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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

No me cogeréis vivo (17 page)

BOOK: No me cogeréis vivo
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El Semanal, 22 Septiembre 2002

Yoknapatawpha y la madre que los parió

Comentaba hace unas semanas mi vecino el rey de Redonda la pena que le da ver cómo escritores importantes caen en el olvido, o casi. El hecho de que su recuperación no dependa casi nunca de organismos oficiales ni suplementos culturales y revistas del ramo, sino, tristemente, de las adaptaciones para el cine o la tele; y se congratulaba de que, a veces, simples tecleadores de infantería como él o yo mismo podamos manifestar nuestra admiración por tal o cual viejo maestro, y eso ayude a ponerlo de nuevo en circulación para disfrute y felicidad de algunos lectores. Pero el camarada de páginas se dejó algo en el tintero. A la hora de reivindicar a los grandes maestros puede ocurrir algo peor que el semiolvido: su apropiación coyuntural, fraudulenta, por parte de los golfos apandadores de la cultura. Y a menudo me pregunto si no sería mejor dejar a Fulano o a Mengano en su estante polvoriento, como tesoro a conquistar por iniciados y corsarios autodidactas de la letra impresa, que verlos mancillados, desvirtuados, envilecidos, demagógicamente traídos y llevados por oportunistas del capricho, el interés o la moda. El monarca redondil, en el mismo artículo, apuntaba un ejemplo: su volumen-homenaje sobre Faulkner hizo que varios lectores se interesaran por ese gringo, olvidado en los últimos años. Lo que ya no decía mi primo, porque él es educado y olímpico en sus desprecios, es que hace cosa de década y media, cuando ambos empezábamos a publicar cosas -cada uno a su aire y con sus maestros-, todos cuantos manejaban el cotarro literario se pasaban el día con la boca llena de Faulkner; que era entonces, por lo visto, el único modelo del que la novela moderna podía sacar algo en limpio. Si en una entrevista no mencionabas al menos tres veces cuánto habían influido en tu obra el profundo sur americano y el mítico Yoknapatawpha, ni eras escritor ni eras nada. Después pasó la moda, claro. Y los mismos que juraban tener El ruido y la furia bajo la almohada desde su más tierna infancia, se pasaron a otros autores con el mismo íntimo conocimiento e idéntica devoción. Y al maestro de Mississipi le dieron dos duros. Cosa, por cierto, que me importa un carajo; porque a mí, la verdad, Faulkner ni fú ni fá. Lo cito más que nada por la bonita anécdota, y porque el perro inglés es mi hermano de armas. Y si él defiende a Faulkner, yo también. Y punto. Pero lo que son las cosas. Aquella pandilla, que entonces chupaba de la teta cultural sin otro riesgo que atragantarse, sigue ahí: en la tele, en los suplementos, en las tertulias de radio.

La literatura actual no tiene nada que ver con la que ellos imponían; pero siguen administrándola. Desmemoriadísimos. Alguno hasta escribe novelas de las que antes criticaba, con tramas policíacas, de espionaje y cosas así. Pero ojo. No para vender libros ni ganar pasta. Níet. Se trata de un simple divertimento intelectual. Un ejercicio de estilo. El caso es que hay hermosos recortes y páginas enteras en las hemerotecas que dan fe de sus antiguos dichos y hechos. Y lo gracioso es que de pronto, en un artículo, en un programa, uno los lee o los oye, atónito, elogiar como si conocieran, leyeran y admiraran de toda la vida, a viejos autores a quienes en otro tiempo no sólo ignoraban, sino que denostaban públicamente. Por supuesto, siempre coincide con un centenario, una biografía, un homenaje en el extranjero. Entonces se lo apropian sin más, se ponen al día con una rapidez pasmosa, y de la noche a la mañana se manifiestan extrañadísimos de que nadie lea ahora a Fulano, a Mengano, a Zutano y a otros grandes nombres de la literatura universal; a quienes ellos no sólo no leyeron en su puta vida, sino que encima ayudaron a enterrarlos, sosteniendo que lo que de verdad había que leer, Faulkner aparte, era Onán y yo somos así, señora (Anagrama), de Chindasvinto Petisuik, imprescindible minimalista Sildavo.

Llevo años viendo a esos tontos del culo recomendar con la fe del converso, como si acabaran de descubrirlos -y a veces es literalmente cierto- a Conrad, Stendhal, Schnitzler, Lampedusa, Heinrich Mann, Joseph Roth y Víctor Hugo, entre otros, a un público lector que a menudo los conoce mejor que ellos. El penúltimo imprescindible -cómo les gusta esa palabra- ha sido el pobre Stefan Zweig, que justo a partir de la reedición reciente de su autobiografía El mundo de ayer -que otros, humildemente, leímos y conocemos desde 1968- ha pasado, oh milagro, de segundón cuentahistorias a fino observador de la condición humana. Pero lo más descarado ocurrió hace mes y medio, coincidiendo con la actual reivindicación en Francia de Alejandro Dumas; cuando otro antaño pontificador exquisito, gloria de las letras y la cultura de ambas orillas, para quien hasta ayer la novela que contaba cosas siempre fue un deleznable subgénero, terminaba un artículo de suplemento literario con la urgente exhortación: «Es necesario leer a Dumas». Ahí va, me dije al verlo. Pues no había caído. Qué sería de nosotros, pobres lectores, si no tuviéramos para orientarnos a este insigne gilipollas.

El Semanal, 29 Septiembre 2002

Son las reglas

Ahora le toca al rey de Redonda. Acaba de marcarse un tocho impreso -primera parte, con continuará incluido- que a estas alturas debe de andar ya por las librerías. No ha caído aún en mis manos, pero lo leeré con mucho cuidado y mucho respeto por diversas razones. La principal es que me gusta ese maldito perro inglés. Somos muy diferentes, pero me gusta. Gracias a nuestras páginas vecinas de El Semanal nos vincula una vieja lealtad de camaradas de armas que no se fundamenta en nada racional, en ninguna ideología ni en la misma forma de ver la literatura o la vida; ni siquiera en los talantes de cada cual -él, por ejemplo, es un caballero, y yo sólo fui educado para serlo-, sino en unas cuantas películas, unos cuantos libros, unos soldaditos de plomo y en el contacto hombro con hombro en las filas cuando granizan las balas sobre los arneses. Que no está nada mal, por cierto, y es algo que une mucho más que otra clase de milongas. Él también vive de su espada. Caza solo, a su aire, desde su humilde y arrogante, a la vez, casilla de peón de ajedrez; y se la traen al fresco las torres, las damas y los alfiles. Aquí estoy, aquí peleo. Aquí palmo. Además, siempre ha sido más generoso conmigo que yo con él. Tiene esa habilidad, el muy cabrón, ducado de Corso incluido. Por eso estoy en deuda. Me fastidia, la verdad. Pero lo estoy.

Tiene reglas. Y supongo que ahí reside la cosa. Alguna vez he dicho que cuando la vida te despoja de las inocencias y de las palabras que se escriben con mayúscula, te deja muy poquitas cosas entre los restos del naufragio. Cuatro o cinco ideas, como mucho. Con minúscula. Y un par de lealtades. El respeto por el valor y la consecuencia -hasta en el error-, que son tal vez las únicas virtudes que no pueden comprarse con dinero. Cuando todo se va al carajo; en mitad del caos en que nos toca vivir, las reglas son lo único que ayuda a mantener la compostura. Convencionales o retorcidas, claras o sombrías, compartidas o personalísimas, son necesarias incluso aunque tú mismo no las practiques. Por lo menos como referencia. Hasta para transgredirlas, llegado el caso, hacen falta las putas reglas. Y eso es lo que más me gusta del perro de Oxford. Que tiene reglas y se atiene a ellas cuando escribe, cuando mira, cuando se comporta. Cuando me manda copias de sus faxes, o los libros de Redonda, o recortes de subastas. Cuando mantiene viva, a su manera, esta amistad semanal, domingo a domingo, de la que ambos gozamos, seguros el uno del otro, espaldas cubiertas por el camarada, pese a que nos hemos visto cuatro o cinco veces en nuestra vida. Pero en él eso es normal. Está lo bastante solo y tiene las suficientes agallas como para poder elegir amigos y enemigos. Ya lo he dicho antes. Son las reglas.

Me acordaba de él y de todo esto el otro día en una cantina mejicana, La Ballena de Culiacán, cuando anduve por allí presentando mi última historia. Y me acordé porque ocurrió algo, una pequeña situación, trivial en apariencia, que el perro inglés habría comprendido tan bien como yo mismo la comprendí; porque, aunque no lo parezca, tiene mucho que ver con lo que hoy les cuento. El caso es que estaba con Julio Bernal, el Batman Güemes y el escritor sinaloense Élmer Mendoza, mis amigos de allá, bebiendo tequila en una de las mesas del fondo del antro, rodeados de tipos bigotudos y silenciosos, raza pesada que miraba la pared o al vacío ante un caballito de tequila o una media Pacífico mientras en la rockola sonaba Veinte mujeres de negro. Sólo Élmer no bebía. Padece del estómago, y un trago de alcohol le sienta como una patada en los mismísimos epicentros. En ésas estábamos cuando se acercó el camarero y, poniendo ante Élmer un vaso de tequila, dijo que lo traía con los saludos de los ocupantes de una mesa cercana. Miramos en esa dirección: cuatro tipo mostachudos, silenciosos y graves, con sombreros de palma y chamarras que ocultaban cualquier cosa que llevasen -y les aseguro que esos tíos la llevaban- fajada al cinturón. En Sinaloa, Élmer es un escritor muy respetado: la gente lo saluda por la calle. Vi que tomaba la copa sin vacilar y la alzaba en dirección a la mesa, mientras los otros, muy serios, asentían con la cabeza. ¿Te conocen?, le pregunté. Claro que si, fue la respuesta. ¿Y no saben que no bebes alcohol? Lo saben, contestó mi amigo. Pero también saben que aquí, cuando te encuentras con alguien a quien aprecias, le mandas una copa. Y saben que yo lo sé. Y dicho eso, Élmer se echó al cuerpo el tequila sin pestañear. Glub, glub. De un solo trago. Volvieron a asentir los otros allá en su mesa, muy serios, aprobando el gesto en silencio, y cada uno volvió a lo suyo. Yo miraba a mi amigo, viéndolo apretar los dientes mientras el alcohol le raspaba el estómago. Luego me miró con una sonrisa estoica y sonrió de la manera en que él suele hacerlo, así, como muy despacio:

-Ni modo, carnal -resumió, encogiéndose de hombros- … Son las reglas.

El Semanal, 06 Octubre 2002

El suicidio de Manolo

Mi amigo Manolo es un poco gilipollas. Él dice que esnob; pero no. Háganme caso. Gilipollas. Debe de andar por los cincuenta y algo, pero se quedó anclado a finales de los sesenta. Se considera miembro de una difusa élite intelectual que, de puro elitista, nunca hizo nada de nada. Lo desprecia todo. Para qué trabajar, para qué escribir, para qué vivir. Tenía y tiene, por supuesto, un cómodo puesto de funcionario; así que siempre pudo permitirse posturitas. Es todo tan mediocre, dice. Es tanto el hastío. Se lía un canuto, agarra el vaso de whisky y filosofa hora y media. Un pelmazo. De vez en cuando le da la vena creativa y hace poemas imitando a Kavafis, pero en cutre. Y haikús, el hijoputa. Malísimos. Mirando el mar/pienso/luego existo. O algo así. Todo eso pegado a la barra de un bar. Lo único serio, decía antes, es ir al Sáhara como los personajes de Paul Bowles. Al fin se fue al Sáhara. Semana y media con viajes Marsans. A la vuelta escribió un poema infame sobre el vacío y la nada, y se hizo una foto en el café Hafa. Ése fue su momento de gloria. Prefiero Tánger a Estambul, dijo. Cosa extraña, pues no ha estado en Estambul en su puta vida. En fin. Como ven, ninguna soplapollez le era ajena. Le es.

Además de gilipollas, Manolo es algo bocazas. O muy. El otro día se quejaba en el bar del pueblo -la farmacéutica, el concejal del Pesoe, el médico, el arriba firmante que pasaba por allí- de haber hecho ya cuanto ambiciona en esta vida. He vivido en el desierto, dijo. Me he tirado a la tía a la que siempre me quise tirar, añadió, y acto seguido pregonó con detalle nombre, apellidos, domicilio, NIF y estado civil -casada, por cierto- de la afortunada. Ya me diréis, concluyó, qué me queda de excitante en esta vida. De modo que pienso con detalle en el suicidio. Lo expuso tal cual, con ese tonillo hastiado de quien vive más allá de todos los límites. Y lo hizo, además, mirando a la farmacéutica, que se llama Rosa y está bastante buena. Porque Manolo sigue colgado de cuando a las tordas se las trajinaba uno a base de Leonard Cohen y angustia vital, y antes de que te suicidaras eran capaces de pasarse la noche convenciéndote de que no hicieras esa tontería, con lo hermosa que es la vida, oye. Y tal. Y así, a lo tonto y como quien no quiere la cosa, al final, zaca. Siempre caía alguna subnormal. Y como Manolo no ha evolucionado desde entonces, cree que el rollito melodramático aún funciona. Suicidio, insistía. Lo tengo claro. Y será algo exquisitamente clásico: Petronio, Sócrates. Del hastío a la nada. Este mundo me aburre, oh muerte, zarpemos. Etcétera. Además de estar buenísima, Rosa es lista. Cuarentona mediada pero de excelente ver, cuajada, eriza, guapa. Y cuando Manolo llegó a Sócrates, ella se lo quedó mirando. Le va a mentar a la madre, pensé. Pero erraba. Se limitó a asentir, comprensiva. Me hago cargo, dijo. Es lógico que quieras terminar. Mírate -señalaba la imagen de Manolo en el espejo del bar- estás hecho una mierda, envejeces fatal, tu barriga da náuseas, y encima te estás quedando calvo, aunque quieras disimularlo con el mechoncito de pelo que te subes desde la oreja. Siguió así un rato, enumerando implacable, mientras Manolo, al principio repantigado en su silla, se erguía poco a poco, acercándose al borde, las rodillas juntas y los dedos crispados en torno al vaso. ¿Y sabes qué te digo?, remató Rosa. Que estoy segura de que cuando decidas dar el salto -del hastío a la nada, me parece que has dicho-, lo harás en serio, y no como esas idiotas e idiotos que se toman ocho optalidones para llamar la atención y luego telefonean a su mejor amiga o a su novio, adiós para siempre, estoy en el número tal, piso tal, clic. Así que mira. Como profesional de la farmacopea que soy, te recomiendo cien pastillas de esto mezcladas con cincuenta de aquello, en ayunas para que haya mejor absorción. Si prefieres agonía larga, purificadora, compra esto en la droguería, que con un litro a palo seco vomitas las asaduras durante seis o siete horas de espumarajos. Y si tarda mucho, siempre puedes chinarte así, ¿ves?, de aquí hasta aquí, no con la puntita nada más, sino de esta otra manera, raaaas, que no te para la hemorragia ni Dios. ¿Tomas nota, Petronio? Mano de santo. Y el hastío, oye, a tomar por saco.

Lamento no poder enseñarles una foto de la cara de Manolo. Porque es el tío más hipocondríaco del mundo. Y a medida que la otra añadía consejos técnicos, él cambiaba de color. La piel se le puso amarilla, dejó el vaso y empezó a rascarse la cara. Bueno, farfulló. En realidad. Miraba a Rosa con ojos desorbitados que iban de ella a la puerta, como si temiera ver aparecer allí a un mensaka con kilo y medio de pastillas y una Gillette. Tampoco, apuntó al fin con voz temblorosa, es para tanto. Joder. Entonces Rosa se lo quedó mirando, callada al fin, los ojos llenos de guasa y desprecio. Y yo pensé: ojalá nunca me mire así una mujer. Esa mirada sí que es una razón para suicidarte.

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