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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

Petirrojo (16 page)

BOOK: Petirrojo
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—Vuelve aquí, Urías, o te mando al frente de inmediato —le gritó ella en tono severo.

Él obedeció y se sentó. En realidad, no se llamaba Urías, pero era el nombre que él había insistido en que utilizaran para llamarlo.

—¿Sabes bailar el Rheinländer?

—¿Rheinländer?

—Es un baile que hemos tomado prestado de Renania. ¿Quieres que te lo enseñe?

—¡Tú te quedas ahí sentado hasta que estés curado!

—¡Sí, y entonces podré salir contigo por Viena y enseñarte a bailar Rheinländer!

Las horas que Urías había pasado en el porche al sol estival los últimos días le habían dado un hermoso tono tostado, y los dientes relucían blancos en su animado rostro.

—Me parece que ya estás lo suficientemente repuesto como para volver al frente —opinó Helena, sin poder refrenar el rubor que acudía a sus mejillas.

Estaba a punto de levantarse para seguir la ronda cuando sintió la mano de él en la suya.

—Di que sí —le susurró.

Ella lo apartó con una sonrisa y continuó su camino hacia la cama siguiente con el corazón gorjeándole en el pecho como un pajarillo.

—¿Y bien? —preguntó el doctor Brockhard al tiempo que alzaba la vista de sus papeles cuando la oyó entrar en su consulta.

Como de costumbre, Helena ignoraba si aquel «y bien» era una pregunta, la introducción a otra pregunta más larga o simplemente, una frase. De modo que se quedó ante la puerta, sin decir nada.

—¿Me ha mandado usted llamar?

—¿Por qué insistes en hablarme de usted, Helena? —suspiró el doctor con una sonrisa—. ¡Por Dios, si nos conocemos desde niños!

—¿Para qué quería verme?

—He decidido darle el alta al noruego de la sala 4.

—Muy bien.

Ella no acogió la noticia con el menor gesto. ¿Por qué iba a hacerlo? La gente estaba allí hasta que sanaba y, después, se marchaba. La alternativa era que muriesen antes. Así era la vida en el hospital.

—Di el aviso a Wehrmacht hace cinco días. Y ya hemos recibido la notificación de su nuevo destino.

—¡Qué rapidez! —La voz de Helena sonó firme y tranquila.

—Sí, necesitan desesperadamente gente nueva. Estamos en guerra, como ya sabes.

—Sí —dijo Helena.

No obstante, no expresó lo que pensaba: «Estamos en guerra y aquí, a mil kilómetros del frente, estás tú, a tus veintidós años, haciendo el mismo trabajo que podría realizar un hombre de setenta. Gracias al señor Brockhard sénior».

—Bueno, había pensado pedirte que le entregases la notificación tú misma, puesto que parece que os lleváis muy bien.

Helena notó que el doctor estudiaba su reacción.

—Por cierto, ¿qué es lo que tanto te gusta de él precisamente, Helena? ¿Qué lo distingue de los otros cuatrocientos soldados que tenemos en el hospital?

Ella estaba a punto de protestar, pero él se le adelantó.

—Disculpa, Helena, naturalmente, eso no es de mi incumbencia. Es mi natural curioso. Yo… —haciendo rodar un bolígrafo entre los dedos, se volvió para mirar por la ventana—… simplemente me preguntaba qué puedes ver tú en un aventurero extranjero que traiciona a su propio país para alcanzar el favor de los vencedores. ¿Comprendes lo que quiero decirte? Por cierto, ¿qué tal sigue tu madre?

Helena tragó saliva antes de responder:

—No tiene usted por qué preocuparse por mi madre, doctor. Si me da la notificación, se la haré llegar al interesado.

Brockhard se volvió hacia ella y le tendió una carta que tenía encima del escritorio.

—Lo mandan a la Tercera División Acorazada en Hungría. ¿Sabes lo que significa eso?

Ella frunció el entrecejo.

—¿La tercera división de infantería? Pero si él es voluntario de las Waffen-SS. ¿Por qué iban a incorporarlo al ejército regular de Wehrmacht?

Brockhard se encogió de hombros.

—En los tiempos que corren, uno debe esforzarse al máximo y enfrentarse a las misiones que se le encomiendan. ¿No estás de acuerdo conmigo en eso, Helena?

—¿Qué quiere decir?

—Él es soldado de infantería, ¿no? Y eso quiere decir que estará detrás de los tanques en lugar de ir dentro. Un amigo mío que ha estado en Ucrania me contó que allí les disparan a los rusos todos los días hasta que las ametralladoras se recalientan, que los cadáveres se amontonan, pero que ellos siguen disparando, que no tiene fin.

Helena apenas si pudo contener su deseo de arrancarle a Brockhard la carta y romperla en pedazos.

—A una mujer joven como tú más le valdría ser un poco realista y no ligarse demasiado a un hombre al que, con toda probabilidad, no volverá a ver en su vida. Por cierto, ese pañuelo te sienta de maravilla, Helena. ¿Es una prenda de la familia?

—Me sorprenden y me satisfacen sus desvelos, doctor, pero le aseguro que son innecesarios. No siento nada especial por ese paciente. Es hora de servir la cena, así que, si me disculpa…

—Helena, Helena… —Brockhard meneó la cabeza sonriendo—. ¿De verdad crees que soy ciego? ¿Crees que no me rompe el corazón ver el dolor que esto te causa? La amistad que se profesan nuestras familias me hace sentir que hay unos lazos que nos unen, Helena. De lo contrario, no te hablaría con tanta confianza. Puedes confiar en mí, pero, supongo que ya habrás notado que abrigo ciertos sentimientos por ti y…

—¡Basta!

—¿Cómo?

Helena cerró la puerta antes de alzar la voz.

—Estoy aquí como voluntaria, Brockhard, no soy ninguna de sus enfermeras contratadas con las que puede jugar como quiera. Así que deme la carta y diga lo que quiera, de lo contrario, me iré ahora mismo.

—Pero, querida Helena… —Brockhard adoptó un gesto de preocupación—. ¿No sabes que esto es algo que está en tus manos?

—¿En mis manos?

—Un alta es algo muy subjetivo. Sobre todo, tratándose de semejante herida en la cabeza.

—Lo sé.

—Podría prolongarle la baja por tres meses más y, quién sabe, tal vez el frente oriental haya dejado de existir una vez transcurrido ese plazo.

Ella lo miró sin comprender.

—Tú sueles leer la Biblia, Helena. Y conoces la historia de cómo el rey David desea a Betsabé, aunque sabe que ella está casada con uno de sus soldados, ¿no es cierto? Así que le ordena a sus generales que lo pongan en primera línea de fuego, para que muera en la guerra. De ese modo, el rey David podía cortejarla a su antojo.

—¿Y qué tiene eso que ver con este asunto?

—Nada, nada, Helena. Yo no enviaría a tu amado al frente si no se hubiera recuperado del todo. Ni a ningún otro, desde luego, por semejante motivo. Eso es exactamente lo que quiero decir. Y puesto que tú conoces el estado de salud de ese paciente, como mínimo, tan bien como yo, he pensado que sería bueno oír tu opinión antes de tomar una decisión. Si tú consideras que no está recuperado, tal vez deba enviar otra solicitud de baja a Wehrmacht.

Poco a poco, Helena empezó a verlo claro.

—¿O no, Helena?

Apenas podía creerlo: Brockhard pretendía utilizar a Urías como una especie de rehén para conseguirla a ella. ¿Habría necesitado pensar mucho tiempo para concebir semejante plan? ¿Habría estado esperando durante semanas a que se presentase el momento idóneo? Y ¿para qué la quería a ella, en realidad? ¿Como esposa o como amante?

—¿Y bien? —preguntó Brockhard.

Las ideas daban vueltas en la cabeza de Helena, mientras intentaba hallar una salida del laberinto. Pero él le había cerrado todas las salidas. Como era de esperar. No era ningún necio. Mientras Brockhard retuviese a Urías de baja en el hospital a petición suya, ella debería satisfacer sus deseos en todo. Simplemente, el nuevo destino quedaría aplazado. Y Brockhard seguiría teniendo poder sobre ella mientras Urías no se marchase. ¿Poder? Dios, si ella apenas conocía al noruego. Y tampoco sabía lo que él sentiría por ella.

—Yo… —balbució Helena.

—¿Sí?

Brockhard se inclinó sobre ella con mucho interés. Helena quería continuar, quería decirle lo que sabía que tenía que decirle para liberarse, pero algo se lo impedía. Le llevó un instante comprender qué era. Eran las mentiras. Era mentira que ella quisiera verse libre, mentira que ignorase lo que Urías sentía por ella, mentira que la gente tuviese que someterse y humillarse siempre para sobrevivir, todo mentira. Se mordió el labio inferior, pues notó que empezaba a temblarle.

Capítulo 24

BISLETT

Fin de año de 1999

Eran las doce cuando Harry Hole se bajó del tranvía delante del hotel Radisson SAS en la plaza Holberg y notó que el sol de la mañana se reflejaba por un instante en las ventanas de las plantas de enfermos del Rikshospitalet, antes de volver a ocultarse tras las nubes. Había estado en su despacho una última vez, para hacer limpieza, para comprobar que se lo había llevado todo, se decía a sí mismo. Pero sus escasas pertenencias habían cabido sin problemas en la bolsa de plástico que se había llevado de casa el día anterior. Los pasillos estaban desiertos. Los compañeros que no estaban de guardia, se encontraban en casa preparando la última fiesta del milenio. Una serpentina colgaba aún del espaldar de su silla, como único recuerdo de la pequeña fiesta de despedida del día anterior, organizada por Ellen, naturalmente. Las sobrias palabras de despedida pronunciadas por Bjarne Møller no estuvieron en consonancia con los globos azules y la colorida decoración de la tarta de crema con velas que había llevado su colega, pero aquel breve discurso fue más que suficiente. Probablemente, su jefe de sección sabía que Harry jamás le habría permitido que se hubiese expresado en términos grandilocuentes o sentimentales. Y Harry tenía que admitir que jamás se había sentido tan orgulloso como cuando Møller lo felicitó aludiendo a él con su título de comisario y le deseó suerte en el CNI. Ni siquiera la sarcástica sonrisa y los leves movimientos de cabeza que Tom Waaler hacía desde su puesto de espectador junto al dintel de la puerta lograron estropearlo.

La vuelta que se daba por el despacho aquel día era más bien para sentarse allí por última vez, en la chirriante y abandonada silla de la oficina en la que había pasado casi siete años. Harry desechó la idea. Tanta sensiblería, ¿no sería un indicio más de que se estaba haciendo viejo?

Harry subió la calle Holberg y giró a la izquierda por Sofie. La mayoría de las casas que había en aquella estrecha calleja eran edificios de finales del siglo anterior habitados por obreros y no se contaban precisamente entre los mejor conservados. Pero, desde que subieron los precios de la vivienda y la juventud de clase media, que no podía permitirse vivir en Majorstua, se había mudado allí, el tramo había adquirido un aspecto muy mejorado. Ahora, tan sólo una casa seguía con la fachada sin reformar: la número 83. La de Harry. Pero a Harry no le importaba.

Entró en el portal y abrió el buzón que había en la entrada, al pie de la escalera. Una oferta de una pizzería y un sobre de la agencia tributaria de Oslo que, con toda certeza, contenía una reclamación de pago de la multa que le habían puesto el mes anterior. Lanzó una maldición mientras subía las escaleras. Le había comprado un Ford Escort de quince años de antigüedad a un tío al que se podía decir que no conocía. Un poco oxidado y con el embrague algo desgastado, sí, pero con un fantástico techo descapotable. De momento, le había acarreado más multas y reparaciones en el taller que paseos con la melena al viento. Además, aquella porquería de coche no arrancaba, así que tenía que procurar aparcar cuesta abajo para poder ponerlo en marcha.

Entró en su casa. Era un apartamento de dos habitaciones con decoración espartana. Ordenado, limpio y sin alfombras sobre el parqué reluciente. El único adorno que presentaban las paredes era una fotografía de su madre y de Søs y un póster de
El padrino
que había robado del cine Symra cuando tenía dieciséis años. No había plantas, velas ni figurillas. En una ocasión, había colgado un corcho sobre el que pensaba fijar tarjetas postales, fotografías y dichos de esos que uno encuentra. Los había visto en las casas de la gente. Pero, cuando descubrió que jamás recibía postales y que, en general, nunca tomaba fotos, recortó una cita de Bjørneboe:

Y esta aceleración de la producción de caballos de vapor no es más que una expresión de la aceleración de nuestro conocimiento de las llamadas leyes naturales. Dicho conocimiento = angustia.

Harry constató de una ojeada que no había mensajes en el contestador (otra inversión innecesaria), se desabotonó la camisa, que dejó en el cesto de la ropa sucia, y tomó una limpia del ordenado montón que tenía en el armario.

Harry dejó puesto el contestador automático (por si lo llamaban de la agencia de estudios de opinión Norsk Gallup) y volvió a salir.

Sin ningún tipo de sentimentalismo, compró los últimos diarios del milenio en la tienda de Ali, antes de tomar la calle Dovregata. En la de Waldemar Thrane la gente se apresuraba hacia sus hogares después de haber hecho las últimas compras de la gran noche. Harry tiritaba, enfundado en su abrigo, hasta que cruzó el umbral de la puerta del Schrøder y recibió como una oleada el calor húmedo que despedían los huéspedes. Parecía bastante lleno, pero vio que su mesa favorita estaba a punto de quedarse libre, de modo que se encaminó hacia ella. El hombre de edad que acababa de levantarse se encajó el sombrero, lanzó a Harry una mirada enmarcada en canosas y pobladas cejas y asintió levemente antes de marcharse. La mesa estaba junto a la ventana y, durante el día, era una de las pocas que tenía suficiente luz para leer el periódico en el penumbroso local. Acababa de sentarse cuando apareció Maja.

—Hola, Harry —dijo la camarera al tiempo que limpiaba el mantel con un paño gris—. ¿El menú del día?

—Si el cocinero está hoy sobrio.

—Sí, lo está. ¿De beber?

—Bueno, a ver —dijo alzando la vista—. ¿Qué me recomiendas hoy?

—Veamos. —La camarera se puso las manos en las caderas y proclamó en voz alta y clara—: En contra de lo que la gente cree, esta ciudad tiene el agua más pura del país. Y las tuberías menos tóxicas se encuentran precisamente en las casas de principios de siglo, como ésta.

—¿Y quién te ha contado tal cosa, Maja?

—Pues fuiste tú, Harry. —La camarera lanzó una risotada bronca y franca—. Por cierto, te sienta bien la abstinencia.

Hizo aquel comentario en voz baja, tomó nota del pedido y se marchó.

La mayoría de los periódicos estaban llenos de reportajes sobre el fin del milenio, así que Harry leyó el
Dagsavisen.
En la página seis, fijó su mirada en una gran fotografía de un indicador viario sencillo, hecho de madera y con una cruz solar dibujada en el centro. «Oslo 2611 km», decía en una de las flechas; «Leningrado 5 km», indicaba la otra.

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