—¿Cuántos desean regresar a Santo Domingo? —inquirió al fin.
Apenas se alzaron tres manos.
—¿Y a Europa?
Sólo una.
La alemana chasqueó la lengua y se rascó el mentón como si la magnitud del problema superase su capacidad de decisión.
—Me enorgullece que prefieran no abandonar el barco —dijo—. Pero dudo que podamos pasarnos la vida navegando sin rumbo ni provecho.
—A este lado del océano hay todo un mundo por explorar —señaló el Capitán Salado en lo que parecía un esfuerzo inaudito por su parte—. ¡Explorémoslo!
—¿Con qué fin?
—¡Ya se verá! Podemos encontrar oro, perlas, especias, «palo-brasil»… ¡Tantas cosas!
—Pero no tenemos permiso de los Reyes. Cuanto hiciéramos sería considerado rebelión… O lo que es aún peor: piratería.
—¿Y qué somos ahora más que rebeldes y piratas a los ojos de todos? —inquirió el converso.
—No lo soy a mis ojos —protestó ella.
—Pero nos ahorcarían de igual modo… —Don Luis de Torres hizo un amplio gesto a su alrededor—. ¿Qué sería de la mayoría de nosotros si volviéramos a poner el pie en Santo Domingo? Lo más probable es que, pronto o tarde, alguien nos señalase con el dedo acusándonos de haber navegado a bordo de un barco proscrito, y eso significaría el patíbulo o la cárcel. No me parece justo —concluyó.
—Tal vez en Europa…
—¡Nadie quiere volver a Europa!
Doña Mariana Montenegro
se volvió al canario.
—¿Tampoco tú?
—Mi opinión no cuenta —le recordó éste—. Aunque debo admitir que no me atrae la idea de dejar un mundo que he aprendido a conocer, para volver a cuidar cabras. —Sonrió con un orgullo casi infantil—. ¿Sabías que hablo todas las lenguas indígenas? —inquirió.
—No —admitió ella—. No lo sabía, aunque tampoco me extraña —recorrió de nuevo con la vista los ansiosos rostros que la observaban, y por último añadió—: De momento, lo primero que tenemos que hacer es devolver a Yakaré al lago Maracaibo… Ha demostrado ser un valiente guerrero que nos ha sido de gran ayuda y debemos cumplir lo prometido. Una vez allí, decidiremos qué es lo más conveniente. —Se puso en pie, dando por concluida la reunión—. ¿Alguien tiene algo más que decir? —Como nadie hiciera comentario alguno, se volvió al Capitán Moisés Salado—. En ese caso, capitán, levamos anclas al amanecer.
Ni el
Dragón
era el
Milagro
, ni el piloto Justo Velloso el Capitán Moisés Salado, por lo que no resultó sorprendente que a poco de alejarse de las costas de La Española, la vetusta nao flamenca que seguía ofreciendo demasiada obra muerta en relación con su calado, comenzara a ser desplazada lateralmente por la corriente, lo que le obligó a demorar en exceso sin que nadie a bordo fuera capaz de advertir que el rumbo sur que les hubiese llevado directamente a la entrada del lago Maracaibo cambiara de forma tan imperceptible que acabaron por encontrarse inmersos en el dédalo de bellísimos islotes de «Los Roques de Venezuela», donde no embarrancaron una oscurísima noche por pura casualidad.
Cuando la primera luz del día les permitió descubrir que navegaban por el centro de un canal que a menos de una milla por ambas bandas presentaba bajíos de arena que se hubiesen convertido en una mortífera trampa para un casco tan frágil como el que les sustentaba, el Capitán León de Luna no sólo montó en cólera ante la manifiesta incompetencia de su tripulación, sino que advirtió que una vez más su fobia al mar se convertía en pánico, pues pese a que hubiese atravesado cinco veces el «Océano Tenebroso», continuaba siendo básicamente un hombre de tierra adentro que jamás consintió en aprender a nadar.
Por su parte, Justo Velloso no se explicaba qué demonios hacían allí aquellos islotes ya que, según Alonso de Ojeda, no existía ningún obstáculo entre Santo Domingo y el golfo de Venezuela, lo que le obligó a abrigar por primera vez la sospecha de que aquella gigantesca y maloliente cáscara de nuez navegaba más según los dictados de su capricho que las órdenes del timón.
—Empiezo a entender por qué su anterior dueño aceptó un precio tan bajo —masculló, indignado—. Nos vendieron una mula que no obedece al ronzal.
—¿Y de qué os sirve la brújula? —inquirió el furioso vizconde con marcada intención.
—De poco por estas latitudes, señor —fue la sincera respuesta—. Al atravesar el océano llega un momento en que «nordestea», y no conozco a nadie capaz de decidir cuándo marca exactamente el Norte y cuándo no.
—¿Y la Polar?
—Hace casi una semana que no se ve una puta estrella.
—¿Y qué hacemos ahora?
—Salir de aquí como Dios nos dé a entender, y buscar «Tierra Firme». No os preocupéis. Si ese lago existe, pronto o tarde daremos con él.
No era, desde luego, una respuesta muy profesional para un marino, pero era, eso sí, la más lógica en un marino de principios del siglo XVI que vivía consciente de que navegaba por mares desconocidos de los que no existía aún «derrotero» alguno, y en los que cuando menos se lo esperase podía hacer su aparición ante la proa una inmensa isla o una pléyade de islotes totalmente inadvertidos por sus predecesores.
—Tal vez lo más prudente fuera mantenerse al pairo en cuanto cae la noche —aventuró poco después el Capitán De Luna—. Nos evitaríamos desagradables sorpresas.
—¿Con una nave que demora tan fácilmente…? —le hizo notar el peludo y maloliente hombrecillo—. Sería aún peor, porque si en un momento dado nos viéramos en peligro, careceríamos de capacidad de maniobra. Sin velamen, estaríamos ya en ese bajío.
—¡Odio el mar!
—¡Pues queda mar para rato! —Fue el mordaz comentario del
Turco
Garrote—. Y el hecho de que la suerte nos haya sido tan propicia en este lance, me inclina a creer que los hados están de nuestra parte. Es como haber pasado por el ojo de una aguja sin proponérselo.
No bastaban sin embargo las palabras para reconfortar al atribulado vizconde de Teguise, que regresó una vez más a ocultar su frustración en el inmenso lecho en el que aún dormía su amante.
—Le obligaré a beber plomo derretido —masculló mascando su ira—. ¡Le arrancaré la piel, los ojos y las uñas, y tendrá la más larga agonía que haya tenido jamás mujer alguna…! ¡Lo que me está haciendo pasar la muy hija de la gran puta!
La astuta Fermina Constante se limitó a desperezarse como una gata en celo, tomarle suavemente por la nuca e inclinarle la cabeza hasta encajársela entre los firmes muslos, pues sabía que beber en aquella tibia y olorosa fuente era el único medio que tenía el vizconde de apagar por el momento su sed de venganza, tumbándose luego a lanzar de tanto en tanto un alarido de supuesto placer, mientras rumiaba absorta su cada vez mejor elaborado plan de acción.
Hacía ya más de un mes que no tenía la regla, y consciente de que en eso había sido siempre puntual, al tiempo que advertía una anormal rigidez en los pechos y unas angustias matutinas que no cabía atribuir al balanceo de la nave, comenzaba a abrigar la sospecha de que alguno de sus furtivos escarceos con los miembros de la tripulación había dado un inesperado fruto; fruto que estaba absolutamente decidida a apuntar en la cuenta de un amante oficial al que tal vez no disgustaría la idea de contar con un hermoso «heredero».
Lo que comenzara como simple contrato laboral por el período de tiempo que durase la travesía, podía convertirse gracias a ello en prometedor futuro como madre de pequeño vizconde, y en la calculadora cabecita de la desvergonzada prostituta se iba abriendo paso la idea de que tal vez el mejor negocio de su vida sería convertirse en cariñosa, fiel y desprendida enamorada.
Adoptó por tanto el papel de sumisa y recatada damisela pendiente de cada capricho de su dueño, sacó del baúl de los recuerdos todos aquellos trucos que reservara en exclusiva a sus rufianes, y fingió con la «sinceridad» con que tan sólo una experimentada profesional podía fingir, que estaba descubriendo en brazos del valiente Capitán de Luna, lo que en verdad significaba el auténtico amor.
Rechazó los regalos y se «olvidó» de reclamar el salario prometido; transformó su mirada de ávida urraca en otra de rendida gacela deslumbrada, y consiguió con ello que un hombre cuya virilidad había sido duramente maltratada, recuperara poco a poco la confianza en su capacidad de seducir a una mujer por golfa que pudiera haber sido en el pasado.
Baltasar Garrote fue quizás el primero en captar la auténtica razón de la naturaleza del cambio de actitud de Fermina Constante, pero como le habían contratado para combatir enemigos a mandobles, y no para ejercer de consejero sentimental, se limitó a observar las hábiles maniobras de la intrigante ramerilla con la socarronería propia de quien se sabe por encima de semejantes mendacidades.
Y es que en el fondo
El Turco
despreciaba a su jefe por más que le demostrara una inquebrantable fidelidad, al igual que en su día despreciara al lloriqueante Rey de Granada, que no supo morir con dignidad al frente de sus tropas, optando por una existencia miserable en un oscuro exilio.
Misógino impenitente, silencioso enamorado años atrás de una de las favoritas de Boabdil que jamás se dignó dirigirle siquiera una mirada, Baltasar Garrote disfrutaba con su papel de eterno espectador que ve pasar ante sus ojos vidas ajenas con el ácido humor de quien ha sabido burlarse hasta la saciedad de su propia existencia.
Por ello, le divertía en cierto modo convertirse en privilegiado testigo de un enredo de imprevisibles consecuencias, consciente, además, de que permitir que Fermina jugara a ser decente, repercutía a la larga en beneficio de todos.
Se limitaba, pues, a sonreír cuando llegaban a sus oídos fingidos lamentos de placer, y se hacía el idiota al escuchar palabras de cariño que sonaban a falso a cien leguas de distancia.
—Salgamos de este estúpido atolladero —se limitó a señalarle al peludo piloto—. Y busquemos cuanto antes ese maldito lago o corremos el riesgo de perder a nuestro querido Capitán de un ataque apopléjico. Tanta ira y tanto coño no pueden ser buenos para la salud de nadie.
Esa noche fondearon a sotavento de Cayo Grande, y con el nuevo día reemprendieron la marcha por mar abierto hasta que apareció ante la proa una alta cadena de montañas a cuyos pies se abría una estrecha Franja de verde y lujuriante costa en la que se alternaban las blancas playas con tupidos manglares de siniestra apariencia.
—Nadie habló nunca de montañas cerca del golfo de Venezuela —se lamentó una vez más el Capitán De Luna—. ¿Se puede saber dónde diablos estamos?
—Supongo que al este del lago… —Fue la tímida respuesta del «Piloto de Derrota».
—¿Al este del lago…? ¡Vaya por Dios! ¿Cuánto al Este?
—Si se alejan las nubes podré calcularlo con una cierta seguridad —replicó el otro, con manifiesta acritud—. Tened presente que hasta el momento únicamente Don Juan de la Cosa y Don Alonso de Ojeda han visitado, que yo sepa, estas costas. Y ninguno de ellos quiso dejar constancia escrita de sus descubrimientos. —Hundió los dedos en aquella espesa selva habitada que era su mugrienta barba—. A veces incluso llego a dudar que exista tal «Pequeña Venecia» y tal lago Maracaibo —masculló—. ¿Quién nos asegura que no se trata de invenciones de ese enano matachín que Dios confunda?
—Ese «enano matachín» puede ser muchas cosas —le hizo notar el vizconde—. Pero no mentiroso. Le conozco bien, pues no en vano soy el único que ha sido capaz de vencerle en duelo.
—Lo sé —admitió Justo Velloso—. Vuestra «hazaña» fue famosa en su tiempo, aunque si he de seros sincero, no acabo de aceptar que el hecho de dejar a alguien subido en un taburete signifique vencerle…
—Señaló la aún lejana costa—. ¿Busco una ensenada en la que fondear o preferís pasar la noche aquí?
—Buscad una ensenada —fue la cortante orden—. Tal vez consigamos establecer contacto con los indígenas.
Lo establecieron, desde luego, pero significó tanto como no hacerlo, pues los desnudos pescadores que se aproximaron recelosos al navío hablaban un extraño idioma que nadie a bordo lograba descifrar, y cuantas preguntas se le hicieron sobre «Cobinacoa» o el gran lago fueron respondidas con silenciosas miradas de estupor por quienes se mostraban más interesados en admirar las extrañas indumentarias y las relucientes armas de los recién llegados, que en responder a sus estúpidas demandas.
—Tengo la impresión de que esta gente es aún más lerda que los primitivos guanches de Tenerife —se enfureció el De Luna—. No entienden nada.
—Tampoco nosotros entendemos lo que pretenden decirnos —señaló no sin cierta intención Baltasar Garrote—. Y no por eso me considero imbécil. Creo que nos hubiera resultado mucho más útil un buen intérprete que tanto soldado ocioso.
—Dudo que exista un intérprete capaz de entender a estos salvajes —puntualizó Velloso—. Los sonidos que emiten nada tiene que ver con los de los nativos de La Española.
Los primitivísimos pescadores pertenecían, en efecto, a una rama costera de la tribu de los caracas que habitan en los altos valles del interior y cuyo lenguaje podría considerarse mucho más ligado al de sus brutales vecinos, los caribes del Este, que a los pacíficos haitianos del Norte, por lo que no se equivocaba el «piloto» al considerar que hasta el presente ningún europeo había tenido oportunidad de estudiar un idioma que resultaba tan complejo y sencillo al propio tiempo.
Por suerte para él, el cielo se mostró esa noche excepcionalmente despejado, permitiéndole realizar a gusto cálculos y mediciones que le reafirmaron en su impresión de que las traidoras corrientes le habían desviado al Este de su rumbo, visto lo cual el ansiado lago debía encontrarse aproximadamente donde él había supuesto en un principio: al oeste de aquella altiva cadena de montañas.
Una semana más tarde bordeaban por tanto la desértica costa de la península de Paraguana, pasaban, sin distinguirlos, ante los restos del destrozado
São Bento
y penetraban en el amplio y tranquilo golfo de Venezuela dos días más tarde de lo que lo hiciera el
Milagro
llegando en dirección opuesta.
La fortuna se había aliado con el capitán al desviarle en un principio de su ruta, pues tal vez de otra forma su lento e ingobernable navío jamás hubiera podido aproximarse ni de lejos al veloz y agilísimo
Milagro
.
Ahora navegaba cansinamente hacia el estrecho paso que separa el golfo de Venezuela del lago Maracaibo sin sospechar siquiera que tras dejar en su poblado a un Yakaré cargado de regalos, el navío de
Doña Mariana Montenegro
se deslizaba por las caldeadas aguas del lago rumbo a mar abierto, lo que le abocaba a enfrentarse a él en las mejores condiciones que el vizconde de Teguise hubiera podido imaginar en sus más locas fantasías.