trajo. Y de no ser así, cuando todos los trofeos de todos los conquistadores se hayan convertido en polvo, éste, el más hermoso de sus trofeos, seguirá meciéndose cada primavera bajo el viento de las colinas, Lúculo, como el trofeo de un conquistador desconocido.

La anciana indigna

Mi abuela tenía setenta y dos años cuando falleció mi abuelo. Este poseía un pequeño taller de litografía en un pueblo de Baden, y en él trabajó con dos o tres ayudantes hasta su muerte. Mi abuela atendía el hogar sin criada, cuidaba del viejo y destartalado caserón y cocinaba para los hombres y sus hijos.

Era una mujer pequeña y delgada, con un par de ojos vivarachos, de lagartija, pero de hablar muy lento. Con escasísimos medios había criado a cinco de los siete hijos que tuvo en total. Debido a ello se había ido consumiendo con los años.

Sus dos hijas mujeres emigraron a América, y dos de los hijos varones también se marcharon fuera. Sólo el menor, que era muy delicado de salud, se quedó en el pueblo. Llegó a ser impresor y tuvo una familia demasiado numerosa para él.

De modo que al morir mi abuelo, ella se quedó sola en casa.

Los hijos empezaron a escribirse cartas para decidir qué hacían con ella. Uno se ofreció a llevársela consigo, mientras que el impresor quería instalarse con los suyos en casa de la anciana. Pero la abuela rechazó ambas propuestas y sólo quiso aceptar una pequeña ayuda monetaria de los hijos que estuvieran en condiciones de brindársela. La venta del taller de litografía, caído en desuso hacía tiempo, no aportó prácticamente nada, y encima había deudas.

Los hijos le escribieron diciéndole que tampoco podía vivir del todo sola, pero al ver que persistía en su actitud, cedieron y empezaron a enviarle mensualmente algo de dinero. Después de todo, pensaron, el impresor se había quedado en el pueblo.

Y fue éste quien se encargó de enviar de vez en cuando a sus hermanos noticias de su madre. Sus cartas a mi padre, así como lo que éste logró averiguar durante una visita y tras el entierro de mi abuela, que murió dos años más tarde, me permiten hacerme una idea de lo que ocurrió en esos dos años.

Parece ser que, desde un principio, el impresor quedó muy decepcionado de que mi abuela se negara a acogerlo en el caserón, bastante grande y a la sazón vacío. El, con cuatro hijos a cuestas, vivía en una casa de tres habitaciones. Pero la anciana sólo mantenía con él una relación muy libre. Invitaba a los niños a merendar los domingos por la tarde; eso era todo.

Visitaba a su hijo una o dos veces por trimestre y ayudaba entonces a su nuera a preparar mermelada de arándanos. Por ciertas cosas que decía la joven dedujo que la vivienda del impresor le resultaba demasiado estrecha a su suegra. Y mi tío no pudo evitar poner un signo de admiración en su informe sobre el particular.

A una pregunta escrita de mi padre sobre lo que la anciana hacía en esos días, él respondió bastante escuetamente que iba al cine.

Hay que entender que eso no era nada normal, o, en cualquier caso, no lo era para sus hijos. Hace treinta años, el cine no era lo que es hoy. Iba asociado a locales miserables y mal ventilados, a menudo instalados en viejas boleras a cuya entrada había carteles chillones que anunciaban crímenes y tragedias pasionales. A decir verdad, al cine sólo iban adolescentes o, debido a la oscuridad, parejas de enamorados. Una anciana sola seguro que llamaba la atención.

Pero aún había algo más que considerar en el hecho de ir al cine. Las entradas eran, sin duda, baratas, pero como tal placer se situaba aproximadamente por debajo de las golosinas, equivalía a «dinero tirado». Y tirar el dinero no era algo respetable.

A ello se sumaba el que mi abuela no sólo no mantenía un contacto regular con el hijo que vivía en su pueblo, sino que tampoco visitaba ni invitaba a ninguno de sus conocidos. Jamás acudía a las tertulias locales. En cambio iba muy asiduamente al taller de un zapatero remendón en una callejuela pobre y hasta un tanto desacreditada, en la cual, sobre todo por la tarde, circulaban personajes no muy respetables que digamos: camareras sin trabajo y menestrales ambulantes. El remendón era un hombre de mediana edad que había rodado medio mundo sin abrirse jamás camino. También decían que era dado a la bebida. En cualquier caso, no era una compañía idónea para mi abuela.

El impresor insinuó en una de sus cartas que se lo había comentado a la anciana pero había recibido una respuesta francamente fría. «Es un hombre que ha visto mundo», fue la contestación que puso fin al diálogo. No era fácil discutir con mi abuela sobre temas que no le apetecía abordar.

Casi medio año después de la muerte del abuelo, el impresor escribió a mi padre que la abuela comía ahora un día sí y otro no en la fonda.

¡Vaya noticia! ¡La abuela, que durante toda su vida había cocinado para una docena de personas y había comido siempre las sobras, comía ahora en la fonda! ¿Qué mosca la había picado?

Poco después, mi padre hizo un viaje de negocios muy cerca del pueblo de mi abuela y fue a visitarla.

La encontró cuando se disponía a salir. Ella volvió a quitarse el sombrero y sirvió a su hijo un vaso de vino tinto y unas galletas. Parecía estar perfectamente ecuánime, ni demasiado alegre ni demasiado taciturna. Preguntó por nosotros, aunque sin insistir mucho; quiso saber sobre todo si también había cerezas para los niños. En eso seguía siendo la misma. Su habitación se veía impecable, por supuesto, y ella misma tenía aspecto saludable.

Other books

Not by Sight by Kathy Herman
Blue Clouds by Patricia Rice
Outside In by Karen Romano Young
Dark Mirror by Putney, M.J.
The Kiss Off by Sarah Billington
Love Has The Best Intentions by Christine Arness
The Ranger Takes a Bride by Misty M. Beller
Twisted Palace by Erin Watt
What She Needs by Anne Calhoun