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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

No me cogeréis vivo (32 page)

BOOK: No me cogeréis vivo
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Ayer encontré algo espléndido en mi perchero de la RAE. Se trata de un libro editado por la Fundación Menéndez Pidal y por la Academia: Léxico hispánico primitivo (siglos VIII al XII). No es lugar éste para comentarlo a fondo. Diré, simplificando mucho, que se trata de la culminación, parcial todavía, de un glosario proyectado en 1927 por Ramón Menéndez Pidal y ejecutado en su mayor parte por su discípulo Rafael Lapesa para rastrear las primeras palabras escritas de la lengua española –llamarla castellana es una reducción estúpida, además de inexacta– desde el siglo VIII, cuando, entre el latín vulgar, aparecieron los balbuceos del español en vocablos astur-leoneses, castellanos, navarro-aragoneses, gallego-portugueses, catalanes y mozárabes.

Fue una obra complejísima y difícil. En la España medieval no había diccionarios, y las voces romances de ese mundo lejano carecen de forma única, camufladas en textos escritos con letra gótica y frecuentes arabismos. Lapesa empezó a trabajar en su glosario con diecinueve años y murió a los noventa y tres sin verlo revisado ni publicado como tal, pese al esfuerzo de toda su vida, incluida la angustia de poner a salvo la documentación durante los bombardeos de la guerra civil. Ahora dirige la edición don Manuel Seco –uno de los más perfectos académicos que conozco–, quien ya trabajó con Lapesa en el Diccionario Histórico de la Academia. El Léxico, por supuesto, interesa sobre todo a especialistas e investigadores; pero también es fascinante para el curioso que recorre sus páginas. Asistir a la afirmación, por ejemplo, de la palabra mujer tras seguir sus peripecias durante dos siglos –mulier, muliere, mulie, mullier, mullier, muler, mugier–, o comprobar como la palabra hombre se abre camino desde el año 844 a través de homo, omne, huamnne, uemne, homne, produce un estremecimiento de gratitud hacia los hombres tenaces que se quemaron los ojos cuando la informática aún no facilitaba estas cosas, y había que escudriñar con tesón y paciencia textos y más textos, fichando, ordenando, anotando. Luchando, además, contra la incomprensión y la imbecilidad de quienes, antes como ahora, tienen la obligación de apoyar estos esfuerzos, pero ven más rentable gastarse la pasta en demagogias electorales.

He dicho alguna vez que en la RAE hay dos clases de académicos. Unos son los imprescindibles, los maestros: curtidos filólogos, lingüistas, lexicógrafos. Sabios que hacen posible culminar obras como ésta. Generales honorables, en fin, que con su esfuerzo callado y su ciencia pelean en la trinchera viva del español usado por cuatrocientos millones de hispanohablantes. Otros, allí, somos los humildes batidores que hacemos almogavarías y forrajeos en el campo de batalla, regresando con nuestro botín para ayudar en lo que haga falta: escritores, científicos, historiadores, economistas. Reclutas, o casi, en contacto con la calle. La fiel infantería. Por eso, llegar un jueves y encontrar de oficio, bajo el perchero, un libro como éste, resulta un privilegio. Tenía razón el conserje: un perchero en la RAE importa más que un sillón con tu letra. En la sala de plenos todos los académicos son iguales. En las perchas centenarias late el largo camino que ha recorrido cada cual.

El Semanal, 15 Diciembre 2003

Cerillero y anarquista

No sé cuántas navidades más pasará Alfonso con nosotros. Ojalá sean muchas. Por si acaso, sus amigos del café Gijón organizamos un pequeño homenaje el otro día. Mejor una hora antes que un minuto después. Así que nos juntamos el gran Raúl del Pozo, Javier Villán, Pepe Esteban, Manuel Alexandre, Álvaro de Luna, Mari Paz Pondal, Juan Madrid y un montón más –de los clásicos sólo faltaron Umbral y Manolo Vicent, los muy perros–, habituales de la barra, la tertulia de la ventana, la mesa de los poetas, o sea, clientes de toda la vida, pintores, escritores, actrices, actores. Amigos o simples conocidos que apenas nos saludamos al entrar o salir del café, hola y adiós, pero giramos en torno a ese modesto puesto de tabaco y lotería que Alfonso, el cerillero, atiende en el vestíbulo del que fue último gran café literario del rompeolas de las Españas.

Hace tiempo prometí que un día pondríamos una placa con su nombre donde, desde hace treinta años, asiste a las idas y venidas de los clientes, presta dinero y fía tabaco, te guarda la correspondencia y confirma el generoso corazón de oro que late tras su gesto irónico y el mal genio que asoma cuando le pega al frasco y recuerda que su padre, miliciano anarquista, luchó por la libertad antes de morir en la guerra civil, dejando a su huérfano sin infancia, sin juventud, sin instrucción y lejos del lado fácil de la existencia. Por eso en la placa pone: «Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso, cerillero y anarquista. Sus amigos del café Gijón». La redactamos así, en pretérito indefinido, para que Alfonso sepa qué leerá la gente cuando él ya no esté allí. Privilegio ese, conocer en vida el juicio de la posteridad, que está reservado a muy pocos. A grandes hombres, tan sólo. A gente especial como él.

Así que háganme un favor. Si van a Madrid, pasen a saludarlo. Alfonso es la memoria bohemia de Madrid, del café legendario que en otro tiempo se llenaba de artistas famosos, escritores malditos o benditos, gente del teatro, actrices, poetas, vividores, sablistas y furcias profesionales o aficionadas; cuando, por culpa de algún guasón, la pobre señora de los lavabos salía voceando: «Don Francisco de Quevedo, lo llaman al teléfono». Alfonso es monumento vivo de un mundo muerto. Centinela de nuestras nostalgias. Y ese último testigo de los fantasmas del viejo café sigue allí, en su garita de tabaco y lotería, mirando, escuchando en silencio, despreciando, aprobando con ojos guasones y juicio callado, inapelable. De vez en cuando le da el arrebato libertario y monta la pajarraca; como hace poco, cuando sus jefes del Gijón lo tuvieron tres días arrestado en casa, sin dejarlo ir al trabajo, porque Joaquín Sabina se lo llevó a una taberna a calzarse veinte copas, y a la vuelta, un poquito alumbrado, Alfonso cantó las verdades a un par de clientes que se le atravesaron en el gaznate. «Los intelectuales –decía– sois una mierda.»

Ése es mi Alfonso. Con su pinta de torero subalterno maltrecho por el ruedo de la vida. Con sus filias y sus fobias, conciencia viva de una época irrepetible con su historia artística, noctámbula, erótica, golfa. Y con quien, por cierto, seguimos jugando a la lotería que nunca nos toca, en mi caso pagando yo el décimo pero a medias en los hipotéticos beneficios, a ver si salimos de pobres de una puta vez. Y hay que ver cómo pasa el tiempo. A veces estamos charlando, me da el correo, un periódico o un cigarrillo, y me recuerdo a mí mismo jovencito y recién llegado a Madrid, sentado tímidamente en una mesa del fondo. Cuando envidiaba a los clientes habituales que se acercaban a charlar con el cerillero, y soñaba con que un día Alfonso me distinguiera también con su aprecio y su conversación.

El día en que tomé posesión del sillón en la Real Academia Española lo invité, claro. Se presentó repeinado, con chaqueta y corbata –«La primera vez que me la pongo», gruñó cuando le comenté, para chinchar, que parecía un fascista–. Lo que es la vida: le tocó sentarse al lado de Jesús de Polanco, y allí estuvieron los dos charlando de sus cosas, de tú a tú, el cerillero del café Gijón y el propietario del grupo Prisa. Cómo lo ves, Jesús, y tal y cual. Yo en tu lugar, etcétera. Todo con muy buen rollo. Aunque al final, según me cuentan, a Alfonso le dio la vena anarquista y le estuvo dando al pobre Polanco, que escuchaba y asentía comprensivo con la cabeza, una brasa libertaria de la leche.

El Semanal, 22 Diciembre 2003

Botín de guerra

Tengo en mi biblioteca dos libros que son botín de guerra. Fueron impresos hace tres siglos y se encuentran en buen estado, pese a las circunstancias en que cayeron en mis manos. La palabra botín de guerra no es casual. Y no tengo remordimientos. Uno lo rescaté entre las ruinas de un pueblo fantasma llamado Vukovar, y otro en el incendio de la biblioteca de Sarajevo. Transmitidas las imágenes para la tele –lo primero era lo primero– trabajé después con algunos voluntarios en salvar cuantos libros y documentos pudimos rescatar de las llamas. Fue un día difícil, con los francotiradores y los artilleros serbios –hijos de la gran puta– dificultando la tarea. Así que al final decidí recompensarme a mí mismo eligiendo un libro al azar, sin que ninguno de los allí presentes pusiera pegas. Tal vez pensaban que me lo había ganado.

De vez en cuando limpio y aireo esos libros mientras recuerdo, y reflexiono. Es curioso: crecí entre libros, formé luego mi propia biblioteca, y durante cierto tiempo tuve la seguridad de que, si un día no tenía sucesores dignos de ella, preferiría verla desaparecer antes que dejar mis libros atrás, dispersos, huérfanos, sujetos a la estupidez y a la maldad humana, o al azar. En sueños me imaginaba pegándole fuego a la biblioteca antes de hacer mutis por el foro. Un mechero, gasolina. Fluosss. A tomar por saco. La maté porque era mía.

Háganse cargo. La certeza de la fragilidad de la vida, adquirida en lugares donde bibliotecas y seres humanos se convertían fácilmente en cenizas, acabó convenciéndome de lo provisional que es todo. Por eso nunca quise poner en mis libros una marca de propietario. Ni siquiera una firma. Como asiduo de librerías anticuarias y de viejo, veía demasiadas dedicatorias y ex libris que siempre me causaban inmensa tristeza; la misma que al mirar viejos juguetes o muñecas en un escaparate polvoriento, cuando te preguntas dónde están los sueños y las ilusiones de los niños que jugaron con ellos.

Sin embargo, en los últimos tiempos algo ha cambiado. Tal vez porque envejezco, o porque al cabo uno comprende que el amor a los libros, a las personas, a lo que sea, atormenta demasiado cuando lo perturban el egoísmo, la incertidumbre, el miedo, el deseo de conservar a toda costa, más allá de lo posible, lo que la vida entrega y arrebata con inapelable naturalidad. Caí en la cuenta hace años, al conseguir una primera edición muy deseada. El ejemplar tenía un antiguo ex libris: don Cosme Tal, digamos. Y de pronto pensé: diablos. Si don Cosme Tal, cuyos descendientes, si los tuvo, quizá fueron indignos de conservar este libro, hubiera sabido que alguien, ahora, iba a pasar con cuidado estas páginas, a acariciar la piel de su encuadernación y a acogerlo en una biblioteca junto a otros hermanos rescatados, como él, de los innumerables naufragios de infinitas vidas, sin duda habría sonreído satisfecho, tranquilizado por la suerte de ese libro que amó hasta el punto de marcarlo con su nombre y su emblema.

Ese día, supongo, comprendí que un libro, como todo, es sólo un depósito temporal. Que al fin desaparecemos mientras la vida sigue, y que los libros también deben vivir su aventura, sujetos a los avatares e incertidumbres de la existencia. Morir, vivir, deshacerse entre las manos de lectores, ser víctimas de la ignorancia, la barbarie, la maldad. Y así, con el tiempo, los supervivientes, uniéndose y separándose unos de otros, como hacemos los hombres que los crearon, llevan en sus páginas y en su encuadernación su propia historia. Su propia vida.

Por eso ya no sufro por mi biblioteca. Sé que un día se verá destruida o dispersa, pero no me angustia esa idea. Aunque algunos de mis libros se pierdan o perezcan en esa diáspora inevitable, otros volverán al mundo para ser rescatados de nuevo y hacer la felicidad de afortunados lectores que tal vez no han nacido todavía. Y un día, quizás, esos lectores pasarán sus páginas con el mismo cariño y atención con que yo lo hice. Y cuidándolos, atesorándolos, leyéndolos, tal vez intuyan en esos viejos y nobles libros las huellas centenarias de las manos que los acariciaron o maltrataron, los fantasmas sonrientes de quienes nos inclinamos sobre ellos persiguiendo placer, conocimiento, lucidez. En busca de respuestas a las preguntas que desde hace siglos nos hacemos todos.

El Semanal, 29 Diciembre 2003

2004
Trenes rigurosamente olvidados

Eran otros tiempos, y otros niños. También otros padres. Piensas en eso, melancólico, cuando en el catálogo de una casa de subastas de Madrid encuentras la foto de un vagón de tren de juguete: una cisterna amarilla, de latón, con el rótulo Campsa. La reconoces en el acto, porque ese vagón formaba parte de un tren eléctrico, con vías y caseta de cambio de agujas, que sus majestades los reyes magos de Oriente tuvieron el detalle de dejar en el balcón de tu casa en la madrugada de un 6 de enero, hace más o menos cuarenta y cinco tacos de calendario.

Qué curioso, ¿verdad? Eso de los recuerdos. La foto del vagoncito de tren se convierte de pronto en una ventana sobre tu memoria. En los años cincuenta, los críos aún éramos de una inocencia estremecedora: comparados con los escualos de videoconsola que ahora imponen su ley, el más puñetero meaba agua bendita. Quizá por eso la foto del vagón amarillo suscita imágenes, sensaciones y olores: un niño con abrigo y bufanda, los ojos muy abiertos frente a la vitrina de una juguetería donde se reflejaba, a su espalda, un mundo que parecía seguro, inmutable, perfecto. Música de villancicos, personas mayores cargadas con paquetes y deseándose felices pascuas, figuritas de belenes, corrales callejeros con auténticos pavos vivos, guardias municipales con casco blanco –esos guardias que parecían todos respetables y buenos– a quienes los conductores regalaban cajas de turrón y botellas de vino. Etcétera.

Y luego, en el esperado amanecer de colacao y olores tibios, el tren. En ese tiempo lejano no conocíamos la puta tele, el día de reyes todavía no era un criadero de pequeños psicópatas y retrasados mentales, y sus majestades de Oriente aún no se habían dejado sodomizar por el imbécil Papá Noel de George Bush y sus gringos. Todo discurría con sobriedad razonable: un par de juguetes al año, una muñeca para tu hermana, un balón de fútbol. Eso, claro, los niños con suerte. En cuanto al tren, recuerdas perfectamente cada vagón saliendo de su caja, las secciones de vía que se encajaban unas con otras hasta formar el gran óvalo de rieles negros sobre la alfombra. Y, maldita sea. Tardaste horas en jugar con ese tren. La primera sensación de propiedad fue sólo relativa. Cuando miras atrás recuerdas a tu padre, a tu tío y a un par de vecinos adultos reunidos en torno a las cajas recién abiertas, cigarrillos humeantes en la boca, de rodillas en el suelo, montando el tren eléctrico con tanto entusiasmo como si se lo hubieran traído a ellos, y no a ti. Enchufando el transformador, cambiando de vía, haciendo circular el convoy, tumbados alrededor, sin hacer caso de tus protestas. Luego, zagal. Luego. Lo estamos probando, a ver si falla algo. Vete a jugar por ahí. Criatura.

BOOK: No me cogeréis vivo
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