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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Puro (23 page)

BOOK: Puro
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La guardia les dice que tomen asiento. Lyda se sienta al fondo, junto a otra chica, y la pelirroja se le pone enfrente. Empieza a coger tiras —solo rojas y blancas— y a trenzarlas a toda prisa, con la cabeza inclinada sobre la labor.

La que está sentada junto a Lyda levanta la vista y la mira con unos intensos ojos castaños, como si la reconociera, para luego bajar la cabeza y regresar a la tarea. Lyda no la ha visto antes. Por toda la fila las chicas parecen volverse rápidamente y mirarla de reojo: la que mira le da un codazo a la siguiente y se produce una reacción en cadena.

Lyda es famosa, aunque esas chicas tienen que tener más idea que ella de por qué.

Las guardias se han ido a una esquina y charlan apoyadas contra la pared.

Lyda las mira de reojo y coge un puñado de tiras de plástico. Juguetea nerviosa con los dedos. Todo está en silencio un rato hasta que la chica de al lado le susurra:

—Todavía estás aquí.

¿Se refiere a en la sala común de artesanía o a la institución en general? Lyda no responde. ¿Por qué hacerlo? Pues claro que sigue allí, en todos los sentidos.

—Todo el mundo creía que ya te habrían hecho cantar.

—¿Cantar?

—Que te habrían obligado a darles información.

—Yo no sé nada.

La chica la mira con incredulidad.

—¿Saben adónde ha ido?, ¿qué ha pasado? —pregunta Lyda.

—¿No deberías saberlo tú?

—Yo no.

La chica se ríe.

Lyda decide ignorar la risa. La pelirroja se ha puesto a murmurar, mientras trabaja, una nana que solía cantarle a Lyda su madre: «Brilla, brilla, estrellita…» Es de esas canciones que, en cuanto se te meten en la cabeza, no hay manera de parar de cantarlas, sobre todo si estás en aislamiento. Volvería loco a cualquiera. La pelirroja parece emocionada con la canción, piensa Lyda. Espera que no sea muy pegadiza. La chica deja de tatarear por un instante y se queda mirándola como si quisiera decirle algo pero no se atreviese. Vuelve a su tarareo.

A Lyda empieza a caerle mal la pelirroja. Se vuelve hacia la de los ojos castaños que antes se ha reído de ella y le pregunta:

—¿Qué es lo que tiene tanta gracia?

—No lo sabes, ¿verdad?

Lyda sacude la cabeza.

—Dicen que ha ido fuera, hasta el final.

—¿Hasta el final de dónde?

—De la Cúpula.

Sigue tejiendo. ¿Fuera? ¿Por qué iba a ir fuera? ¿Por qué querría nadie salir? Los supervivientes del otro lado son malos, están trastornados y son unos degenerados, gente deformada que ya no es humana del todo. Ha escuchado cientos de historias horribles sobre chicas que sobrevivieron, chicas que conservaron un poco de humanidad solo para acabar violadas o comidas vivas. ¿Qué le harán a Perdiz? Lo destriparán, lo hervirán y se lo zamparán.

Apenas puede respirar. Contempla las cabezas afanadas sobre las esterillas. Una chica la está mirando, pálida y sonriente. Lyda se pregunta si estará tomando medicinas que la hacen sonreír. ¿Por qué si no va a sonreír nadie allí?

La pelirroja da una palmada sobre su esterilla, murmura algo y clava la mirada en Lyda, como si quisiera que le prestase atención o incluso que le dé su aprobación. Es una esterilla blanca bastante sencilla, con una franja roja en el medio. Mira inquisitiva a Lyda como diciendo «¿Lo ves? ¿Has visto lo que he hecho?»

La chica de los ojos castaños que tiene a su lado le susurra:

—A estas alturas ya estará muerto, probablemente. ¿Quién va a sobrevivir ahí fuera? No era más que un chico de la academia. Mi novio me dijo que ni siquiera había terminado la codificación.

Perdiz. Siente que está en otro planeta, pero ¿muerto? Sigue creyendo que si fuese así lo sabría. Sentiría la muerte en su interior, y no es así. Piensa en cómo la cogió por la cintura mientras bailaban, en el beso, y siente de nuevo un pellizco en la barriga, como siempre que piensa en él. No le pasaría si estuviese muerto; sentiría el temor, la pena. Pero todavía alberga ilusiones.

—Sí que podría —murmura Lyda—. Sobreviviría.

La chica ríe de nuevo.

—¡Cállate! —le susurra Lyda con rotundidad, antes de volverse hacia la pelirroja y decirle también—: ¡Cállate!

La pelirroja se queda paralizada.

Las otras chicas levantan la vista.

Las guardias miran hacia la mesa.

—¡A trabajar, señoritas! —les ordena una—. ¡Os viene muy bien! Seguid así.

Lyda fija la mirada en las tiras de colores, que se vuelven borrosas, y con ellas su visión. Empieza a llorar pero retiene las lágrimas. No quiere que nadie la vea. «Sigue así —se dice para sus adentros—. Sigue así.»

Pressia

Lejía

N
o es como Pressia se lo había imaginado: parece más un viejo hospital que una base militar. Huele a antiséptico, a demasiado limpio, como si lo hubiesen frotado con lejía. Hay cinco camastros en el cuarto, y los chicos que están tumbados en ellos no se mueven, están todos quietos. Pero no es porque estén dormidos. Llevan puestos unos uniformes verdes almidonados y esperan. Uno tiene una mano rígida cubierta con aluminio rojo, la cabeza de otro está desfigurada por piedra y hay otro que está escondido bajo la manta. Pressia sabe que ella tampoco es mucho más guapa, con su cara llena de cicatrices y su puño fusionado con la cabeza de muñeca. Todavía tiene la cinta americana en la boca, las manos atadas en la espalda y lleva ropa de calle, de modo que los demás saben que es nueva. Si pudiese, cree que les preguntaría a qué están aguardando allí, aunque ¿realmente querría saberlo?

Intenta quedarse quieta como el resto. Se pone a elucubrar sobre qué habrá pasado después de que Bradwell y Perdiz hayan descubierto que ha desaparecido. Quiere creer que unirán fuerzas y la buscarán, que intentarán liberarla. Sabe, sin embargo, que es imposible. Ninguno de los dos la conoce mucho. Perdiz se la encontró por casualidad, y además ya tiene una misión propia. Echa la vista atrás y se pregunta si le cae bien a Bradwell o si solo la ve como un estereotipo. Sea como sea, no importa: lo último que le oyó decir fue que si había sobrevivido era porque no se había atado a nadie. ¿Intentaría ella salvarlo si los papeles se invirtieran? No tiene que pensárselo mucho: sí lo intentaría. Tiene la impresión de que el mundo, por muy horrible que sea, es un sitio mejor con Bradwell en él. Derrocha energía, tiene luz propia y está dispuesto a pelear, y, aunque no lo haga por ella, todos los del exterior necesitan su fuerza.

Piensa en su cicatriz doble y en el aleteo furioso de los pájaros de su espalda. Lo echa de menos, con un repentino dolor agudo en el pecho. No puede negarlo: quiere que él también la eche de menos y que luche por encontrarla. Odia esa sensación en el pecho, le gustaría que desapareciese, pero no remite. Tendrá que vivir con ese dolor. Es una realidad horrible, porque lo cierto es que no va a ir a buscarla. Además, los dos chicos se odian demasiado para hacer algo juntos. Sin ella, lo más probable es que se despidan rápidamente y se vaya cada uno por su lado. Se ha quedado sola.

Se ve que alguien ha hecho las camas, lo que lleva a pensar que hay una enfermera acechando en alguna parte. Pressia ha soñado con hospitales como en el que nació: uno donde le operasen gratis la mano y al abuelo le quitasen el ventilador de la garganta. Se imagina a los dos en camas de hospital contiguas entre almohadones mullidos.

Tumbada de lado como está, puede coger la manta de lana con la mano en la espalda, pero poco más. A veces piensa en Dios e intenta rezar a santa Wi pero la cosa no cuaja; no consigue terminar la plegaria.

Las luces parpadean.

Del exterior llega el sonido de una ráfaga de disparos.

La guardia entra por la puerta y se queda inspeccionando la estancia. Lleva un rifle entre los brazos, acunado como si en realidad recorriera los pasillos para devolver a un crío a su cunita, como si hubiese una sala de maternidad en alguna parte. Viste el uniforme verde reglamentario de la ORS, rematado por un brazalete con una garra.

Pressia tendrá que dar explicaciones en algún momento; sabe que a la ORS no le gustan los que no se presentan por su cuenta, aquellos a los que tienen que perseguir y dar caza. Sin embargo, su resistencia tiene que ser una prueba de algo, de que, en cierto modo, es fuerte. Pressia cree poder contarles que se habría presentado si no fuese porque tenía que cuidar de su abuelo. Es un signo de lealtad, y eso quieren ellos: lealtad. Tiene que contarles lo que sea para seguir con vida.

Pero ha visto a la ORS sacar a gente a rastras de sus casas y tirarla como fardos en los camiones delante de sus hijos, ante familias enteras. Ha visto disparar a gente en medio de la calle. Se pregunta cómo murió Fandra pero lo deja estar; tiene que olvidarlo.

La guardia avanza por el cuarto y todas las caras se vuelven hacia ella, asustadas, aturdidas. ¿Eso es lo que aguardaban? La soldado ya no lleva el rifle en el regazo, está apuntando con él a Pressia.

—¿Pressia Belze?

Se levantaría para asentir, pero no puede. Con la cinta en la boca lo único que puede hacer es mover la cabeza, allí tumbada sobre un costado y aovillada como una gamba.

La guardia se acerca y le tira de un brazo para ponerla en pie. Luego Pressia la sigue y salen del cuarto, no sin un último vistazo al resto de chicos. Ninguno la mira a los ojos salvo uno. Pressia ve ahora que se trata de un auténtico tullido, pues tiene vacía una de las perneras del pantalón. No hay nada por dentro y sabe que el chico no sobrevivirá, no llegará a soldado y puede que ni siquiera a blanco humano. Aunque aquello fuese en otros tiempos un hospital, ya no lo es, y es probable que utilicen la lejía para cubrir el olor a muerte. Pressia intenta sonreír al tullido para regalarle algo de bondad, pero tiene la boca tapada y el chico nunca la verá.

La guardia es bajita y corpulenta, y tiene la piel escaldada, la cara, el cuello y las manos quemados en un tono rosa fuerte. Pressia se pregunta si tendrá todo el cuerpo igual. En su mejilla, una moneda vieja cubre un agujero. Se acerca a Pressia y, por alguna razón que la chica desconoce o ni tan siquiera puede imaginar, la guardia le clava la culata del rifle en las costillas. Cuando se dobla en dos por el dolor, la soldado le dice:

—Pressia Belze —pronuncia su nombre llena de odio, como si fuese un insulto.

A ambos lados del pasillo hay puertas abiertas, cada una con sus propios camastros y chicos esperando. Está todo en silencio salvo por los murmullos, los muelles de las camas y el chirrido de las botas.

Pressia repara ahora en que se trata de un sitio antiguo con los suelos embaldosados, las molduras, las puertas viejas, los techos altos. Pasan por delante de una especie de vestíbulo con una recargada alfombra raída y varias ventanas altas. Hace tiempo que los cristales desaparecieron y por la sala corre un viento que juega con los trozos deshilachados de cortinas de gasa, grises por la ceniza. Es un sitio de esos donde la gente iba a esperar a alguien, a un familiar en silla de ruedas o a algún desequilibrado, un loco incluso. Asilos, sanatorios, centros de rehabilitación…, tenían un montón de nombres. Y luego estaban las cárceles.

Por las ventanas Pressia ve tablones de madera unidos por clavos —una especie de cobertizo—, un muro de piedra con alambre de espino por encima y, más allá, unos pilares blancos que no están unidos a nada semejan tallos aislados.

La guardia se detiene ante una puerta y llama. Una voz de hombre, bronca y desganada, grita:

—¡Pase!

La guardia abre la puerta y vuelve a empujar a Pressia con la culata.

—Pressia Belze —anuncia, y, dado que es lo único que la chica le ha oído decir, se pregunta si no sabrá decir otra cosa.

Hay un escritorio y un hombre sentado a él, o en realidad son dos hombres… Uno es grande y entrado en carnes. En principio parece bastante mayor que Pressia, aunque entre las cicatrices y las quemaduras cuesta adivinar su edad. Y también puede ser que no le saque muchos años a Pressia, que solo esté más estropeado. El más pequeño debe de rondar su edad, si bien es raro, porque un cierto vacío en su mirada hace que sea difícil calcularla. El más grande lleva el uniforme gris de oficial y está comiéndose un pollo enano de una lata; el animal todavía tiene la cabeza.

El hombre de su espalda es pequeño. Se fusionó ahí: los brazos chupados cuelgan alrededor del cuello grueso del mayor, una espalda ancha contra un pecho delgaducho. Pressia se acuerda del conductor del camión y de la cabeza que parecía flotar tras él; es posible que se trate de los mismos.

El mayor le dice a la guardia:

—Quítale la cinta. Algo tendrá que decir.

Tiene los dedos llenos de grasa de pollo y las uñas sucias y relucientes al mismo tiempo. Cuando la guardia le quita de un tirón la cinta, Pressia se relame los labios y le saben a sangre.

—Puedes retirarte —le dice el hombre a la centinela, que se va y cierra la puerta con una delicadeza que Pressia no habría esperado de ella; apenas un chasquido suave.

—Bueno… Yo soy Il Capitano. Estamos en el cuartel general y soy yo quien manda aquí.

El hombrecillo de la espalda murmura:

—Quien manda aquí.

Il Capitano lo ignora, coge la carne oscura y se la mete en la boca grasienta. Pressia se da cuenta de que está muerta de hambre.

—¿Dónde te han encontrado? —le pregunta Il Capitano al tiempo que se pasa un trozo más pequeño por encima del hombro y le da de comer al de atrás, como a un pajarillo.

—Ahí fuera.

Il Capitano mira a Pressia.

—¿Eso es todo?

La chica asiente.

—¿Por qué no viniste a entregarte? —pregunta el oficial—. ¿Te gusta jugar al gato y al ratón?

—Mi abuelo está enfermo.

—¿Sabes la de gente que me viene con la excusa de que tienen a algún familiar enfermo?

—Supongo que habrá muchas personas con parientes enfermos… eso cuando tienen familia, claro.

El hombre inclina la cabeza hacia un lado y Pressia no sabe cómo interpretar su expresión. Vuelve a su pollo y dice:

—La revolución está en camino y mi pregunta es: ¿eres capaz de matar? —Lo ha dicho sin mudar el gesto, como si lo hubiese leído de un folleto de reclutamiento. No le pone alma.

Lo cierto es que el hambre que siente es tal que a Pressia le entran hasta ganas de matar a alguien; un deseo feo que le sobreviene como un fogonazo.

—Podría aprender. —Se siente aliviada por tener todavía las muñecas atadas a la espalda, con el puño de muñeca oculto a la vista.

BOOK: Puro
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