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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (31 page)

BOOK: Morir a los 27
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—A Kesselman no le dejé yo —le recordó su mujer—, y lo sabes. Se fue a vivir a los Cayos de Florida con una paciente.

—Bien, ¿y qué te contó ese psiquiatra de las estrellas? ¡Soy todo oídos!

—Nada que tú no sepas ya —dijo Anita—. Que los
flash-backs
que provoca el LSD llegan sin avisar y pueden desencadenarse hasta un año después de haber ingerido la droga. Y que, en algunos casos, esas alucinaciones pueden instalarse en la mente de una persona de forma permanente.

—¡No digas tonterías! —protestó John.

—No son tonterías, los dos médicos con los que hablé me dijeron lo mismo. Se llama «trastorno perceptivo persistente». Eso significa que si un día se te va la mano con la dosis, tu viaje de ácido puede convertirse en un viaje sin retorno.

El tono melodramático empleado por Anita hizo reír al músico.

—Ya te gustaría a ti, librarte de tu maridito de manera tan contundente y expeditiva y quedarte con la poca pasta que tengo.

—¡No te burles de mí! —protestó la mujer—. El LSD provoca tolerancia. Eso significa que tendrás que ir aumentando la dosis y llegará un día en que… ¡Dios mío, no quiero ni pensarlo!

—¿Me quedaré como Syd Barret? ¿Es eso lo que temes? —dijo John, recuperando el tono burlón.

Tanto Anita como John habían hablado muchas veces del primer líder de Pink Floyd. Barret era un músico genial, que además de servir en bandeja a la banda sus primeros éxitos, había definido su personalidad sonora, extravagante y psicodélica. Lamentablemente, sus experimentos con las drogas consideradas contraculturales en los años sesenta, como el LSD, el peyote y la mescalina, habían provocado daños irreversibles en su cerebro y le habían reducido a la condición de esquizofrénico irrecuperable, de piltrafa mental. Pero su contribución al despegue musical de la banda fue tan crucial durante los primeros años que sus compañeros no le olvidaron jamás y le dedicaron temas tan célebres como
Brain Damage
o
Shine on you crazy diamond
.

—Lo único que trato de decirte —continuó Anita— es que no te tomes tan a la ligera el LSD. Lucy puede ser muy peligrosa. Casi tanto como yo —añadió en un vano intento de hacer sonreír a su pareja.

—¿Qué te hace suponer que me la tomo a la ligera?

—¡Me hiciste ingerir un ácido, sin decirme nada! —estalló la mujer—. ¡Y apenas me conocías por entonces!

—Precisamente, Ana —se defendió su marido—. Consideré que la mejor manera de que nos conociéramos era compartir un viaje.

—Aquello fue un acto tan…

—¿Romántico? —trató de anticipar John.

—No, fascista. ¡Fascista, John, no hay otra palabra! ¡Kesselman me contó que la CIA, en los años cincuenta, se dedicaba a administrar LSD en secreto a cobayas humanos para observar sus reacciones y desarrollar sus técnicas de control de la voluntad humana! ¡Igual que hiciste tú!

—¡Ana, por favor, estás llevando las cosas a un punto que…

—¡Déjame terminar! —gritó la mujer—. Lo llamaron proyecto MK-Ultra, y experimentaban con soldados rasos del ejército y con presidiarios. Después empezaron con agentes de la propia CIA (uno de ellos tuvo un viaje tan espeluznante que se suicidó), y terminaron administrándole la droga a proxenetas, prostitutas e indigentes.

John trató de cambiar de táctica.

—De acuerdo —dijo—, te colé un ácido en el café, como si fuera un terrón de azúcar. ¿Cuántas veces te he pedido perdón por aquello? En cambio tú jamás has reconocido que esa experiencia fue una de las más fecundas e inolvidables de nuestra vida.

Se produjo un largo silencio por ambas partes. La evocación de aquella mágica noche lisérgica trajo tal cantidad de recuerdos y emociones a la pareja que, durante más de un minuto, ninguno de los dos fue capaz de articular palabra. John se dio cuenta de pronto de que su mujer estaba llorando. Pero sus lágrimas no eran ni de felicidad ni de pesadumbre; se trataba más bien de una reacción nerviosa, de un desahogo emocional debido a la intensidad de los recuerdos que acababa de revivir. John se acercó entonces a Anita y la abrazó durante largo rato. Los sollozos fueron remitiendo y a los diez minutos de comunicación silenciosa empezaron a brotar las primeras palabras de diálogo entre ellos. Poco a poco, las frases breves y espaciadas se hicieron más frecuentes y prolijas, hasta que la conversación cobró la fuerza de un torrente. John y Anita se encontraron de repente recordando los mejores momentos de la noche de su primer ácido, como si fueran dos buenos aficionados al cine comentando una película que les hubiera marcado de por vida.

—¿Te acuerdas de cuando las paredes de la habitación en la que estábamos empezaron a agitarse, como si fueran arenas movedizas, y a respirar? —preguntó Anita.

—Sí, y de que al principio te asustaste tanto que querías salir a la calle y pedir a gritos una ambulancia. Y yo te convencí de que no lo hicieras, aunque te tuve que dar dos Orfidales.

—A partir de ahí, la cosa cambió completamente —prosiguió ella—. El calmante me ayudó a disfrutar de las visiones, a perderles el miedo. Y lo que fue fundamental para mí fue la música.
Lucy in the Sky with Diamonds
hizo que se me saltaran las lágrimas. ¡Veía salir de los altavoces una serie de anillos blanquecinos de energía espiritual, que llegaban hasta mis oídos y me purificaban!

—Eso era el humo de la barrita de incienso que habíamos encendido, tonta —le aclaró John.

—No, te juro que era la música. Yo creo que es el recuerdo de ese momento lo que ha hecho que ahora se me saltaran las lágrimas.

—En cambio yo no recuerdo la música —dijo él—, pero sí la televisión. Aquella noche había un especial sobre las elecciones y nos partimos de risa durante un buen rato.

—¡Y eso que las visiones que tuvimos eran potencialmente terroríficas!

—Ya lo creo —afirmó John—. Había un locutor mayor, no recuerdo su nombre, que hacía cosas horribles con los ojos. Varias veces aparecieron grietas en su cara, e incluso pude ver su calavera.

Anita estalló en una carcajada al recordar aquel momento.

—A mí me dio tal ataque de risa —continuó la mujer—, que te contagié mi estado de ánimo y lo empezaste a ver todo como una secuela de
Scary Movie
, ¿te acuerdas?

—Sí —dijo John—. Todo se convirtió en una mezcla de película de terror de serie B y cuadro de Salvador de Dalí. ¿Y qué me dices de la chica que presentaba junto al locutor mayor? ¡Pasaba de tener treinta años a tener sesenta en cuestión de segundos! ¡Después volvía a rejuvenecer y envejecía más todavía!

¡Y nos hacía gracia! Luego a ti te dio por llamar a Graciela y la tuviste hora y media al teléfono.

—Fue el único momento en que te perdí la pista —recordó Anita—. ¿Qué hiciste durante aquel rato?

—Me tumbé en la cama y nada más cerrar los ojos empecé a ver criaturas asombrosas (parecían salidas de
El señor de los anillos
), que me dieron la bienvenida a su civilización. Era un universo extraño, gobernado por el LSD, en el que yo ejercía las funciones de guía espiritual. Me pedían consejo sobre algunas cuestiones, pero también me asesoraban a mí sobre cómo tenía que comportarme en mi mundo. De vez en cuando, trataban de asustarme, y cuando yo les suplicaba que no lo hicieran, me explicaban que todo era una broma y que debía aceptar que también existía humor en su universo. Tres niños similares a los de
La flauta mágica
de Mozart me informaron luego de que en el país del LSD, todos los inventos y hallazgos que nosotros nos afanamos por descubrir, ellos ya los conocían desde tiempo inmemorial; pero que aunque yo los hubiera invitado a hacerlos realidad en mi mundo, tal cosa no hubiera sido posible debido a la codicia y la ruindad moral en la que vivíamos. Por último, el más pequeño de los tres me dio una especie de consigna, mitad orden, mitad consejo.

»"John —me dijo—, ama a Anita y al resto del mundo." Fue un momento tan sublime que no había podido ponerlo en palabras hasta ahora. Aquello me cambió por dentro.

—¿En qué sentido? —preguntó su mujer.

—No sé explicarlo —respondió John—. Es como si desde aquel día tuviera otra visión del mundo. Todas las cosas, hasta las más horribles, tienen para mí desde entonces su belleza intrínseca y eso es algo que ya nada ni nadie podrá cambiar. ¿De verdad quieres que renuncie al LSD?

45

Anita

Mientras esperaban a la viuda de Winston en el Penthouse del ME —la mujer había pedido permiso a los policías para dejar las cenizas de su marido en la habitación del hotel—, Perdomo y Villanueva acordaron reforzar las medidas para detener a Ivo. El inspector aprovechó también para relatarle a su ayudante cómo se había desarrollado la persecución del búlgaro.

—Supongo —dijo Villanueva cuando su jefe terminó su relato— que te estás preguntando lo mismo que yo: ¿qué cojones hace el búlgaro todavía en Madrid? Sabe que está en busca y captura y que le estamos pisando los talones. Yo, si fuera él, me habría largado, como mínimo, de la ciudad.

—Ese cabrón es muy, muy listo —le recordó Perdomo, masajeándose la pierna, que empezaba a dolerle cada vez más—. Tal vez no se ha movido de aquí porque… eso es precisamente lo que nosotros esperábamos que hiciera.

—¿Crees que puede estar implicado en el asesinato de Winston? —le preguntó su colega—. Estaba en el concierto la noche en que lo mataron, y ahora nos lo cruzamos en plena plaza de Santa Ana, donde está el hotel de la viuda.

—No creas que no lo he pensado —admitió Perdomo—, pero no tiene móvil. ¿Por qué querría matar Ivo a John Winston? Y sobre todo, ¿por qué con el revólver de Chapman? Pero no vamos a correr riesgos: llama a Jefatura y que vigilen a la viuda las veinticuatro horas del día. Sólo faltaría que, después de cargarse al marido, liquidasen a la mujer.

Hubo un breve silencio y luego Villanueva comentó:

—Está rica, ¿eh?

—¿Te refieres a la viuda? Sí, es muy atractiva.

A Perdomo siempre le ponían nervioso los comentarios de contenido sexual de su ayudante. Tenía la sospecha de que no eran sinceros, sino que los hacía ante la galería, para tratar de ofrecer una imagen más viril entre sus compañeros.

—La he oído hablar sólo dos minutos —continuó Villanueva—, pero ¡cómo me pone esa voz! ¡Parece una actriz de doblaje!

Anita les interrumpió de repente.

—Caballeros —anunció—, ya estoy con ustedes.

Su expresión fúnebre de hacía unos minutos se había desvanecido por completo. Ahora asomaba a sus labios un conato de sonrisa, que los dos policías atribuyeron al hecho de que la mujer los había escuchado hablar sobre ella. Perdomo se vio forzado a hacer una aclaración:

—Mi compañero me decía que tiene una voz muy bonita, señora. ¿Es usted cantante?

La incipiente sonrisa se desplegó en todo su esplendor.

—No —dijo Anita—, aunque John siempre me animaba a que me sumara a los coros en sus discos. Decía que si Yoko lo hacía con Lennon, yo no podía ser menos. Tengo la voz grave y eso, al parecer, gusta mucho a los hombres. Pero el otorrino de mi marido nos contó el año pasado que cada vez hay más voces como la mía. Según parece, en la segunda mitad del siglo xx el registro medio de la voz femenina descendió un semitono.

—¿Y eso por qué? —preguntó Villanueva, como si la cuestión le afectase personalmente.

—No está claro —respondió la viuda—. A medida que la mujer ha ido ganando terreno en la sociedad, ha tratado de imitar comportamientos masculinos, y eso incluye hablar más grave, como para imponer respeto. Pero también se trata de una evolución física: debido a las mejoras en la alimentación, las mujeres de ahora son más altas y eso quiere decir cuerdas vocales más largas, que dan como resultado voces más graves.

Los dos policías intercambiaron una mirada de admiración hacia la mujer y Perdomo comenzó el interrogatorio.

—Lo primero que quiero que sepa —anunció— es que uno de los tres músicos de la banda ha desaparecido. Me refiero al batería, Charlie Moon. ¿Se ha puesto en contacto con usted?

—No.

—¿Y no es raro —preguntó Villanueva— que no haya acudido a la ceremonia de cremación? Tengo entendido que sentía un gran afecto por su marido.

—En efecto, es muy extraño. ¿Creen que puede haberle ocurrido algo?

En el preciso instante en que Anita terminó de formular la pregunta, sonó el teléfono móvil de Villanueva. Los hombres de la UDEV acababan de localizar a Charlie Moon en un hotel barato cerca del aeropuerto. El subinspector se levantó inmediatamente para ir a interrogar al tercer músico y dejó a la viuda de Winston en las hábiles manos de Perdomo.

—Señora —comenzó a decir el inspector en cuanto Villanueva los dejó solos—, he de comunicarle un hecho que nos ha dejado boquiabiertos y del que hemos tenido noticia hace muy pocas horas. La policía de Estados Unidos nos ha informado de que el revólver con el que asesinaron a su esposo es el mismo con el que mataron a Lennon.

La mujer se puso pálida al escuchar la información.

—Dios mío, ¡pero eso es terrible!

—Este dato es altamente confidencial y le ruego que no lo divulgue —le advirtió el inspector—. Si se producen falsas confesiones, es la única herramienta de la que disponemos para descartar sospechosos.

—Entiendo —dijo ella, en actitud responsable.

—Como sabe —continuó Perdomo—, el propio asesino de John Lennon, en prisión desde 1980, se ha declarado autor de los disparos en televisión. Como no está muy bien de la cabeza, pensábamos que era un delirio, hasta que hemos identificado el arma homicida. Como se imaginará…

—¿Pero eso cómo puede ser posible? —se indignó Anita—. ¿Es que ese hombre disfruta de permisos para salir de la cárcel?

—Chapman no ha salido nunca del correccional de Attica, señora —le explicó el inspector—. El FBI está investigando en estos momentos si se puso en contacto con alguien del exterior para que asesinara en su nombre. Mató a Lennon porque quería ser alguien y, ¿quién sabe?, ahora podría haber ordenado el asesinato de su marido para volver a ser importante.

—¡Es horrible! —dijo la mujer tragando saliva. Luego, al ver a un camarero, le hizo una seña con el dedo para que se acercase y le pidió un Bloody Mary.

—Señora Winston —dijo Perdomo—, ¿existía algún tipo de relación entre el señor Winston y Chapman?

—Ninguna en absoluto —declaró la viuda, con rotundidad. Y luego, como si se hubiera arrepentido de haber contestado con tanta precipitación, permaneció unos segundos en silencio, haciendo memoria, sólo para terminar confirmando su aseveración inicial—: No, nunca, en ningún momento.

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