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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

No me cogeréis vivo (25 page)

BOOK: No me cogeréis vivo
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No conocía a Julio Anguita Parrado ni a José Couso. Eran jóvenes, y yo me jubilé después de los Balcanes; donde, por cierto, enterramos a cincuenta y seis colegas. No sé qué llevó a Julio y José hasta el misil o la granada que los mató, aunque puedo imaginarlo. En cuanto a por qué murieron, debo decir lo que creo: que murieron porque querían estar allí. Fueron voluntarios a un lugar peligroso, y el padre de Julio Anguita lo resumió con una entereza admirable: "Mi hijo murió cumpliendo con su deber". Punto. Hacían un trabajo duro, y salió su número. En la lotería donde se combinan el azar y las leyes de la balística, les tocó a ellos. Suma y sigue. El resto es demagogia y literatura.

Por qué estaban allí, supongo que es la pregunta. Por qué cerca de la línea de fuego, como Julio, o filmando asomado a una ventana en plena batalla, como José. No por dinero, desde luego. Ni por amor desaforado a la información y a la verdad. Tampoco, como he oído decir estos días, por amor a la humanidad, para detener con su testimonio las guerras. La milonga del periodista buen samaritano es una tontería. Ni siquiera Miguel Gil Moreno, a quien han estado a punto de beatificar desde que cascó en Sierra Leona, iba por eso. Uno ayuda, claro. Lo hace cuando puede. Incluso a veces piensa que su trabajo puede cambiar algo. Pero de ahí a que un reportero sea un filántropo media un abismo. En veintiún años de oficio no encontré ninguno así. Al contrario. Nunca conocí a un reportero que al sonar el primer cañonazo no sintiera la excitación, el hormigueo, de quien empieza una aventura peligrosa y fascinante. Luego vienen los años, la reflexión y la experiencia. Te asustas y no vuelves; lo sigues, y te matan o te haces una reputación. Mientras, en tu corazón cambian algunas cosas. Descubres responsabilidades y remordimientos. Pero eso ocurre después. Digan lo que digan quienes no tienen ni idea del asunto, lo que lleva a un periodista a sus primeros campos de batalla es poder decir: estuve allí. Pasé la más dura reválida de mi perro oficio.

Hablar de asesinatos particulares en una guerra donde mueren miles de personas es una incongruencia. Montar el número de la cabra en torno a la muerte de un reportero -aparte el respetable dolor de familia y amigos-, es insultar la memoria de un profesional valiente que ha hecho su oficio con impecable dignidad, pagándolo con su pellejo. Por supuesto, cuando un tanque lo mata hay que procurar reventar al cabrón del tanque, si se puede. Pero con realismo, no con retórica idiota. Un combate, una batalla, son un caos de miedo, incertidumbre y bombazos, y nadie puede esperar que la gente se comporte con humanidad o cordura. Quien se asoma a una ventana a filmar, lo sabe. Y si no lo sabe, no debería estar allí. El problema con toda esta demagogia es que al final la gente termina creyéndose eso de la guerra limitada y las bombas inteligentes, y de tanto oír tonterías a los políticos y a la prensa del corazón -que esa es otra, el periodismo basura hablando de compañeros muertos-, al final existe el riesgo de que los periodistas crean que los ejércitos son oenegés y la guerra un juego virtual con reglas y principios, y se metan allí creyendo que alguien va a garantizarles la piel o la vida, que cuando se vaya todo al carajo detendrán los combates para evacuarlos, o se pedirán responsabilidades morales y económicas al marine con fatiga de combate y gatillo fácil, o al negro que te rebane los huevos con un machete. Por eso me inquietó que el otro día un telediario anunciase que el Ministerio de Defensa español comunicaba que no garantizaba la seguridad de los periodistas españoles en Bagdad. Naturalmente. Ni el español, ni el norteamericano, ni nadie. Claro que no. Ni en Bagdad, ni en Sarajevo, ni en Saigón, ni en el saco de Roma, ni saliendo del caballo de madera, en Troya. Las guerras son, a ver si nos enteramos, peligrosas y putas guerras. Nos ha vuelto tan estúpidos que de semejante obviedad hacemos una noticia.

El Semanal, 27 Abril 2003

Cada domingo, un bosque

Cada domingo, al comprar los periódicos, se me calienta la conciencia ecológica. Y además se me calienta la boca cuando voy de vuelta a casa cargado con kilos de papel engorroso e inútil, que no sé por qué eligen siempre el domingo para trufarlo todo de anuncios y extras; y a poco que me descuide se me cae algo, o todo. Y, como Pulgarcito por el bosque, en vez de migas de pan voy dejando un rastro de suplementos y cuadernillos por la floresta, cargado con papel multicolor, páginas especiales, folletos publicitarios y demás. De ese modo -añadamos dos barras de pan y supongamos que encima llueve- pueden imaginarse el cuadro. Fíjense. Salgo de la tienda con la Biblia en pasta bajo cada brazo, sujetando las barras de pan con la barbilla. Pero a los pocos pasos la curiosidad me pierde, e intento leer los titulares para averiguar, por ejemplo, el último anacoluto del Congreso de los Diputados, o el malestar porque las escolares dedican demasiadas horas a la lengua española, o castellano -que es innecesaria en los mensajes de teléfono móvil, y que a fin de cuentas sólo la usan cuatrocientos millones de fascistas en todo el mundo- en vez de empollarse bien el silbo canario, la historia de la pintura autóctona de Zahara de los Atunes o las obras completas en fabla aragonesa de Marianico el Corto.

Pero cuando intento pasar la página cae al suelo un folleto que dice: Obras maestras del arte bizantino, en emisión numerada, y otro titulado: España, sello a sello. Los recojo, aunque la verdad es que, en ayunas, el arte bizantino y el sello me importan un carajo; y lo de España empieza a importarme lo mismo, pues ya juré el otro día que no me cogerán vivo cuando sea viejo e indefenso. No en este país de cojos Manteca, de Prestiges de los que nadie dimitió ni nadie se acuerda, de becarios de Bush, de cabras tiradas del campanario, de demagogos oportunistas y de monumentos vivos del neolítico. O me exilio antes, si puedo, o me compro una escopeta y una caja de posta lobera del 12. Pero volviendo al papeleo dominical, les decía que se desparrama todo. Así que a los pocos pasos, se me caen una barra de pan y tres colorines de fin de semana rebosantes de palpitante actualidad -Cremalleras a la vista: la moda del nuevo hombre- y de útiles consejos domésticos. Un titular me deja especialmente pensativo, tuteo aparte: ¿Tienes problemas de estreñimiento?

Prosigo mi camino quitándole con el codo la tierra a la barra de pan, y cazo al vuelo, antes de que se me caiga, un suplemento femenino que reza: La moda: consejos para salir a la calle. Qué haría uno en el proceloso mar de la vida, concluyo, sin tales consejos. Pruébala, dice un folleto adjunto: Un año sin cuota anual. Por un momento creo que se refiere a la prójima del folleto, que se parece mucho a Inés Sastre. O es. La pruebo aunque sea con cuota, me digo. Pero luego veo que no; que se trata de una tarjeta de crédito. Sigo adelante, orgulloso de mi habilidad manual parezco un malabarista de platos chinos, con toda la puta masa de papel móvil en equilibrio-, cuando veo mi gozo en un pozo: don José, el párroco, que está fumándose un truja en la puerta de la iglesia, me advierte de que se me ha caído algo. Hijo, añade. Y yo pienso: maldición. Con cireneos así, no necesito romanos. Me vuelvo a mirar y, en efecto, un colorido folleto proclama: Ahorra 107 €. Pisoteamos los precios.

Al volverme se caen ocho kilos de papel. Reprimo un juramento por respeto a don José y al recinto sagrado. Después me agacho, lo recojo todo ¿Cómo perderte este chollo?, proclama un catálogo para el hogar que incluye un eficaz cortacallos-, barajo papel, sigo mi viacrucis. Por fin veo una papelera, y meto las tres cuartas partes de lo que llevo encima. Hala. Medio bosque talado para mí, a tomar por saco. Hogar, dulce hogar. Pese a todo, la prensa vuelve a desparramarse por el suelo cuando busco la llave de la puerta. A estas alturas, las barras de pan se encuentran en tal estado que decido dárselas a Mordaunt, mi perro. Por fin me siento a leer lo que conseguí salvar de la anábasis. Entre el amasijo de papel arrugado aún asoma una hoja naranja fosforito: Decide que tu dinero te dé más. Mientras lo decido, veo que El País habla bien de Aznar, y que El Mundo dice que Zapatero tiene futuro. Luego compruebo que, juntando papeles, he metido los suplementos dominicales en periódicos equivocados. Al reordenarlos, se abre El Semanal por las páginas centrales: El ano del mundo, leo. Oichsss. Qué finos nos hemos vuelto, rediós.

El Semanal, 11 Mayo 2003

Sobre chusma y sobre cobardes

Se me han cabreado unos vecinos de Tordesillas porque el otro día califiqué de chusma cobarde a la gente que se congrega cada septiembre para matar un toro a lanzazos mientras la junta de Castilla y León, pese a las protestas de las sociedades protectoras de animales, mira hacia otro lado y se lava las manos en sangre, con el argumento de que se trata de una tradición y un espectáculo turístico. No sé si es que los llamara chusma o los llamara cobardes, o las dos cosas, lo que pica el amor propio de mis comunicantes. El caso es que se dicen «lanceros de Tordesillas, y a mucha honra», y preguntan cómo yo, que alguna vez he escrito que me gusta asistir de vez en cuando a una corrida de toros, me atrevo a hablar así de lo que desconozco, o sea, de «un duelo atávico y mágico, un combate de la bravura contra la inteligencia, un ritual de valor y de bravura que se celebra desde tiempo inmemorial». Exactamente eso es lo que dicen y lo que preguntan. Así que, con el permiso, de ustedes, se lo voy a explicar. Despacito, para que me entiendan.

Amo a los animales. Por no matarlos, ni pesco. Tengo un asunto personal con los que exterminan tortugas, delfines, ballenas o atún rojo. También prefiero una piara de cerdos a un consejo de ministros. Creo que no hay nada más conmovedor que la mirada de un perro: mataría con mis propias manos, sin pestañear, a quien tortura a un chucho. Sostengo que cuando muere un animal el mundo se hace más triste y oscuro, mientras que cuando desaparece un ser humano, lo que desaparece es un hijo de puta en potencia o en vigencia. Eso no quiere decir, naturalmente, que caiga en la idiotez de algunas sociedades protectoras de animales que dicen que cargarse a un bicho es un acto terrorista. Incluso, como apuntaban mis comunicantes, cada año voy un par de veces a los toros. Cada cual tiene sus contradicciones, y una de las mías es que me gustan el temple de los toreros valientes y el coraje de los animales nobles. Es una contradicción -tal vez la única, en lo que tiene que ver con los animales- que asumo sin complejos; y sólo diré, en mi descargo, que nunca me horroricé cuando un toro mató a un torero. Al torero nadie lo obliga a serlo; y a cambio de jugarse la vida, gana dinero. Si no murieran toreros, cualquier imbécil podría estar allí. Cualquier cobarde podría dárselas de matador de toros. Cualquier mierdecilla podría justificar por la cara, sin riesgo, su crueldad y su canallada.

Yo he visto matar. Con perdón. Matar en serie. He visto hacerlo de lejos y de cerca, a solas y en grupo, y me he formado ciertas ideas al respecto. Una de ellas es que degollar y cascar tú mismo, cuando toca, forma parte de la condición humana; y que son las circunstancias las que te lo endiñan, o no. También tengo una certeza probada: muy pocos son capaces de matar cara a cara, de tú a tú, jugándosela sólo con su inteligencia y su coraje, si alguien no les garantiza impunidad. Recuerdo a verdaderas ratas de cloaca incapaces de defender a sus propios hijos enardecerse en grupo y gallear, pidiendo sangre ajena, cuando se sentían respaldados y protegidos por la puerca manada. Conozco bien lo miserable, cruel y violento que puede ser un individuo que se sabe protegido por el tumulto. También leo libros, vivo en España, conozco a mis paisanos, y sé que para linchar y apuñalar por la espalda, aquí, somos unos artistas. Lo hacemos como nadie. Por eso, que media docena de tordesillanos, o más, se quejen porque a estas alturas de la feria me asquea lo del toro de la Vega y me cisco en los muertos de los lanceros bengalíes, me tiene sin cuidado. Lo dije, y lo sostengo.

Llamar combate, torneo y espectáculo de épica bravura a miles de fulanos acosando a un animal solitario y asustado, y después trata de héroes a una turba enloquecida por el olor de la sangre, que durante media hora acuchille hasta la muerte al toro indefenso, refugiado en un pinar, y que luego salga la alcaldesa diciendo que «el combate fue rápido y ágil», y que el Aquiles de la jornada, o sea, el cenutrio que le metió el primer lanzazo, alardee, como el año pasado, de que «el toro estaba a la defensiva y se escondía en los arbustos, así que era difícil alancearlo», es un sarcasmo, una barbaridad y una canallada. Se pongan como se pongan. Al menos, en las plazas de toros el animal tiene una oportunidad: empitonar a su verdugo, de tú a tú. El consuelo, tal vez, de llevarse por delante al cabrón que lo atormenta. Así que, por mí, todos los heroicos lanceros de la Vega pueden irse a hacer puñetas.

El Semanal, 25 Mayo 2003

El eco de los propios pasos

Hoy voy a hablarles de cosas frívolas, porque no se me ocurre otra maldita cosa. Diré, por ejemplo, que nunca usé zapatos de gamuza azul como los de una canción que tal vez nadie recuerda. En cuanto a los otros, la vida que llevé durante dos décadas me acostumbró al calzado cómodo; lo que en aquel tiempo era un problema. Aunque parezca mentira -el mundo ha cambiado mucho en treinta años- la indumentaria informal que todos usamos ahora no estaba todavía de moda, los panamá y los timberland y esas marcas no existían ni en la imaginación, y tan difícil era conseguir aquella clase de calzado como un tres cuartos, un pantalón chino de algodón o una camisa cómoda con bolsillos grandes que aguantara un mes en los pantanos de Nicaragua o en el desierto de Tibesti. Los que necesitábamos esas prendas para vivir con una mochila al hombro, solíamos proveernos con equipos militares que parecieran lo menos militares posibles, evitando siempre el color verde, que te convertía en blanco de los tiros de todo cristo. Yo me equipaba en las tiendas de ropa para marinos, donde había pantalones y camisas de faena confeccionadas en algodón caqui. El algodón era fundamental, pues soportabas mejor su roce con el sudor y la suciedad, mientras que los tejidos sintéticos te llagaban la piel. Todavía conservo, descolorida pero en uso, alguna de aquellas viejas y recias camisas.

Con el calzado, como he dicho antes, ocurría lo mismo. Por aquel tiempo -mediados de los setenta- hasta las zapatillas de deporte eran de lona. Para irte por ahí no había otra cosa que el calzado clásico, botas de campo o montaña que no eran prácticas para viajar, o botas militares. Yo tenía las mías de paracaidista, pero las usaba poco; entre otras cosas porque te hacían ampollas y daban mucho calor en la selva, y en las ciudades te podían identificar con un guerrillero; como le ocurrió a Alfonso Rojo, que por entonces también empezaba en el oficio, cuando estuvieron a punto de fusilarlo los somocistas en Nicaragua, precisamente por calzar unas botas de ésas. La solución la encontré en un tipo de bota ligera inglesa, o botín, de ante y suela de goma, con el que me las apañé hasta que las modas cambiaron, la gente empezó a vestirse como si acabara de llegar de Vietnam, y ese tipo de prendas, que entonces los guiris llamaban ropa casual, fue fácil de encontrar en todos sitios.

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