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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (19 page)

BOOK: Morir a los 27
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—Pueden ir poniéndose la bata y los patucos —les dijo la enfermera, al tiempo que les hacía entrega del material sanitario.

El inspector se sentó en la única silla que quedaba libre y probó a colocarse también el gorro de plástico verde en la cabeza, para comprobar si le cabía.

Villanueva sonrió al verle con aquel engendro en la cabeza y le animó a que se lo quitara, con un gesto de desaprobación.

—Se te pone cara de señora —le dijo en voz baja—, es mejor que te deshagas de él.

El hecho de que hubiera varias personas en la sala les restaba libertad para hablar entre ellos, por lo que prefirieron aguardar a que terminara la visita para intercambiarse información.

Perdomo se dedicó entonces a observar a las personas que no habían podido pasar al interior en el primer turno y le molestó comprobar que eran todas de extracción social baja. Mil detalles delataban su origen humilde, desde las manos poco cuidadas y llenas de grietas de las mujeres hasta los zapatos baratos y gastados de los hombres.

«¿Es que a los ricos nunca les pasa nada?», se preguntó indignado.

Transcurrieron varios minutos durante los que no ocurrió gran cosa. De vez en cuando, la cortina blanca de la UCI se agitaba al paso de algún médico que entraba y salía de la zona crítica y Perdomo intentaba averiguar, por su semblante, si el paciente al que estaba tratando se salvaría o no.

Villanueva se acercó de nuevo aburrido hasta la silla de Perdomo y le susurró al oído:

—¿No deberíamos hablar con el jefe de servicio? Te lo digo porque son ya las ocho menos diez y a lo mejor luego no tenemos oportunidad.

Perdomo asintió con la cabeza y ante las miradas de desaprobación del resto de los familiares, que pensaban que estaban intentando colarse, los dos policías pasaron al interior de la UCI para localizar al intensivista. Lo encontraron sentado frente a un ordenador, en una especie de cuartito de guardia, de dimensiones tan reducidas que Perdomo conjeturó que aquello sólo podía ser un armario para productos de limpieza, reconvertido.

El acto de enseñarle la placa tuvo el efecto de poner en pie de un salto al jefe de servicio.

—Supongo que vienen a interesarse por el agente de policía que ingresó esta madrugada, ¿no? —dijo solícito.

—¿Cómo está? —preguntó ansioso Perdomo. Se sentía culpable. Al fin y al cabo, él le había dado la orden a Charley para que subiera hasta lo más alto del Bernabéu, desde donde se había despeñado.

—Las buenas noticias son que no se aprecian secuelas cerebrales, a pesar de que el impacto contra el suelo debió de ser brutal —les informó el doctor—. Está consciente, aunque muy sedado, y recuerda perfectamente quién es y cómo se llama, por lo que también podemos descartar una amnesia de origen traumático. Las malas noticias consisten en que no podrá volver a caminar.

—¿Está seguro? —preguntó, angustiado, Perdomo.

—Completamente —confirmó el médico—. La duda no estriba en si podrá andar o no de nuevo (eso está, al menos a día de hoy, totalmente descartado) sino en si podrá funcionar sexualmente o no. Hay pacientes que quedan parapléjicos de cintura para abajo que no están afectados en ese aspecto y otros que sí.

—¿Y cuál es su pronóstico en ese sentido? —quiso saber el inspector.

El médico se encogió de hombros, como dando entender que no se animaba a emitir un veredicto.

—¡Sólo veintiocho años y ya está condenado a pasar el resto de su vida en una silla de ruedas! —exclamó Villanueva desolado.

—No necesariamente —afirmó el doctor, al tiempo que giraba la pantalla del PC, para que pudieran verla los dos policías.

Lo que contemplaron fue una foto de un hombre caminando con la ayuda de un extraño bastidor de metal, a medio camino entre el exoesqueleto de un crustáceo y el traje blindado de Iros May.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Perdomo, muerto de curiosidad—. ¿Un traje para andar por la Luna?

—Tecnología israelí para caminar por medios mecánicos —les aclaró el doctor—. Pero no es para que los astronautas puedan pasear por la Luna, sino para que los parapléjicos lo hagan por la tierra. La casualidad ha hecho que estuviera consultando el informe cuando han entrado. El invento se llama ReWalk y consta, como pueden ver, de dos soportes motorizados para las piernas, sensores en el cuerpo, una mochila con una caja de control computerizada y unas baterías recargables.

—Pero el sujeto de la fotografía va con muletas —objetó Villanueva.

—Sólo son para mantener el equilibrio. Lo cierto es que el tipo no anda, sino que es andado, si me permiten la expresión, por ReWalk. Los parapléjicos no sólo recobran el movimiento, aunque sea de modo artificial, sino también la dignidad. Con esto pueden caminar erguidos y dejar de mirar a sus semejantes de abajo arriba, con todos los sentimientos de inferioridad y desvalimiento que eso implica.

—Es brillante —afirmó Villanueva.

—Como decía la zarzuela —apostilló el intensivista—, «hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad».

La novia del agente Charley y los padres de éste se asomaron a la garita del médico para despedirse del jefe de la UCI.

—¿Cuándo lo pasan a planta? —preguntó la novia. Estaba muy pálida y seria, pero no mostraba signos de haber llorado.

—Mucho antes de lo que yo quisiera —respondió el médico—. Aún me gustaría mantenerlo en observación unos días y practicarle algunos tests, pero me presionan para que deje camas libres. Mañana o pasado tendrá una habitación para él solo.

—¿Y cuándo podrá hablar? —preguntaron los padres.

—En cuanto le retiremos la sedación, no se preocupen.

El médico se dio cuenta de que la imagen del falso astronauta estaba aún en el ordenador y trató de ocultarla con su cuerpo, para no recordar a la familia la parálisis permanente del joven policía, que aún no se le había comunicado ni al propio paciente.

En cuanto los familiares de Charley abandonaron la UCI, Perdomo y Villanueva fueron conducidos por el jefe de servicio hasta la cama donde estaba postrado el paciente. Le habían colocado un aparatoso vendaje en la cabeza y un collarín para las cervicales, y tenía escayoladas las dos piernas y el brazo derecho. Su aspecto era lastimoso, pero aún más deprimente era verle rodeado de pacientes —en su mayoría ancianos— que se debatían entre la vida y la muerte, conectados a aparatos de ventilación mecánica, cánulas endotraqueales, equipos de hemofiltración para los ríñones, monitores cardiovasculares, tubos nasogástricos, bombas de succión, drenajes y catéteres de todo tipo. Charley había vuelto a cerrar los ojos y se estaba dejando mecer por la morfina, creyendo que las visitas habían terminado, de modo que cuando el intensivista le cogió la única mano que le quedaba sana, se sobresaltó tanto que sus pulsaciones pasaron de setenta a ciento veinte en pocos segundos.

¡TIT-TIT-TIT!, empezó a dispararse el monitor cardíaco al que estaba conectado, pero el médico no pareció alarmarse, de modo que los policías se relajaron.

—Carlos —le dijo el doctor—, han venido tus jefes a verte. Cuánta gente hoy, ¿eh? ¡A este paso, mañana nos montas un guateque en la UCI!

El joven policía trató de sonreír, al ver a Perdomo y a Villanueva, pero su gesto se quedó en una mueca débil, como si no tuviera ya energía ni para hacer aquel pequeño movimiento. Luego, sacando fuerzas de flaqueza, se llevó muy lentamente la mano a la sien para saludar a su jefe al estilo militar.

—Les dejo a solas —anunció el médico, y se alejó rápidamente para atender otros quehaceres.

—No queremos molestarte demasiado —dijo Perdomo—. Ya vendremos a verte con más tiempo cuando te pasen a planta. Sólo queremos que nos respondas a dos preguntas, ¿de acuerdo?

Charley hizo el gesto del pulgar hacia arriba, para indicarles que estaba en condiciones de afrontar aquel pequeño interrogatorio.

—Anoche, en el concierto, estaba lloviendo, así que los del Samur dicen que pudiste haberte resbalado. ¿Resbalaste o te empujaron?

Charley abrió la palma de la mano y la llevó hacia delante, para indicar que le habían arrojado al vacío.

Un paciente de la cama de al lado emitió un leve gemido. Luego, sólo se escuchó el lúgubre jadeo del respirador artificial al que estaba conectado y los bips de su monitor cardíaco.

Perdomo tragó saliva y se dispuso a hacer la siguiente pregunta:

—¿Quién te empujó? ¿Lograste verle la cara?

El agente Charley alzó, en un movimiento que parecía de cámara lenta, el brazo que le quedaba sano y, acercándoselo a la boca, extendió el dedo índice para señalarse una imaginaria y dorada dentadura.

26

For trie benefit of Mr. Chapman

—¡Voy a agarrar a ese búlgaro hijo de puta aunque sea la última cosa que haga en mi vida! —exclamó Perdomo, una vez que él y Villanueva estuvieron fuera de la UCI.

Se sentía tan furioso e impotente que a punto estuvo de patear una papelera que había en el pasillo del hospital, haciendo rodar todo su contenido por el suelo. Pero si algo diferenciaba a Perdomo de otros inspectores de la UDEV era su capacidad de autocontrol, que le hizo desistir rápidamente de aquel desahogo en público. Villanueva trató de calmarle:

—Con el número de efectivos que han puesto los jefazos a resolver el caso, yo no me preocuparía, Raúl. Ivo va a caer más pronto que tarde. Nosotros lo que tenemos que hacer es concentrarnos en atrapar al asesino de Winston, porque cada hora que pasa la opinión pública internacional está más nerviosa. No sé si has visto que varios diarios británicos han solicitado que la justicia española se inhiba en la investigación y que Londres envíe a Madrid a un equipo de Scotland Yard para que se haga cargo del caso.

A Perdomo la idea le pareció tan ridicula que en vez de soliviantarle le hizo sonreír.

—¡Jodíos ingleses! —exclamó—. ¡Primero que atrapen ellos a Jack el Destripador, que lleva suelto más de un siglo, y entonces podrán venir a darnos lecciones de eficacia!

—Kurtz ha cantado —le informó Villanueva—. Me pasé a verle mientras tú estabas con la periodista y le pregunté por lo de la CNN. Incurrió en tantas contradicciones que al final le saqué la verdad. Me dijo que vendió la exclusiva para pagar el tratamiento de su mujer, enferma de cáncer.

—No me preocupa, de momento, pero conviene no perderle de vista —dijo Perdomo—. El hecho de que su mujer esté enferma de cáncer no le convierte a él en mejor persona.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el subinspector, sacando un cigarrillo y llevándoselo ansiosamente a la boca.

Villanueva era un fumador empedernido y para él los treinta minutos que había permanecido en el hospital sin poder entregarse a su vicio favorito habían sido casi tan traumáticos como contemplar al agente Charley en su lecho del dolor.

—No tengo ni idea —admitió Perdomo mientras trataba de poner en orden su cabeza—. No he dormido y no puedo pensar bien si tengo sueño. ¿No puedes esperar a encender eso a que estemos fuera del recinto? —le reprochó a su subordinado—. Sólo faltaría que nos llamasen la atención por fumar en un sitio público.

Perdomo siempre se había preguntado cómo podía conservar aún Villanueva aquella voz tan aguda —los más malvados en la UDEV le habían puesto de mote el Eunuco— con la cantidad de cigarrillos que consumía a diario. Lo lógico hubiera sido que hablara como Tom Waits.

—Hagamos balance —dijo el inspector— de lo que hemos conseguido hasta ahora. Tenemos un camarero mentiroso al que pienso interrogar en cuanto duerma un par de horas.

—¿De qué estás hablando?

—Vengo de la autopsia de Winston. La forense, Tania…

—Una gran profesional —interrumpió, con sorna, Villanueva.

Perdomo se puso a la defensiva. El subinspector conocía todos los detalles de su antigua relación con ella y podía llegar a tocar hasta su fibra más sensible. Quizá precisamente por eso, Villanueva no insistió en sus indirectas y se limitó a preguntar:

—¿Qué te ha dicho la forense?

—Lo vi con mis propios ojos: el estómago de Winston estaba lleno de comida turca, recién ingerida. ¿Para qué demonios iba entonces a pedir un sandwich, como nos dijo el camarero?

En esos momentos Perdomo recordó que había apagado el teléfono móvil al entrar en la UCI, obedeciendo la normativa del hospital. Cuando lo sacó del bolsillo tenía veinte llamadas perdidas, de las cuales diez eran de Amanda Torres.

—¿Qué querrá ahora esta loca? —se preguntó en voz alta, mientras revisaba también los SMS. En uno de ellos, firmado por la periodista musical, ponía: «¿Has visto las noticias de las 8?».

Mientras se subía al coche, le explicó a Villanueva:

—Esta mujer debería haber estudiado publicidad y marketing, en vez de periodismo. Siempre se las arregla para dejarme intrigado con alguna cuestión, como esos creativos que lanzan campañas-incógnita. Anda, pon la radio, a ver si nos enteramos de algo.

El subinspector hizo un barrido por las principales emisoras de FM, que estaban emitiendo música en su mayoría, hasta llegar a una de todo noticias.

… y como les hemos informado al comienzo de este boletín —dijo una locutora con ligero acento canario— Mark David Chapman, el hombre que acabó a tiros con la vida de John Lennon, y que permanece en prisión desde diciembre de 1980, acaba de declararse autor del asesinato de John Winston, ocurrido la pasada madrugada en Madrid. Chapman realizó esta extraordinaria afirmación en el transcurso de una entrevista concedida a la veterana periodista de la cadena ABC, Barbara Walters, que ya le había entrevistado en anteriores ocasiones. El asesino de Lennon explicó, ante las cámaras de televisión, que lleva varios años recibiendo cursos por correspondencia en el Instituto Monroe, una institución radicada en Virginia especializada en desdoblamiento corporal y viajes astrales. Chapman contó a su entrevistadora que, en una de sus salidas extra-corpóreas de la cárcel, logró convencer a un joven ex marine, cuyo nombre no ha querido revelar, para que acabara con la vida de Winston con el mismo revólver con el que hace treinta años abatió a tiros al ex Beatle.

—¡Putos
freaks
! —exclamó Villanueva—. Y putos medios de comunicación, que les siguen la corriente y hacen que sus majaderías sean escuchadas por cientos de millones de personas.

Perdomo guardó silencio. Por más que la noticia fuera aparentemente descabellada, apuntaba en una dirección que había señalado Amanda hacía sólo unas pocas horas. Ella había sido la primera en establecer un paralelismo entre la muerte de Lennon y la de Winston. Ahora el propio asesino de Lennon se hacía responsable del homicidio. Al inspector le faltó tiempo para devolver la llamada a Amanda, que citó al inspector en su casa, entusiasmada por volver a tener protagonismo en el caso.

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