Opiniones de un payaso (6 page)

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Authors: Heinrich Böll

BOOK: Opiniones de un payaso
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Marie se puso el vestido verde oscuro, y aunque vi que tenía dificultades con la cremallera no me levanté para ayudarla: era tan bello contemplar cómo extendía sus manos hacia la espalda, su piel blanca, el cabello oscuro y el vestido verde oscuro; también me alegré al ver que no se ponía nerviosa; al fin vino hacia la cama, me incorporé y cerré la cremallera. Le pregunté por qué se levantaba tan horriblemente temprano, y dijo que su padre lograba sólo conciliar el sueño en la madrugada y que se quedaría en cama hasta las nueve, y ella debía entrar los periódicos en la tienda y abrir, pues a veces venían los colegiales ya antes de la misa a comprar cuadernos, lápices, confites, y, además, dijo ella, «es mejor que te vayas a las siete y media. Voy a hacerte café y pasados cinco minutos bajas a la cocina sin hacer ruido.» Casi me pareció estar casado cuando bajé a la cocina, Marie me sirvió café y me cortó un panecillo. Meneó la cabeza y dijo: «Sin lavar, sin peinar, ¿vienes siempre así a desayunar?» y yo dije que sí, que ni siquiera en el internado consiguieron acostumbrarme al metódico lavado a primeras horas de la mañana.

«¿Pues qué haces?», preguntó, «de algún modo tienes que despejarte, ¿no es así?»

«Me fricciono siempre con agua de colonia», dije.

«Resulta bastante caro», dijo, y se ruborizó inmediatamente.

«Sí», dije, «pero la tengo siempre gratis, un gran frasco, gracias a un tío mío que es representante de una marca.» Perplejo, miré a mi alrededor en la cocina que yo conocía tan bien: era pequeña y oscura, una especie de trastienda nada más; en el rincón, la cocinita en la que Marie había conservado la lumbre del día antes, como hacen todas las amas de casa: por la noche cubre el carbón con periódicos mojados, y por la mañana atiza las brasas y alimenta el fuego con leña y más carbón. Odio este olor a carbonilla que se nota en la calle por la mañana, y que entonces impregnaba esa cocina pequeña y lúgubre. Era tan reducida que cada vez que Marie sacaba la cafetera del fogón, tenía que levantarse y apartar la silla, y es probable que su abuela y su madre lo hicieron exactamente igual. Aquella mañana me pareció la cocina, que yo conocía tan bien, prosaica por primera vez. Puede que experimentara yo por primera vez lo prosaico, el tener que hacer cosas que no deparan ya ningún placer. Yo no deseaba dejar aquella estrecha casa y asumir quién sabe qué obligaciones; la obligación de responder de lo que había hecho con Marie, ante las chicas, ante Leo, hasta mis padres acabarían por enterarse. Con gusto me hubiese quedado allí y hubiese vendido hasta el fin de mis días confites y cuadernos, acostado por la noche arriba con Marie y dormido junto a ella, dormir lícitamente junto a ella, como en las últimas horas antes de levantarnos, con sus manos en mis sobacos. Encontré impresionante y sublime lo prosaico con cafetera y panecillos y el deformado delantal blanco azulado de Marie sobre su vestido verde, y me pareció que lo prosaico era tan connatural a las mujeres como su cuerpo. Estaba orgulloso de que Marie fuese mi esposa, y sentí no ser todo lo adulto que debería ser en adelante. Me levanté, di la vuelta alrededor de la mesa, tomé a Marie en mis brazos y dije: «¿Te acuerdas de que anoche te levantaste y lavaste las sábanas?» Ella asintió. «Y no olvido que tú me calentaste las manos en tus sobacos; ahora debes irte, son ya las siete y media y van a venir los primeros niños.»

Le ayudé a entrar los paquetes de periódicos y a abrirlos. Más allá llegaba justamente Schmitz del mercado con su camión de verduras y yo salté atrás para que no me viese, pero ya me había visto. Ni el mismo diablo tiene ojos tan penetrantes como los vecinos. Seguí en la tienda y eché una ojeada a los flamantes periódicos de la mañana, por los cuales suspiran la mayoría de los hombres. Los periódicos me interesan sólo al atardecer o en la bañera, y cuando estoy en la bañera los más serios periódicos de la mañana me parecen tan frívolos como los de la tarde. Los titulares de aquella mañana voceaban: «¡Strauss: con todas sus consecuencias!» Quizá sería mejor confiar a un robot cibernético la redacción de un artículo de fondo o de los titulares. Existen límites, más allá de los cuales debería refrenarse la estupidez. Sonó el timbre de la tienda y entró una chiquilla, de ocho o nueve años, de cabellos negros y rojas mejillas, recién lavada, el libro de rezos bajo el brazo. «Caramelos», dijo, «diez pfennig». No sabía yo cuántos caramelos entraban en diez pfennig, abrí la vitrina, conté veinte, los puse en una bolsa, y me avergonzé por primera vez de mis dedos no enteramente limpios, que a través del grueso cristal del tarro de caramelos se veían aumentados. La niña me miró extraña al ver que veinte caramelos caían en la bolsa, pero le dije: «Ya está, vete», y tomé la moneda de diez pfennig del mostrador y la tiré en la caja.

Marie rió al volver cuando le mostré orgulloso la moneda. «Ahora debes irte», dijo.

«¿Y por qué?», pregunté, «¿no puedo esperar a que tu padre baje?»

«Cuando él baje, a las nueve, debes estar aquí de vuelta. Vete», dijo, «debes decírselo a tu hermano Leo, antes de que se entere por otros.»

«Sí», dije, «tienes razón». «Y tú», me ruboricé de nuevo, «¿no tienes que ir a la escuela?»

«Hoy no voy», dijo, «nunca más iré. Vuelve en seguida.»

Me resultó difícil separarme de ella, me acompañó hasta la puerta de la tienda, y la besé ante la puerta abierta, de suerte que Schmitz y su esposa pudieron verlo desde lejos. Miraban embobados como peces que de repente descubriesen, asombrados, que hacía ya tiempo que habían tragado el anzuelo.

Me marché sin volverme. Sentí frío, me levanté el cuello de la chaqueta, encendí un cigarrillo, di un rodeo por el mercado, bajé por la Franziskanerstrasse y al llegar a la esquina de la Koblenzerstrasse salté al autobús que pasaba por allí, la cobradora me abrió la puerta, me amenazó con el dedo cuando me acerqué a ella para pagarle, y señaló, moviendo la cabeza, a mi cigarrillo. Lo apagué, dejé caer la colilla en el bolsillo de mi chaqueta y fui hacia la parte media del autobús. No me senté, miré hacia la Koblenzerstrasse y pensé en Marie. Algo en mi rostro pareció haber irritado al señor sentado junto a mí. Bajó incluso el periódico, renunció a su «¡Strauss: con todas sus consecuencias!», deslizó sus gafas hasta la punta de la nariz, me miró meneando la cabeza y murmuró: «Increíble.» La mujer sentada detrás de él (por poco no tropecé con un saco lleno de zanahorias que había a su lado) asintió al comentario, agitó también la cabeza y movió silenciosamente los labios.

Excepcionalmente me había peinado yo, ante el espejo de Marie y con su peine, llevaba mi chaqueta gris, limpia, del todo corriente, y mi barba no era tan espesa para que un día sin afeitarme hubiese podido darme un aspecto «increíble». No soy demasiado alto, ni demasiado bajo, y mi nariz no es tan larga como para constar entre las «señas particulares» en mi pasaporte. Allí dice: ninguna. No estaba sucio ni bebido, y no obstante se irritó la mujer del saco de zanahorias más que el hombre de las gafas, quien finalmente, tras un último movimiento de asombro de su cabeza, se caló otra vez las gafas y se ocupó de las consecuencias de Strauss. La mujer soltaba tacos silentes, hacía inquietos movimientos de cabeza, para hacer saber a los demás pasajeros lo que no revelaban sus labios. Aún hoy no sé qué aspecto tienen los judíos, de lo contrario hubiera podido calcular si me tomaba por uno, pero creo más bien que aquello no lo causaba mi aspecto, sino mi mirada, al mirar yo a la calle por la ventanilla del autobús y pensar en Marie. Esa estúpida hostilidad me puso nervioso, me apeé una estación antes y descendí a pie el trozo de la Ebertallee, antes de torcer hacia el Rhin.

Los troncos de las hayas de nuestro parque estaban negros, empapados aún, el campo de tenis recién regado, rojo, desde el Rhin me llegaban las sirenas de los remolcadores, y cuando entré en el vestíbulo oí a Anna en la cocina que en voz baja refunfuñaba para sí. No entendí más que: «... no puede acabar bien, no puede». Por la abierta puerta de la cocina grité: «No me prepares desayuno, Anna», me alejé rápidamente, y me quedé en el salón. Nunca me habían parecido tan oscuros los paneles de roble y las estanterías de madera con copas y trofeos de caza. Cerca de allí, en el cuarto de música, tocaba Leo una mazurca de Chopin. A la sazón se había propuesto estudiar música, y se levantaba por la mañana a las cinco y media para ejercitarse antes de las clases. Lo que tocaba me transportó a las últimas horas del día, e incluso olvidé que Leo tocaba. Leo y Chopin no se adaptan bien uno al otro, pero tocaba tan bien que me olvidé de ello. De los compositores clásicos son Chopin y Schubert los que más me gustan. Ya sé que nuestro profesor de música tenía razón al calificar a Mozart de celestial, a Beethoven de sublime, a Gluck de único y a Bach de grandioso; lo sé. Bach me hace siempre el efecto de un tratado de teología en treinta tomos, que me deja abrumado. Pero Schubert y Chopin son tan terrenales como pueda serlo yo. Son los que escucho con más placer. En el parque, hacia el Rhin, vi a través de los sauces moverse los blancos del campo de tiro del abuelo. Por lo visto se había encargado a Fuhrmann el engrasarlos. Mi abuelo congrega a veces a unos cuantos «viejos compinches», y entonces se ven quince enormes autos en la pequeña rotonda ante la casa, quince chóferes se quedan tiritando entre las vallas y los árboles, formando grupos, juegan a los naipes sobre los bancos de piedra, y cuando un viejo compinche acierta una serie de doce blancos se oye inmediatamente un tapón de champán. Alguna vez el abuelo llamó y ante los viejos compinches hice un par de payasadas, imité a Adenauer, o a Erhard, lo cual es sencillo hasta la desmoralización, o interpreté pequeños números: el del
maître
en el vagón-restaurante. Y por mal que yo intentase hacerlo, se desternillaban de risa, «disfrutaban en grande» y cuando yo al final hacía una colecta pasando una caja de cartuchos vacía o una bandeja, la mayoría sacrificaban billetes. Con esos cínicos vejestorios me entendía yo perfectamente, con ellos no me iba nada, con mandarines chinos me hubiese entendido igualmente bien. Como comentario a mis actuaciones lanzaron algunos incluso las palabras de «colosal» o «sublime». Algunos hasta llegaron a decir más de una palabra: «El chico lo lleva en la sangre» o «Éste sí que promete.»

Mientras oía tocar a Chopin, pensé por primera vez en buscarme contratos con objeto de ganar algún dinero. Podría rogarle al abuelo que me recomendara para amenizar las asambleas de accionistas, o como diversión después de las sesiones del consejo de administración. Incluso había yo preparado un número llamado «Consejo de Administración».

Cuando Leo entró en el cuarto, se esfumó Chopin en el acto; Leo es muy alto, rubio, con sus gafas sin marco parece un superintendente o un jesuita sueco. La marcada raya de sus pantalones oscuros hizo desaparecer el último rastro de Chopin, el jersey blanco sobre los pantalones de marcada raya hacía una mala impresión, igual que el cuello de la camisa roja, que se veía salir del jersey blanco. Esa impresión, la de ver que alguien intenta en vano parecer atractivo, me sume siempre en profunda melancolía, como los nombres pretenciosos: Ethelbert, Gerentrud. Vi también una vez más cómo Leo se parece a Henriette, sin ser igual a ella: la nariz respingona, los ojos azules, la raya del pelo; pero no la boca de ella, y todo lo que en Henriette producía una impresión bella y vivaz es en él aparatoso y envarado. No se le notaba que era el mejor gimnasta de la clase; tenía el aspecto de un joven que está dispensado de gimnasia, pero que cuelga en su cuarto media docena de diplomas deportivos.

Se me acercó con prisa, repentinamente se detuvo un par de pasos antes de llegar a mí, sus inquietas manos algo separadas del cuerpo, y dijo: «Hans, ¿qué sucede?» Me miró a los ojos, o mejor debajo de los ojos, como se hace para llamar la atención de otro sobre una mancha, y noté que yo había llorado. Si oigo tocar a Chopin o a Schubert lloro siempre. Enjugué ambas lágrimas con el índice derecho y dije: «No sabía que supieses tocar tan bien a Chopin. Toca otra vez la mazurca.»

«No puedo», dijo, «debo ir a la escuela, a primera hora van a darnos los temas de alemán para el examen.»

«Te llevaré en el coche de mamá», le dije.

«No me gusta ir en este grotesco coche», dijo «sabes bien que lo odio.» En aquel entonces mamá había adquirido de una amiga un coche de sport «a un precio absurdamente barato», y Leo era muy susceptible si algo en él podía ser interpretado como ostentación. Había sólo una posibilidad de enfurecerle ferozmente: cuando alguien le bromeaba por la riqueza de nuestros padres, se ponía muy colorado y se arrojaba a repartir puñetazos.

«Haz una excepción», dije, «siéntate al piano y toca. ¿No quieres saber dónde estuve?»

Se ruborizó, miró al suelo y dijo: «No, no quiero saberlo.»

«Estuve con una muchacha», dije, «con una mujer: mi mujer.»

«¿Sí?», dijo sin alzar la vista. «¿Cuándo tuvo lugar la boda?» Seguía sin saber qué hacer con sus inquietas manos, quiso de repente pasar ante mí con la cabeza agachada. Le así fuertemente de la manga.

«Es Marie Derkum», dije en voz baja. Se desprendió de mí, dio un paso atrás y dijo: «Dios mío, no.»

Me miró enojado y refunfuñó algo para sí.

«¿Qué?», pregunté, «¿qué has dicho?»

«Que ahora sí que tendré que utilizar el coche. ¿Me llevas?»

Dije que sí, pasé mi brazo por sus hombros y marché a su lado a través del salón. Quería ahorrarle el verme. «Ve a buscar la llave», dije, «a ti te la dará mamá, y no olvides los papeles; y, Leo, necesito dinero. ¿Te queda dinero?»

«En la Caja de Ahorros», dijo, «¿no puedes irlo a sacar tú mismo?»

«No sé», dije, «prefiero me lo envíes.»

«¿Enviártelo?», preguntó. «¿Quieres marcharte?»

«Sí», dije. Asintió y corrió escaleras arriba.

Sólo en el momento en que me lo preguntó supe que quería marcharme. Entré en la cocina, donde Anna me recibió refunfuñando.

«Pensé que no querías desayunar», dijo enfadada.

«Desayunar no», dije, «pero sí tomaré café». Me senté ante la restregada mesa y miré a Anna cómo en el fogón sacaba el filtro de la cafetera y lo colocaba en una taza para que acabase de gotear. Por la mañana desayunábamos siempre con las muchachas de servicio en la cocina, porque nos fastidiaba que nos sirviesen solemnemente en el comedor. A aquella hora sólo estaba Anna en la cocina. Norette, la segunda doncella, estaba con mamá en el dormitorio, le servía el desayuno y charlaba con ella de trapos y cosméticos. Ahora estaría mamá probablemente triturando entre sus espléndidos dientes algún grano de trigo, mientras se ponía en el rostro cualquier crema elaborada a base de placenta, y Norette le leía en voz alta el periódico. Puede también que estuviesen ocupadas en la plegaria matinal, compuesta de Goethe y Lutero. que de ordinario recibe un añadido de rearmamento moral, o Norette leía una selección de los prospectos sobre laxantes que mamá había reunido. Tiene carpetas enteras llenas de prospectos de medicamentos, archivadas por «digestión», «corazón», nervios», y cuando puede conseguirlos de algún médico en cualquier parte, se informa de las «novedades», ahorrándose con ello los honorarios de una consulta. Y si uno de los médicos le envía después muestras gratuitas, la hace feliz.

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