Palmeras en la nieve (67 page)

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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

BOOK: Palmeras en la nieve
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Kilian se detuvo y apoyó una mano en el brazo del otro para que hiciera lo mismo.

—Nunca te había escuchado hablar así, Ösé… ¿Tú también estás de acuerdo con lo que defienden hombres como Simón y Gustavo?

José miró a su amigo y le respondió:

—Mira, Kilian… Hay un antiguo proverbio africano que dice que cuando dos elefantes luchan, es la hierba la que sufre. —Esperó a que Kilian asimilara sus palabras antes de reanudar su camino—. Pase lo que pase, será la hierba la que sufra. Esto es lo que yo creo. Siempre ha sido así.

XVI

Ribalá ré rihólè
(Matrimonio por amor)

De camino a Bissappoo, Kilian iba pensando en el privilegio que suponía para él asistir a la fiesta de nombramiento de un nuevo jefe bubi. En más de una ocasión, José le había confesado su pena por que las nuevas generaciones de su tribu se estuvieran relajando en el cumplimiento de las tradiciones. La influencia española en la educación y en la vida diaria de la isla era la principal causante de ello, pero José añadía que los propios jóvenes ya no escuchaban las palabras de los ancianos como antaño, y que, algún día, habrían de lamentar el desconocimiento de muchas de sus costumbres.

La ceremonia que iba a presenciar era especial porque aunque la metrópoli se había inmiscuido en la vida tribal hasta el extremo de nombrar a los jefes de poblado y crear la figura del administrador español de las aldeas indígenas, en Bissappoo seguían preservando sus costumbres y nombrando a su propio jefe, aunque solo fuese por defender el valor simbólico de lo que una vez fueron. Quizá era de los pocos poblados que conservaban sus tradiciones prácticamente intactas. Y desde luego, si había un joven que contribuía a que así fuera ese era Simón, que ahora los guiaba con una celeridad y energía que ese día sorprendía a todos.

Kilian conocía el trayecto a Bissappoo de memoria. La senda entre palmeras. El riachuelo. El bosque de cedros. La pendiente en ascenso. Había subido al poblado al menos veinte veces en los años que llevaba en Fernando Poo. Ya no tenía que seguir los pasos de José ni esperar a que este desbrozase la maleza con su machete. Sabía con certeza que, incluso en la oscuridad de la noche, encontraría el camino.

No obstante, en esa ocasión prefirió ir en último lugar, justo detrás de Bisila, admirando el movimiento de su cuerpo.

Llevaba un ligero vestido estampado con pequeñas hojas verdes, fruncido a la cintura y abotonado por delante, que le llegaba por la rodilla, y unas sandalias blancas. Al caminar por las zonas más escarpadas, Kilian podía percibir como la tela se le pegaba al cuerpo y marcaba sus formas. Bisila se daba cuenta de que el silencio de él se debía a su presencia y, por eso, giraba la cabeza de cuando en cuando y le lanzaba una sonrisa.

Kilian pensaba que era un privilegio para él asistir a la fiesta de nombramiento de un jefe bubi, en contra de la opinión de Jacobo, que le había criticado por querer participar en un acto que no hacía sino dar alas al sentimiento independentista. Pero su hermano no podía saber que la verdadera razón de la ilusión de su escapada a Bissappoo era otra. Lo que realmente satisfacía a Kilian era la posibilidad de disfrutar de la compañía de Bisila durante unas largas horas sin las prisas y los nervios de los encuentros forzadamente casuales.

A poca distancia de Bissappoo, justo después de atravesar la
buhaba
, divisaron un gran número de personas que esperaban con nerviosismo la llegada del nuevo jefe, bajo el arco de madera escoltado por los dos árboles sagrados que hacía las veces de umbral del poblado y que, ese día, lucía especialmente engalanado con todo tipo de amuletos. Simón se marchó corriendo, alegando que tenía que cambiarse. José comenzó a saludar a unos y otros. Todos se habían vestido y adornado a la vieja usanza: los hombres portaban enormes sombreros de paja con plumas de gallina; las mujeres lucían largas sartas de cuentas de cristal, conchas y vértebras de serpiente en los brazos, las piernas y el cuello. La mayoría se habían untado con la pomada
ntola
, a cuyo fuerte olor se había acostumbrado Kilian.

Bisila aprovechó el jaleo para explicarle con todo detalle a Kilian lo que ya había sucedido hasta ese momento. Se acercó a él lo suficiente para que sus hombros se rozaran, pero se aseguró de que, ante los ojos de los demás, la postura pareciese la natural en alguien que ilustra a un extranjero, levantando de cuando en cuando la mano en el aire para señalar aquí y allá.

—El ritual de elección y coronación de un nuevo jefe —comenzó a explicar— sigue unas reglas tan estrictas como el de entierro y duelo del jefe anterior, aunque algunas cosas han sido modificadas, como la antigua costumbre, según cuentan los ancianos del lugar, de quemar el poblado del jefe muerto.

—¿Te imaginas quemar Santa Isabel si falleciera el alcalde? —bromeó él.

Bisila se rio y aumentó la presión del hombro.

—Una vez elegida la fecha para la ceremonia, se construye una vivienda para que el nuevo jefe y sus principales mujeres vivan durante una semana…

—Muy curioso… —la interrumpió él de nuevo, lanzándole una ávida mirada— y agotador…

—… Al cabo de la cual —continuó ella sin hacer caso de su comentario, pero con una sonrisa en los labios— se sitúa al nuevo
botuku
bajo la sombra de un árbol, consagrado a las almas de los anteriores
batuku
fallecidos. Allí invocamos a las almas, a los espíritus, a los
morimó
o
barimó
del otro mundo para que bendigan y protejan al nuevo jefe, y que este nunca mancille el honor y la memoria de los que ocuparon el trono antes. También sacrificamos una cabra y con su sangre untamos el pecho, los hombros y la espalda del nuevo jefe. Luego, el rey tiene que trepar a lo alto de una palmera con arcos de madera en los pies y realizar las operaciones para extraer el vino de palma y cortar los racimos de los que se obtiene el aceite de palma. Y, por último, lo llevamos a la playa o a un río, donde lavamos su cuerpo para purificarlo de todas las manchas de su vida anterior, lo untamos de
ntola
y lo vestimos antes de regresar en procesión al pueblo, cantando con entusiasmo y felicidad y bailando el
balele
o baile ritual.

La voz de Kilian se convirtió en un susurro:

—Me encantaría que tú sola me nombrases
botuku
. Me gusta especialmente la parte del baño en el río y tus manos untándome de
ntola
, pero me costaría subir a una palmera, a no ser que tú estuvieras esperándome arriba…

Bisila se mordió el labio inferior. Le suponía un gran esfuerzo mantener la compostura cuando lo que deseaba era lanzarse a sus brazos riendo abiertamente para que todos supieran lo feliz que se sentía.

La gente comenzó a apiñarse frente a la nueva casa del jefe. Ellos se quedaron donde estaban, situados discretamente tras los presentes. Un murmullo indicó que el jefe salía en dirección a la plaza pública. Debido a la distancia que los separaba, Kilian no pudo distinguir las facciones del rostro del padre de Simón, un hombre de baja estatura, anchos hombros y recios muslos. Pero sí apreció que todo su cuerpo estaba decorado con unas conchas blancas llamadas tyíbö, que habían servido de moneda bubi en tiempos remotos. Las conchas habían sido ensartadas a modo de brazaletes y aros para los brazos y las piernas y para formar un cinturón del que colgaba una cola de mono.

El nuevo
botuku
anduvo unos metros acompañado por los gritos entusiastas de sus vecinos y se sentó en un rudimentario trono de piedra donde le colocaron una corona de cuernos de cabra, plumas de faisán y loro en la cabeza, y un cetro en la mano derecha que no era sino una caña, con una calavera de cabra insertada, de la que colgaban cuerdas con conchas. Todos, incluso Kilian, emitieron un sonido agudo para expresar su alegría y excitación.

Cuando Kilian gritó como uno más, sintió los suaves dedos de Bisila abrazar los suyos y él respondió acariciando su palma con el pulgar, memorizando sus pliegues y saboreando con el tacto los huecos entre sus dedos.

Un hombre viejo se acercó al jefe y le colocó las manos sobre la cabeza y murmuró una oración en la que lo instaba a actuar y honrar a los anteriores jefes. Terminó su sermón con una frase que Kilian repitió en voz baja después de que Bisila la tradujera:

—No beberás otra agua que no sea de las montañas o de la lluvia.

Meditó sobre ella. Para alguien que provenía de un valle rodeado de altas cumbres también tenía un sentido especial. Para él no había agua más pura que la de la nieve derretida.

Bisila apretó su mano con más fuerza antes de soltarla por precaución. Como pudo, él centró de nuevo su atención en la ceremonia con el corazón palpitante. Un grupo de hombres escoltaban al nuevo jefe. Iban vestidos de guerreros, armados con largas lanzas dentadas de hoja ancha y enormes escudos de piel de vaca. Todos eran de constitución robusta y musculosa y la gran mayoría lucía escarificaciones en diversas partes del cuerpo. Se habían teñido con barro rojizo el pelo, que, en algunos, caía formando diminutas trenzas como las de Bisila.

Ella señaló a dos de ellos.

—¡Mira quién está allí!

A Kilian le costó distinguir a Simón. ¡Se había vestido como los antiguos guerreros! Era la primera vez que veía con sus ojos a guerreros africanos, pues hacía años que las batallas habían terminado y solo se vestían así en ocasiones tan especiales como aquella.

—A pesar de su juventud —comentó Bisila—, Simón es un buen guardián de las costumbres de nuestro pueblo.

—¿Y quién es el que está a su lado?

—¿No te acuerdas de mi hermano Sóbeúpo?

—¡Pero si era un niño hace cuatro días! Y míralo ahora. Parece todo un hombre.

—Sí, Kilian. El tiempo pasa muy deprisa…

«Sobre todo cuando estamos juntos», pensaron ambos.

La ceremonia terminó y comenzó la fiesta que, según dijo Bisila, duraría una semana, en la que no harían más que comer, beber y bailar un
balele
tras otro.

—Lástima que no podamos quedarnos tanto tiempo —se lamentó él.

—Entonces, tendremos que aprovechar el que tenemos —repuso ella.

Durante el banquete, Kilian y Bisila se mantuvieron prudentemente separados, aunque, cada poco tiempo, hacían ver que contemplaban la escena para buscarse con la mirada. Junto a José, sus hijos varones y otros hombres, Kilian comió carne de cabra con ñame y
bangásúpu
o salsa de banga, y bebió
topé
, el vino de palma, y coñac.

Entre risas, José consiguió que Kilian se descalzase e intentase imitar el baile de los hombres, cosa que no le resultó nada fácil, porque no tenía ni el ritmo africano ni ningún otro metido en el cuerpo. No obstante, agradeció que los bailes bubis fueran más pausados que las danzas tremendamente vistosas, agitadas y eróticas de los braceros.

Con los ojos cerrados, consiguió ablandar el cuerpo y sentir el ritmo sincopado de las campanas guiando sus pies. Un súbito escalofrío hizo que abriera los ojos de repente y se girara. No muy lejos de él, descubrió la mirada transparente de Bisila, brillando por el reflejo de las llamas de una hoguera, clavada en él. Sin apartar la vista de la hechizante imagen, se concentró en bailar lo mejor posible, sin rigidez ni exageración, sino como uno más de los hombres que lo acompañaban. Sus esfuerzos fueron recompensados por la sonrisa de aprobación que ella mantuvo en los labios hasta que el baile cesó y Kilian rehusó continuar con otro. A pesar de que su cuerpo y su cabeza comenzaban a avisarle de que no resistía grandes cantidades de vino de palma, aceptó un último cuenco de manos de José y comenzó a pasear sin rumbo, saludando a unos y otros, tal como había comenzado a hacer Bisila, con el objetivo de conseguir unos segundos junto a ella.

A su mente acudieron imágenes de las fiestas en Pasolobino: los hombres trepando por un tronco muy alto colocado para la ocasión en la plaza, el baile al ritmo de las castañuelas adornadas con cintas de colores, la música de la orquesta, el paseo del santo en procesión…

Se dio cuenta de que últimamente pensaba muy poco en Pasolobino y sus habitantes. Y no solo eso. ¡Apenas los echaba de menos! ¿Desde cuándo era así? Estaba seguro de que desde que su vida había comenzado a girar en torno a los encuentros con Bisila.

Incluso su propia madre le había recriminado por carta que las que él escribía eran cada vez más cortas, más escuetas, y giraban única y exclusivamente en torno a temas de gestión de Casa Rabaltué. Eran cartas en las que Kilian daba instrucciones de cómo emplear el dinero que enviaban los hermanos.

Jacobo le había hecho algún comentario al respecto, quizá porque Mariana le había escrito preocupada por Kilian, pero no había profundizado en el tema porque él mismo estaba demasiado ocupado con el trabajo, sus amigos y las fiestas como para prestar atención a lo que Kilian hacía en su tiempo libre, que no era mucho. Hacía años que no compartían las mismas diversiones ni amistades. Habían hecho un trato justo: como a Kilian no le gustaban los amigos de su hermano, y a Jacobo no le agradaban las compañías indígenas del suyo, cada uno llevaba su vida y no se inmiscuía en la del otro.

Además, a Jacobo jamás se le hubiese ocurrido que Kilian se estuviese enamorando de una mujer negra, porque para él las mujeres negras servían para divertirse con ellas, no para enamorarse. Aun en el caso de que supiese que su hermano se estaba encaprichando de alguna, aseguraría con contundencia que la historia no tenía futuro porque, antes o después, se irían de Fernando Poo. Era cuestión de tiempo. Y Jacobo no conocía a ningún hombre blanco que se hubiese llevado a su amante negra a la Península.

Kilian cerró los ojos y dejó que los cantos africanos, el olor de la comida y el sabor del vino de palma se apoderaran de sus sentidos para no pensar en otra cosa que no fuera ese instante y ese lugar.

Llegarían otros días duros de trabajo y de decisiones, pero, en ese momento, estaba en algún punto de África compartiendo unos días de fiesta con personas a las que había cogido cariño.

En ese momento tenía a Bisila a su lado. No necesitaba nada más.

Estaba muy oscuro cuando Kilian se retiró a la cabaña que habían preparado para el único hombre blanco de la fiesta, una fiesta que continuaba con la misma intensidad de las horas anteriores. Había decidido desaparecer discretamente antes de que, como había sucedido otras veces, el alcohol lo dejara fuera de combate, y después de que Bisila se despidiera de todos mostrando evidentes signos de cansancio. Durante la media hora de su ausencia, a Kilian lo había invadido una terrible sensación de soledad tras todo un día disfrutando de su presencia, y le había tentado ahogar su pena en el
topé
. Afortunadamente, el sentido común había acudido al rescate, alegando que los otros sentidos deseaban estar despejados para lo que pudiera pasar, si es que existía alguna posibilidad, pensó con amargura, de que pudiera pasar algo más con Bisila, aparte del insuficiente flirteo al que las circunstancias les obligaban.

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