Authors: Miguel De Unamuno
Fácil es también que salga diciendo alguno que hay en este libro pasajes escabrosos, o, si se quiere, pornográficos; pero ya don Miguel ha tenido buen cuidado de hacerme decir a mí algo al respecto en el curso de esta
nivol
a. Y
está dispuesto a protestar de esa imputación y a sostener que las crudezas que aquí puedan hallarse ni llevan intención de halagar apetitos de la carne pecadora, ni tienen otro objeto que de ser punto de arranque imaginativo para otras consideraciones.
Su repulsión a toda forma de pornografía es bien conocida de cuantos le conocen. Y no sólo por las corrientes razones morales, sino porque estima que la preocupación libidinosa es lo que más estraga la inteligencia. Los escritores pornográficos, o simplemente eróticos, le parecen los menos inteligentes, los más pobres de ingenio, los más tontos, en fin. Le he oído decir que de los tres vicios de la clásica terna de ellos: las mujeres, el juego y el vino, los dos primeros estropean más la mente que el tercero. Y conste que don Miguel no bebe más que agua. «A un borracho se le puede hablar —me decía una vez— y hasta dice cosas, pero ¿quién resiste la conversación de un jugador o un mujeriego? No hay por debajo de ella sino la de un aficionado a toros, colmo y copete de la estupidez.»
No me extraña a mí, por otra parte, este consorcio de lo erótico con lo metafísico, pues creo saber que nuestros pueblos empezaron siendo, como sus literaturas nos lo muestran, guerreros y religiosos para pasar más tarde a eróticos y metafísicos. El culto a la mujer coincidió con el culto a las sutilezas conceptistas. En el albor espiritual de nuestros pueblos, en efecto, en la Edad Media, la sociedad bárbara sentía la exaltación religiosa y aun mística y la guerra —la espada lleva cruz en el puño—; pero la mujer ocupaba muy poco y muy secundario lugar en su imaginación, y las ideas estrictamente filosóficas dormitaban, envueltas en teología, en los claustros conventuales. Lo erótico y lo metafísico se desarrollan a la par. La religión es guerrera; la metafísica es erótica o voluptuosa.
Es la religiosidad lo que le hace al hombre ser belicoso o combativo, o bien es la combatividad la que le hace religioso, y por otro lado es el instinto metafísico, la curiosidad de saber lo que no nos importa, el pecado original, en fin, lo que le hace sensual al hombre, o bien es la sensualidad la que, como a Eva, le despierta el instinto metafísico, el ansia de conocer la ciencia del bien y del mal. Y luego hay la mística, una metafísica de la religión que nace de la sensualidad de la combatividad.
Bien sabía esto aquella cortesana ateniense Teodota, de que Jenofonte nos cuenta en sus
Recuerdos
la conversación que con Sócrates tuvo, y que proponía al filósofo, encantada de su modo de investigar, o más de partear la verdad, que se convirtiera en celestino de ella y le ayudase a cazar amigos.
(Synthérates,
con-cazador, dice el texto, según don Miguel, profesor de griego, que es a quien debo esta interesantísima y tan reveladora noticia.) Y en toda aquella interesantísima conversación entre Teodota, la cortesana, y Sócrates, el filósofo partero, se ve bien claro el íntimo parentesco que hay entre ambos oficios, y cómo la filosofía es en grande y buena parte lenocinio y el lenocinio es también filosofía.
Y si todo esto no es así como digo, no se me negará al menos que es ingenioso, y basta.
No se me oculta, por otra parte, que no estará conforme con esa mi distinción entre religión y belicosidad de un lado y filosofía y erótica de otro mi querido maestro don Fulgencio Entrambosmares del Aquilón, de quien don Miguel ha dado tan circunstanciada noticia en su novela o
nivola
Amor y pedagogía.
Presumo que el ilustre autor del
Ars
magna combinatoria
establecerá: una religión guerrera y una religión erótica, una metafísica guerrera y otra erótica, un erotismo religioso y un erotismo metafísico, un belicosismo metafísico y otro religioso y, por otra parte, una religión metafísica y una metafísica religiosa, un erotismo guerrero y un belicosismo erótico; todo esto aparte de la religión religiosa, la metafísica metafísica, el erotismo erótico y el belicosismo belicoso. Lo que hace dieciséis combinaciones binarias. ¡Y no digo nada de las ternarias del género: verbigracia, de una religión metafísico-erótica o de una metafísica guerrero-religiosa! Pero yo no tengo ni el inagotable ingenio combinatorio de don Fulgencio, ni menos el ímpetu confusionista a indefinicionista de don Miguel.
Mucho se me ocurre atañedero al inesperado final de este relato y a la versión que en él da don Miguel de la muerte de mi desgraciado amigo Augusto, versión que estimo errónea; pero no es cosa de que me ponga yo ahora aquí a discutir en este prólogo con mi prologado. Pero debo hacer constar en descargo de mi conciencia que estoy profundamente convencido de que Augusto Pérez, cumpliendo el propósito de suicidarse que me comunicó en la última entrevista, que con él tuve, se suicidó realmente y de hecho, y no sólo idealmente y de deseo. Creo tener pruebas fehacientes en apoyo de mi opinión; tantas y tales pruebas, que deja de ser opinión para llegar a conocimiento.
Y con esto acabo.
V
ÍCTOR
G
OTI
[1]
.
De buena gana discutiría aquí alguna de las afirmaciones de mi prologuista, Víctor Goti, pero como estoy en el secreto de su existencia —la de Goti—, prefiero dejarle la entera responsabilidad de lo que en ese su prólogo dice. Además, como fui yo quien le rogué que me lo escribiese, comprometiéndome de antemano —o sea
a priori—
a aceptarlo tal y como me lo diera, no es cosa ni de que lo rechace, ni siquiera de que me ponga a corregirlo y rectificarlo ahora a trasmano —o sea
a posteriori—.
Pero otra cosa es que deje pasar ciertas apreciaciones suyas sin alguna mía. ¡No sé hasta qué punto sea lícito hacer uso de confidencias vertidas en el seno de la más íntima amistad y llevar al público opiniones o apreciaciones que no las destinaba a él quien las profiriera. Y Goti ha cometido en su prólogo la indiscreción de publicar juicios míos que nunca tuve intención de que se hiciesen públicos. O por lo menos nunca quise que se publicaran con la crudeza con que en privado los exponía.
Y respecto a su afirmación de que el desgraciado... Aunque, desgraciado, ¿por qué? Bien; supongamos que lo hubiese sido. Su afirmación, digo, de que el desgraciado, o lo que fuese, Augusto Pérez se suicidó y no murió como yo cuento su muerte, es decir, por mi libérrimo albedrío y decisión, es cosa que me hace sonreír. Opiniones hay, en efecto, que no merecen sino una sonrisa. Y debe andarse mi amigo y prologuista Goti con mucho tiento en discutir así mis decis.iones, porque si me fastidia mucho acabaré por hacer con él lo que con su amigo Pérez hice, y es que le dejaré morir o le mataré a guisa de médico. Los cuales ya saben mis lectores que se mueven en este dilema: o dejan morir al enfermo por miedo a matarle, o le matan por miedo de que se les muera. Y así yo soy capaz de matar a Goti si veo que se me va a morir, o de dejarle morir si temo haber de matarle.
Y no quiero prolongar más este post-prólogo, que es lo bastante para darle la alternativa a mi amigo Víctor Goti, a quien agradezco su trabajo.
M. DE U.
La primera edición de esta mi obra —¿mía sólo?— apareció en 1914 en la Biblioteca «Renacimiento», a la que luego se la han llevado la trampa y los tramposos. Parece que hay otra segunda, de 1928, pero de ella no tengo nás que noticia bibliográfica. No la he visto, sin que sea le extrañar, pues en ese tiempo se encontraba la dictadura en el poder y yo desterrado, para no acatarla, en Hendaya. En 1914, al habérseme echado —más bien desenjauladole mi primera rectoría de la Universidad de Salamanca, entré en una nueva vida con la erupción de la guerra de las laciones que sacudió a nuestra España, aunque esta no beligerante. Dividiónos a los españoles en germanófilos y antigermanófilos —aliadófilos si se quiere—, más según nuestros temperamentos que según los motivos de la guerra. Fue la ocasión que nos marcó el curso de nuestra ulterior historia hasta llegar a la supuesta revolución de 1931, al suicidio de la monarquía borbónica. Es cuando me sentí envuelto en la niebla histórica de nuestra España, de nuestra Europa y hasta de nuestro universo humano.
Ahora, al ofrecérseme en 1935 coyuntura de reeditar mi NIEBLA, la he revisado, y al revisarla la he rehecho íntimamente, la he vuelto a hacer; la he revivido en mí. Que el pasado revive; revive el recuerdo y se rehace. Es una obra nueva para mí, como lo será, de seguro, para aquellos de mis lectores que la hayan leído y la vuelvan a leer de nuevo. Que me relean al releerla. Pensé un momento si hacerla de nuevo, renovarla; pero sería otra... ¿Otra? Cuando aquel mi Augusto Pérez de hace veintiún años —tenía yo entonces cincuenta— se me presentó en sueños creyendo yo haberle finado y pensando, arrepentido, resucitarle, me preguntó si creía yo posible resucitar a don Quijote, y al contestarle que ¡imposible!: «Pues en el mismo caso estamos todos los demás antes de ficción», me arguyó, y al yo replicarle: «¿Y si te vuelvo a soñar?», él: «No se sueña dos veces el mismo sueño. Ese que usted vuelve a soñar y crea soy yo será otro...» ¿Otro? ¡Cómo me ha perseguido y me persigue ese otro! Basta ver mi tragedia
El otro.
Y en cuanto a la posibilidad de resucitar a don Quijote, creo haber resucitado al de Cervantes y creo que le resucitan todos los que le contemplan y le oyen. No los eruditos, por supuesto, ni los cervantistas. Resucitan al héroe como al Cristo los cristianos siguiendo a Pablo de Tarso. Que así es la historia, o sea la leyenda. Ni hay otra resurrección.
¿Ente de ficción? ¿Ente de realidad? De realidad de ficción, que es ficción de realidad. Cuando una vez sorprendí a mi hijo Pepe, casi niño entonces, dibujando un muñeco y diciéndose: «¡Soy de carne, soy de carne, no pintado!», palabras que ponía en el muñeco, reviví mi niñez, me rehíce y casi me espanté. Fue una aparición espiritual. Y hace poco mi nieto Miguelín me preguntaba si el gato Félix —el de los cuentos para niños— era de carne. Quería decir vivo. Y al insinuarle yo que cuento, sueño o mentira, me replicó: «¿Pero sueño de carne?» Hay aquí toda una metafísica. O una metahistoria.
Pensé también continuar la biografía de mi Augusto Pérez, contar su vida en el otro mundo, en la otra vida. Pero el otro mundo y la otra vida están dentro de este mundo y de esta vida. Hay la biografía y la historia universal de un personaje cualquiera, sea de los que llamamos históricos o de los literarios o de ficción. Ocurrióseme un momento hacerle escribir a mi Augusto una autobiografía en que me rectificara y contase cómo él se soñó a sí mismo. Y dar así a este relato dos conclusiones diferentes —acaso a dos columnas— para que el lector escogiese. Pero el lector no resiste esto, no tolera que se le saque de su sueño y se le sumerja en el sueño del sueño, en la terrible conciencia de la conciencia, que es el congojoso problema. No quiere que le arranquen la ilusión de realidad. Se cuenta de un predicador rural que describía la pasión de Nuestro Señor y al oír llorar a moco tendido a las beatas campesinas exclamó: «No lloréis así, que esto fue hace más de diecinueve siglos, y además acaso no sucedió así como os lo cuento...» Y en otros casos debe decir al oyente: «acaso sucedió...».
He oído también contar de un arquitecto arqueólogo que pretendía derribar una basílica del siglo X, y no restaurarla, sino hacerla de nuevo como debió haber sido hecha y no como se hizo. Conforme a un plano de aquella época que pretendía haber encontrado. Conforme al proyecto del arquitecto del siglo X. ¿Plano? Desconocía que las basílicas se han hecho a sí mismas saltando por encima de los planos, llevando las manos de los edificadores. También de una novela, como de una epopeya o de un drama, se hace un plano; pero luego la novela, la epopeya o el drama se imponen al que se cree su autor. O se le imponen los agonistas, sus supuestas criaturas. Así se impusieron Luzbel y Satanás, primero, y Adán y Eva, después, a Jehová. ¡Y ésta sí que es nivola, u opopeya o trigedia! Así se me impuso Augusto Pérez. Y esta trigedia la vio, cuando apareció esta mi obra, entre sus críticos, Alejandro Plana, mi buen amigo catalán. Los demás se atuvieron, por pereza mental, a mi diabólica invención de la
nivola
.
Esta ocurrencia de llamarle nivola —ocurrencia que en rigor no es mía, como lo cuento en el texto— fue otra ingenua zorrería para intrigar a los críticos. Novela y tan novela como cualquiera otra que así sea. Es decir, que así se llame, pues aquí ser es llamarse. ¿Qué es eso de que ha pasado la época de las novelas? ¿O de los poemas épicos? Mientras vivan las novelas pasadas vivirá y revivirá la novela. La historia es resoñarla.
Antes de haberme puesto a soñar a Augusto Pérez y su nivola había resoñado la guerra carlista de que fui, en parte, testigo en mi niñez, y escribí mi
Paz en la guerra,
una novela histórica, o mejor historia anovelada, conforme a los preceptos académicos del género. A lo que se le llama realismo. Lo que viví a mis diez años lo volví a vivir, lo reviví, a mis treinta, al escribir esa novela. Y lo sigo reviviendo al vivir la historia actual, la que está de paso. De paso y de queda. Soñé después mi
Amor y pedagogía
-aparecido en 1902—, otra tragedia torturadora. A mí me torturó, por lo menos. Escribiéndola creí librarme de su tortura y trasladársela al lector. En esta NIEBLA volvió a aparecer aquel tragicómico y nebuloso nivolesco don Avito Carrascal que le decía a Augusto que sólo se aprende a vivir viviendo. Como a soñar soñando. Siguió, en 1905,
Vida de Don Quijote y Sancho, según Miguel de Cervantes Saavedra, explicada y comentada.
Pero no así, sino resoñada, revivida, rehecha. ¿Que mi don Quijote y mi Sancho no son los de Cervantes? ¿Y qué? Los don Quijotes y Sanchos vivos en la eternidad —que está dentro del tiempo y no fuera de él; toda la eternidad en todo el tiempo y toda ella en cada momento de este— no son exclusivamente de Cervantes ni míos, ni de ningún soñador que los sueñe, sino ue cada uno les hace revivir. Y creo por mi parte que don Quijote me ha revelado íntimos secretos suyos que no reveló a Cervantes, especialmente de su amor a Aldonza Lorenzo. En 1913, antes que mi NIEBLA, aparecieron las novelas cortas que reuní bajo el título de una de ellas:
El espejo de la muerte.
Después de NIEBLA, en 1917, mi
Abel ánchez: una historia de pasión,
el más doloroso experimento que haya yo llevado a cabo al hundir mi bisturí en el más terrible tumor comunal de nuestra casta española. En 1921 di a luz mi novela
La tía Tula,
que últimamente ha hallado acogida y eco —gracias a las traducciones alemana, holandesa y sueca— en los círculos freudianos de la europa central. En 1927 apareció en Buenos Aires mi novela autobiográfica
Cómo se hace una novela,
que hizo que mi buen amigo el excelente crítico Eduardo Gómez de Baquero,
andrenio
,
agudo y todo comó era, cayera en otro lazo como el de la nivola, y manifestase que esperaba esribiese la novela de cómo se la hace. Por fin, en 1933, se ublicaron mi
San Manuel Bueno, mártir; y tres historias más.
Todo en la seguida del mismo sueño nebuloso.