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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Otra lucha / El final de la lucha (5 page)

BOOK: Otra lucha / El final de la lucha
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—Señor Dunn, permítame que le presente a don César de Echagüe —dijo Borraleda—. Don César, el señor Walter Dunn, mi noble y futuro adversario.

El apretón de manos de Dunn fue enérgico sin ser grosero. César sintió en seguida simpatía por él. En cambio, cuando Dunn le presentó a su compañero, no pudo sentir lo mismo. El apretón de manos de Vic Kennedy fue frío, cauteloso. La sonrisa que lo acompañó sólo estaba en los labios; los ojos permanecían hostiles y escrutadores.

—¿Quién es ese Kennedy? —preguntó César cuando Borraleda y él se hubieron apartado de Dunn.

—En Sacramento se le llama la eminencia gris de Dunn. Desde luego, es el más inteligente y peligroso de todos los de su partido. Dunn no siente simpatía por él; pero le necesita y, por lo tanto, le tolera.

Habían llegado a donde estaba la dueña de la casa, que vestía un hermoso traje negro de terciopelo de seda.

—¡Cuánto me alegro de que haya usted venido, don Luis! —Exclamó Irina—. Temí que no quisiera aceptar mi invitación.

—¿Cómo podría hacerme culpable de semejante falta? —Sonrió Borraleda—. Un deseo de usted es una orden para mí.

Después de decir esto, Borraleda inclinóse a besar la mano de la princesa. Don César calculó que el beso duraba cuatro segundos, más de lo que hubiera sido correcto. En seguida, él se vio envuelto en el hechizo de Irina Petrovna.

—¡Aún no he olvidado su cortesía de la última vez que nos vimos! —Exclamó la joven—. ¿Cómo no ha vuelto a visitarme?

—Porque sólo han transcurrido cuatro siglos desde aquel día.

—Tiene usted una manera muy original de dar nombre a los días —dijo la mujer—. ¿Tan largos se le hacen?

—Cuando los cuento a partir de la última vez que la vi, sí. En cambio, contándolos hasta el momento de mi partida de Sacramento, he de confesar que han durado cuatro minutos. Mañana me marcho, y a menos que usted acuda a Los Ángeles, no nos volveremos a ver.

—¿Es que no piensa regresar a Sacramento? —preguntó Irina.

—Dentro de un par de meses; pero entonces usted no estará aquí.

—Se equivoca. Pienso pasar bastante tiempo en esta ciudad. Me he enamorado de California.

—Lo celebro por la parte que, como californiano, me corresponde. Desde ahora California tendrá un atractivo más.

—Me han dicho que usted es viudo, don César.

—Es verdad.

—¿Por qué no se ha vuelto a casar?

—Tal vez porque ninguna mujer me ha querido.

—Si sólo tuviera usted su riqueza, creería en la posibilidad de que no se hubiese casado por no hallar quien le quisiera; pero un hombre que es capaz de halagar como usted lo hace, si está libre es porque él lo desea.

—La mujer que es capaz de halagar a un hombre tal como usted sabe hacerlo, princesa, resulta incomprensible.

—¿En qué resulto incomprensible?

—En su soltería.

Mientras hablaban, Irina y César se habían ido apartando de los demás invitados, con visible disgusto de Borraleda.

—Dígame, don César —siguió Irina—. Usted… ¿conoce realmente al
Coyote
?

—Le he visto algunas veces; pero siempre con el rostro cubierto.

—¿Y no tiene idea de quién es en realidad?

—Ni la más mínima. Se le tiene por californiano; mas podría no serlo. Antes se le suponía mejicano; pero existen algunos detalles que indican que no lo es. Sea lo que sea, está en todas partes, lo sabe todo, se entera de lo que menos le importa y fastidia a californianos y a norteamericanos. Hace veinte años que estoy aguardando que lo ahorquen. Por ahora sigue burlándose de la cuerda, pero algún día nos reuniremos para ver cómo abandona violentamente este mundo.

—¿No le es simpático?

—Me ha molestado varías veces; de forma que no se me puede pedir que sienta simpatía por quien me molesta.

—Me han dicho que está en Sacramento.

—¿Quién?


El Coyote
.

—¿Se lo dijo él mismo?

—No; lo he oído decir. Le vieron rondar el Hotel Emporium; precisamente el hotel en que yo me hospedaba.

—Entonces le han informado mal, princesa. El telégrafo ha anunciado hoy que en Los Ángeles
El Coyote
ha entregado a las autoridades a Justo Óscar, que había acuchillado por la espalda a un norteamericano llamado Harell, a quien robó, además, una bolsa de pepitas de oro. Eso ocurrió hace dos días.

—¡Imposible! —exclamó Irina.

—Es la noticia. Yo no la he inventado. Creo que en los periódicos de esta mañana se publica.

—Me parece muy… Bueno, don César, no le molesto más. El señor Borraleda tiene que contarme cómo se maneja la política de California. Yo creí que esto era una colonia norteamericana, y ahora me estoy enterando de que forma un estado federal. Supongo que usted no debe sentir gran interés por la política.

—Ninguno. Desde que dejamos de ser mejicanos he procurado amoldarme al nuevo estado de cosas y vivir bien, o sea lo más tranquilo posible.

Irina soltó una suave carcajada y alejóse hacia Borraleda, cuyos ojos se iluminaron.

Cuando se iba a dirigir hacia el buffet, frente al cual se encontraban ya unos cuantos caballeros ocupados en elegir lo más selecto de las grandes bandejas preparadas, don César casi tropezó con Víctor Kennedy, que acudía hacia él.

—¡Oh, perdón! —se excusó don César.

Iba a apartarse, pero Kennedy se Io impidió.

—Permítame un momento —suplicó el hombre—. Deseaba hablar con usted.

—Si quiere acompañarme al buffet… —dijo don César—. No hace aún ni dos horas que he cenado; pero tengo la rara fortuna de poseer un formidable apetito poderlo saciar y no engordar ni diez gramos fuera de mi peso normal.

—Yo, en cambio, tengo la desgracia a tener destrozado el estómago —replicó Kennedy—. A veces, el ver comer con apetito me enfurece; pero en su caso no será así.

—Si prefiere que retrase…

—No, no, al contrario; insisto en que vayamos al buffet. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—Las que quiera, señor… Kennedy.

—¿Es usted muy amigo de Luis Borraleda?

—Soy bastante amigo suyo. ¿Por qué?

—Es usted hombre de gran influencia. Su palabra podría movilizar muchos miles de votos en California.

—Tal vez exagera usted mi importancia.

—No, no. Siendo usted californiano habrá tenido algunas dificultades en el reconocimiento de sus tierras y haciendas.

—Por fortuna, las resolví aumentándolas, pues se puso en claro que muchos colonos se habían instalado en nuestras fincas. La revisión los hizo marcharse.

—Tal vez una nueva revisión revelara que aún existen más tierras suyas ocupadas indebidamente.

—Todo es posible.

—En ese caso, su influencia apoyando al candidato que ha de salir triunfante sería agradecida y premiada. No lo olvide. Aún quedan muchos días para la elección del nuevo gobernador. No se precipite al aconsejar. Si algún día vuelve a Sacramento, será un placer para mí darle más detalles…

Un criado que se había aproximado a Kennedy interrumpió, con una discreta tosecilla, la conversación entre don César y él.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kennedy.

—Perdone, señor; abajo hay alguien que dice traer lo que usted aguardaba.

—Gracias. Bajaré en seguida.

Luego, volviéndose hacia don César, Kennedy se disculpó:

—¿Me permite? Luego hablaremos…

—Sí, sí. Cuando guste.

Kennedy siguió rápidamente al criado, bajó a la planta baja y entró en el cuartito donde le esperaba un hombre que llevaba la cabeza cubierta con un sombrero de alas caídas y una larga capa.

—¿Qué? —preguntó Kennedy.

—Aquí está —dijo el otro, tendiendo a Kennedy una carta—. Creo que es importante.

—Ya veremos. ¿Dónde la encontraste?

—En cuanto el señor la hubo leído la rasgó en pequeños pedazos. Me costó mucho reconstruirla, y casi aún más el encontrar todos los fragmentos.

Kennedy guardó la carta y entregó al hombre un billete de cien dólares.

—Toma. Si es realmente útil recibirás otro tanto.

Don César, que se había acercado a la escalera que conducía al vestíbulo, observó a Kennedy mientras éste salía del cuartito del conserje. Un momento después, desde detrás de una de las columnas, vio aparecer al hombre de la capa y del sombrero. Una sonrisa cruzó por sus labios. Aunque le era imposible ver su cara, había algo en el hombre que le era familiar. Aquel sombrero y aquella capa los había visto en sus vagabundeos por el hogar de don Luis, detrás de una puerta correspondiente al cuarto del ayuda de cámara de Borraleda.

—Esto se va haciendo cada vez más interesante —dijo, apartándose a tiempo para no ser visto por Kennedy, que ya subía por la escalera.

Capítulo V: Vic Kennedy recibe una visita

Vic Kennedy subió de nuevo al salón, pero en vez de reunirse con don César procuró aislarse. Aprovechando que aparentemente nadie se fijaba en él, se alejó por un pasillo y entró luego en la biblioteca. Encerróse en ella y sacando la cartera la abrió. Los fragmentos habían sido pegados sobre una hoja de papel y sólo estaba escrita por una cara. Era muy breve. Decía:

Mi querido Luis: No puedo resistir más, necesito verla. Ya sé que no tengo derecho, pero si continúo así acabaré volviéndome loca. ¿Por qué no venís alguna vez a San Francisco? Siempre viajas solo, y ya sabes que te prometí no ir a Sacramento; pero si dentro de quince días no venís, yo misma iré a vuestra casa e Isabel sabrá toda la verdad. No me obligues a hacer lo que no quiero. Falta muy poco para que se inaugure el teatro de la Ópera. Adquiere un palco. Yo, desde la platea, os veré. No pido más; pero si me lo niegas tendrás que atenerte a las consecuencias. Es la primera vez que amenazo, y no lo haré en vano.

Por favor, ten piedad de mí.

AMOR.

Kennedy dobló lentamente la carta, la guardó en un bolsillo interior y, levantándose, salió de la biblioteca. Cuando regresó al salón se había olvidado por completo de don César de Echagüe y no advirtió que el californiano había encontrado un sillón en el cual bostezaba ruidosamente, aunque sin perder de vista a la eminencia gris de Walter Dunn.

Al cabo de un rato, Borraleda, que durante todo el tiempo había estado atendiendo a Irina, acercóse a él, preguntando:

—¿Se aburre usted, don César?

—Pues, la verdad, no me estoy divirtiendo. ¿Cómo es posible que tantos hombres se pasen la noche entera sin hablar de otra cosa que de política? Uno a quien le hablé de las vacas, bueyes y terneros que tengo en mi rancho, me miró como si le hablase de los habitantes de la luna. Por la prisa que se dio en escapar de mi lado me hizo sospechar que desconocía lo que son vacas, bueyes y terneros. ¿Cree que se molestarán si me marcho a dar un paseo?

—En realidad creo que ni se darán cuenta de que se ha ido —replicó Borraleda—. Por lo menos, aún nos queda una hora de acalorada discusión. Adiós.

La brusquedad con que Luis Borraleda se separó de él, se debió exclusivamente, en opinión de don César, al hecho de que Irina había vuelto a quedarse sola, y de que varios invitados se dirigían ya hacia ella para arrancarla de su momentáneo abandono. Borraleda los batió a todos por un par de metros. Si más tarde pensó un momento en don César, una rápida mirada hacia el sillón en que se había sentado el hacendado, bastó para hacerle comprender que César de Echagüe, muerto de aburrimiento, había escapado de la reunión.

*****

Vic Kennedy se mantuvo al margen de los demás invitados, sin preocuparse de sus comentarios políticos ni de sus ideas, que ya sabía de memoria. Había releído tantas veces la carta que habría podido recitarla sin una sola falta; pero aún no había llegado a comprenderla. Hasta pasó por su imaginación la sospecha de que pudiera tratarse de una falsificación del que se la había entregado.

—No tiene sentido —murmuró una vez más—. No tiene el menor sentido y, sin embargo, si es verdad que él la hizo pedazos, es que tiene un significado desagradable. La autora de la carta es una mujer, pero no está celosa ni le amenaza con descubrir unas relaciones ilícitas. Pide ver a la esposa… No lo entiendo.

Kennedy continuaba sin entender la carta cuando se disolvió la reunión y los invitados se fueron despidiendo de Irina. Vic rezagóse y fue el último en besar la mano de la princesa.

—¿Cómo marchan las cosas? —preguntó.

—Parece que está muy interesado; pero no creo que esperase usted que en cuatro días consiguiera ya escritos comprometedores.

—No, desde luego. No lo esperaba; pero no olvide que debemos actuar de prisa. ¿Le cree interesado de veras?

—Sí.

—¿Han hablado de algo más que de política?

—Sólo ha insinuado que su mujer no le comprende. Yo le he dicho que envidiaba a la que podía estar siempre cerca de él. Luego he desviado el tema de la conversación.

—¿No le ha dicho nada de un próximo viaje a San Francisco?

—No; pero mañana hemos de pasear juntos.

—No olvide que lo importante es que le escriba cartas. Tal vez convenga que se marche usted a San Francisco o a otro lugar. Entonces no tendría más remedio que escribirle.

—Ya veré. Buenas noches, señor Kennedy.

Este besó nuevamente la mano de Odile Garson, bajó al vestíbulo, recogió su sombrero y salió a la calle.

Sólo quedaba su coche y hacia él se dirigió, nuevamente preocupado por el problema de la esquela que Luis Borraleda había rasgado con tanta furia.

—A casa —ordenó al cochero, metiéndose en el coche.

Al ir a sentarse estuvo a punto de lanzar un grito de asombro, que fue ahogado en su garganta por la amenaza del revólver que empuñaba el enmascarado que se encontraba en el vehículo.

—¿Qué…? —empezó Kennedy.

—Silencio —ordenó el otro—. El cochero podría oírnos.

—¿Quién es usted?

—Creí que todos los habitantes de California me conocían. Un enmascarado…

—¿
El Coyote
? —preguntó, casi sin voz, Kennedy.

—Para servirle, señor Kennedy, o la eminencia gris de Walter Dunn, como prefiera.

—¿Y qué… quiere?

—Sólo cierto papel que le entregó el ayuda de cámara del señor Borraleda.

—Está equivocado.

—Quiero ese papel, señor Kennedy —interrumpió
El Coyote
—. Y le prevengo que tanto me da que me lo entregue usted, como verme obligado a quitárselo a su cadáver.

—No me han dado nada…

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