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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (127 page)

BOOK: Reamde
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Seamus se echó a reír.

—Lo sabía —se irguió y se inclinó hacia adelante en la mesa—. Así que el FBI, la policía, están en blanco. No tienen ni idea de dónde puede haber ido. Pero la comunidad de inteligencia estaba rastreando su teléfono. Tienen una idea remota.

—Muy remota —dijo Freddie— Y se hace más remota a cada minuto que pasa. Pero se supone que quiere cruzar la frontera hacia Canadá donde podrá recomponer mejor el dañado estatus de su visado y regresar a casa de una pieza.

—Que es lo que le gustaría que pasara a la comunidad de inteligencia —dijo Seamus—. Y por eso nadie va a apostar por ella.

—Mientras se controle, supongo que podrá volver a Londres en un par de semanas, con la perspectiva de pasar, oh, unas cuatro décadas trabajando detrás de una mesa.

—Vale —dijo Seamus—. Todo es muy divertido. Pero de lo que de verdad quiero hablar es de Jones.

—Sí. Sabes dónde está Jones. Lo descubriste, al parecer, mientras pasabas toda la noche jugando a un videojuego en un cibercafé de mala muerte frecuentado por turistas sexuales australianos.

—Más o menos así es.

—Y el logro que te permitió atar cabos vino en forma de llamada telefónica de Olivia Halifax-Lin, hecha durante su previa desaparición súbita de las pantallas radar del FBI.

—No hay ninguna presentación en PowerPoint, si eso es en lo que estás pensando —dijo Seamus.

—Si la hubiera, ¿aparecería el nombre de Olivia?

—Solo si fuera ventajoso.

—Era una pregunta retórica. Todo el mundo sabe que la idea vino de ella.

—¿Deduzco que eso se considera malo?

—A menos que tengas pruebas fehacientes del paradero de Jones, se considerará una teoría especulativa como cualquier otra de la que se ha hablado, pero nunca se ha escrito, por parte de un agente cuya reputación apenas podía hundirse más.

—Así que es cosa del PowerPoint.

Freddie lo ignoró.

—Seamus, eres el ejemplo vivo del Principio de Peter.

Seamus se miró los genitales, fingiendo sorpresa.

—No ese —dijo Freddie—. No importa. El tema es que has subido lo más alto que puedes en la jerarquía sin tener que comportarte como un encargado responsable.

Seamus casi se levantó de la silla, pero Freddie lo calmó alzando una mano.

—Seré el primero en aceptar que eres tan responsable como el que más cuando se trata de los hombres bajo tu mando. Si tuviera que volver a ser un comeserpientes, querría ser tu subordinado. Pero por encima del nivel donde estás ahora, tienes que poder justificar tus acciones y tus gastos suministrando documentación, y hay que implicarse en todo tipo de maniobras políticas para asegurarte de que la gente adecuada vea tus presentaciones en PowerPoint en los momentos adecuados. Y estás a un millón de kilómetros de distancia de poder hacerlo en el caso de la teoría que Olivia y tú hayáis cocinado. Y por tanto nadie por encima de ti en la jerarquía va a arriesgar el cuello por apoyar vuestra teoría.

—Aunque yo fuera esa clase de tipo, Freddie, no hay tiempo. Tenemos que actuar ahora mismo.

—Dame algo.

—¡No tengo nada que dar, Freddie!

—Lo que pides es una pesadilla desde mi punto de vista. Cursar pasaportes falsos a dos chavales chinos cualesquiera. ¿Qué intentas conseguir, Seamus? ¿Quieres convertirlos en ciudadanos norteamericanos? ¿Meterlos en el programa de protección de testigos?

—Mira —dijo Seamus—, tengo que llegar allí. Para poder comprobarlo.

—No voy a detenerte.

—Pero esos chicos están conmigo, y no puedo abandonarlos aquí.

—Te escucho.

—Podría subirme a un taxi e ir al aeropuerto. Si ellos tuvieran un gramo de sentido común, pedirían asilo político. Eso sí que sería una pesadilla.

—¿Me estás amenazando?

—Solo te estoy diciendo que están aquí, Freddie, y no voy a enviarlos de vuelta a China. O vienen conmigo, ahora, o acampan delante de tu patio delantero y piden asilo. Esas cosas son muy jugosas para Internet.

Freddie se quedó petrificado. Empezó a sudar un poco.

—Si quisiera amenazarte —continuó Seamus—, te golpearía donde más te duele.

—¿Dónde me duele?

—Abdalá Jones mató a un puñado de tus hombres.

—Eran tus hombres, Seamus.

—Soy tu subordinado. Tú diste las órdenes. Digamos que eran nuestros hombres. Sé dónde está Jones. Puedo encontrarlo. Pero tengo este problema de abandono. Me siguen dos chinos abandonados. Y un húngaro no tan abandonado del todo. Eso me impide que llegue hasta Jones. Tu culpa.

—Estás poniéndolo muy difícil —dijo Freddie, después de pensárselo un rato—. Solo necesitas un modo de meterlos en un avión en Manila, y sacarlos del avión en Estados Unidos, sin que los pille Inmigración.

—Eso valdría, por ahora —admitió Seamus—. Podríamos pulir los detalles más tarde.

—Lástima que no podamos meterlos en un vuelo militar —dijo Freddie.

—¿Cómo nos ayudaría eso?

—Partiría de una base aquí y aterrizaría en una base en Estados Unidos. No es que no vayan a comprobar los papeles. Pero podría suavizar las cosas.

—¿Suavizarlas?

—Para que Inmigración de un sitio como Sea-Tac mire para otro lado mientras cuelas a un par de chinos indocumentados en el país. Tendría que implicar a cien personas, de diversas agencias —dijo Freddie—. Gente que zascandilearía, pondría objeciones, la jodería.

—Creía que eras bueno precisamente en eso. En presentaciones con PowerPoint. En conseguir consenso.

—Solo cuando me dan algo con lo que trabajar. Y tiempo de sobra. Pero si pudiéramos convertir esto en algo militar, sería mucho más fácil.

—¿Qué cuesta un chárter?

—¿Cómo voy a saberlo? ¿Tengo pinta de ser el tipo de persona que contrata vuelos chárter?

—No, pero Marlon sí.

—¿Quién es Marlon?

DÍA 20

Cuando el grupo principal se dirigió al sur, el campamento redujo en gran medida el número de tiendas (solo quedaron dos, sin contar con el pequeño refugio monoplaza de Zula), pero aumentó enormemente su rastro de residuos sólidos. Gran parte de lo que habían traído aquí había venido directamente de almacenes o Walmarts, y durante el frenesí de última hora de la mañana lo habían sacado todo de sus sacos y bolsas, que simplemente habían dejado caer al suelo. Ahora el viento lo revolvía todo, haciéndolo rodar hasta que se enganchaba en los matorrales o las ramas de los árboles. Zula se preguntó si era una estupidez por su parte ofenderse por esta profanación del entorno natural, dado el objetivo superior de la misión de los yihadistas y el número de personas que ya habían matado.

Ershut y Jahandar pasaron casi toda la tarde durmiendo. Zula no podía saber si era consecuencia de haber despertado temprano o por la expectativa de tener que hacer guardia esa noche.

Mientras ellos dormían, Zula se puso a trabajar cortando cordero para hacer pinchitos. Sayed se pasó el tiempo leyendo y rezando, y Zakir, tendido en una esterilla al sol, o bien miraba a Zula por debajo del ala de su sombrero o roncaba. Cuando roncaba, Zula cogía recortes de grasa, huesos e incluso trozos enteros de carne roja, y los metía en bolsas de papel y los arrojaba pendiente abajo en dirección a las tiendas. En cualquier campamento adecuado esto habría llevado a una investigación al nivel de los juicios de brujas de Salem, pero aquí, como los yihadistas eran insensibles a la basura, pasaría desapercibido excepto para los animales salvajes. La noche pasada no habían visto osos, pero como este no era un campamento muy frecuentado, los animales no tendrían ningún motivo para visitarlo hasta que llegaran a asociarlo con la disponibilidad de comida.

Mientras hacía todo esto, mantenía, en su cabeza, un debate sobre si era una buena idea. Si no la ejecutaban antes del anochecer, tenía una buena posibilidad de escapar de esos hombres, incluso sin la ayuda de la comunidad local de
Ursus arctos horribilis.
No es que fuera a estar ahí sentada toda la noche, la llave del candado en su mano caliente, esperando la llegada de los osos antes de actuar. Si aparecían, sería tan probable que despertaran a sus captores como que la ayudaran a cubrir su huida; y si iban dispuestos a matar y devorar humanos, estarían tan interesados en ella como en los yihadistas. Pero siguió haciendo lo que hacía de todas formas, porque parecía una buena forma de mostrar desprecio por esos hombres.

La tarde pareció hacerse eterna. Los hombres que dormían despertaron cuando el sol solo estaba a una cuarta por encima de las Selkirk y empezaron a deambular por la pequeña zona de la cocina de esa forma atemporal de las personas hambrientas que esperan que otras les preparen la comida. Zula mostró los pinchitos ya ensartados y listos para cocinar y les hizo comprender que sabrían mejor cocinados sobre brasas que sobre las llamas azules del hornillo. Pronto Ershut y Sayed estuvieron recorriendo el bosque cercano para reunir leña.

Zula se había acostumbrado a escuchar sus pesados y ruidosos movimientos en los árboles y por eso no hizo mucho caso al principio cuando sus oídos detectaron el leve crujido de las agujas secas de pino al ser pisadas, el rumor de los matorrales al ser apartados por algo que se abría paso por el bosque. Cuando finalmente rompió la superficie de su consciencia, tuvo la inmediata sensación de que llevaba algún tiempo escuchándolo. En el fondo de su mente había estado pensando: «¿Por qué se mueve Ershut tan despacio? Así no reunirá nunca mucha leña.» Pero entonces vio a Ershut que llegaba al campamento desde la dirección opuesta, cargando a manos llenas ramas muertas. ¿Entonces era Sayed? Pero Sayed emergió de entre los árboles solo unos pasos por detrás de Ershut.

Zakir, entonces, el espeluznante, se encaminaba subrepticiamente hacia ella a través del bosque. ¿Pero por qué molestarse? Estaba encadenada a un árbol. Ya la habían capturado.

¿Era Jahandar, que se situaba en un nuevo puesto de vigilancia? No, lo había visto dirigirse hacia el Blue Fork, llevando una garrafa de agua vacía.

Entonces tenía que ser Zakir.

Dos minutos más tarde, mientras Zula echaba más combustible a los restos casi consumidos de la hoguera, oyó el fuerte ruido de una cremallera al descorrerse, y al volverse vio a Zakir salir de su tienda, donde al parecer había ido a ponerse ropa más abrigada. Preparándose para la bajada de temperaturas, pues el sol era ya solo una burbuja roja sobre las Selkirk.

¿Entonces quién, o qué, se estaba moviendo por el bosque allí arriba?

Se puso nerviosa un momento, imaginando que venía alguien a rescatarla. Un tirador de precisión de la Real Policía Montada de Canadá, enviado para infiltrarse en el campamento por delante de una operación de rescate en helicóptero. Siguiendo esa ilusión, se obligó a no mirar hacia el bosque y no mostrar ninguna curiosidad sobre lo que podía haber allí.

Pero después de un ratito, cuando el fuego se avivó y luego empezó a menguar, formando lechos de brasas en los intersticios entre los leños cruzados, sacudió la cabeza como avergonzada por haber imaginado algo así. No venía nadie a rescatarla. Tenía que hacerlo ella misma. Y probablemente era mejor así. Tenía una oportunidad si echaba a correr por el bosque en la oscuridad. Encadenada a un árbol en mitad de un duelo de armas automáticas no duraría mucho. Peor, no tendría poder ninguno para cambiar su situación.

Nada de lo cual respondía a la pregunta.

Ahora se permitió mirar hacia la espesura. Ninguno de los hombres lo advirtió; a ninguno le importaba.

Pero había esperado demasiado. El sol estaba ya tras las montañas. El fuego casi proyectaba ahora más luz que el cielo. Pero fue paciente y se mantuvo de espaldas a la puesta de sol y la hoguera y esperó a que sus ojos se ajustaran mientras escrutaba la negrura casi perfecta de la espesura.

No vio nada. No había nada que ver.

Y sin embargo algo la molestaba. Después de todo lo que había soportado a manos de seres humanos, parecía inconcebible que algo del mundo natural pudiera aterrorizarla. Pero había algo ahí fuera, y la aterraba. No en el sentido intelectual de «Espero que Jones no les ordenara matarme», sino a un nivel mucho más profundo.

Pudo sentir un cosquilleo en la nuca. Era algo que solo le había sucedido unas pocas veces en la vida. El pelo intentaba erizársele, como el de un perro que siente que está mirando algo lo bastante grande para poder matarlo y quiere parecer más grande.

Pero no importaba cuánto tiempo mirara las profundas sombras no vio nada más. Finalmente se obligó a dejar de pensar en ello y atender la cocina. Giró sobre sus talones.

Un par de chispas trazaron finas líneas rojas en el rabillo de su ojo.

Recordó antiguas lecciones: la visión periférica era más sensible al movimiento que la central. Se volvió, girando la cabeza de un lado a otro como un lobo que busca un olor, y atisbó de nuevo las chispas gemelas.

Allí estaban. Ahora los veía. Dos puntos de luz roja.

Antes no los había visto porque no estaban a ras de suelo, donde había estado mirando. Estaban en lo alto de un árbol.

Casi se había convencido a sí misma de que eran solo gotas de savia que reflejaban la luz de la hoguera cuando se apagaron un instante y luego volvieron a encenderse.

Para bien o para mal, la estrategia de «atraer al campamento vida salvaje» daba fruto unas horas más tarde. Zula no tenía idea de la hora que era (un reloj le habría venido bien) pero el cielo no había empezado a aclararse todavía por el este. Tal vez las tres de la madrugada.

Se había quedado adormilada pero ahora la despertó un ruido de roce en las inmediaciones de las tiendas de los yihadistas.

Extendió la mano y abrió el candado, y luego murmuró una pequeña oración o una resolución de que nunca volvería a ponérselo.

Eso hizo posible que pudiera quitarse algunos de los jerséis de lana que llevaba puestos desde que le habían puesto la cadena. Encima también llevaba una cazadora de cremallera que podía quitarse y ponerse incluso con la cadena, pero de la que se había despojado hacía unas cuantas horas cuando se fue a dormir. Ya vestida solamente con unos leguins sintéticos azul marino, metió la abultada ropa de lana en el saco de dormir tratando de que pareciera que todavía estaba dentro.

Había preparado una cabeza falsa metiendo puñados de agujas de pino en una bolsa de plástico hasta que quedó redonda y del tamaño adecuado, y luego le puso una gorra encima. La metió en la capucha de una sudadera y luego cerró el cordón a su alrededor, la cubrió con el saco de dormir, disponiéndolo todo de modo que si iluminaban la tienda con una linterna pareciera que se había acostado y se había tapado la cara. Metió el extremo de la cadena debajo.

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