Durante aquellos años, Paola había mantenido su palabra y no había criticado, por lo menos en presencia de los niños, el cristianismo ni religión alguna. Por lo tanto, cualquier antipatía hacia la religión o cualesquiera ideas que pudieran haber inducido a Chiara a observar un «comportamiento perturbador» no habían sido provocadas por algo que hubiera dicho Paola, por lo menos, abiertamente.
Los dos se volvieron al oír abrirse la puerta del apartamento, pero era Raffi, no Chiara, el que entraba.
—
Ciao, mamma
—gritó mientras iba a su cuarto a dejar los libros—.
Ciao, papà.
—Poco después, entraba en la cocina. El chico se inclinó para dar un beso a su madre, y Brunetti, que estaba sentado, vio a su hijo desde un ángulo nuevo, y lo vio más alto.
Raffi levantó la tapadera de la sartén y, al ver lo que había debajo, dio otro beso a su madre.
—Me muero de hambre,
mamma.
¿Cuándo se come?
—En cuanto llegue tu hermana —dijo Paola volviéndose hacia el fogón para bajar el gas del agua que ya hervía.
Raffi se subió el puño para mirar el reloj.
—Ya sabes que siempre es puntual. Llegará dentro de siete minutos, ¿por qué no echas ya la pasta? —Alargó la mano hacia la mesa y rompió el celofán de un paquete de
grissini.
Se puso entre los dientes tres bastoncitos y, como un conejo que mordisqueara tres briznas de hierba, los fue royendo hasta hacerlos desaparecer. Sacó otros tres y repitió el proceso.
—Vamos,
mamma,
estoy desfallecido, y esta tarde tengo que ir a casa de Massimo a estudiar Física.
Paola puso en la mesa una fuente de berenjena frita, asintió con repentina conformidad y empezó a echar las cintas de pasta fresca en el agua hirviendo.
Brunetti sacó la
pagella
del sobre y la dio a Raffaele.
—¿Tú sabes algo de esto?
Hasta hacía un par de años, al dejar atrás lo que sus padres llamaban su «período de Karl Marx», las notas de Raffi no habían adquirido la indefectible perfección que tenían las de su hermana desde que había empezado a ir a la escuela, pero, incluso en los tiempos de los peores desastres académicos de aquel período, Raffi nunca había sentido más que orgullo por los éxitos escolares de su hermana.
Miró la hoja de arriba abajo y la devolvió a su padre sin decir nada.
—¿Qué dices? —preguntó Brunetti.
—Perturbadora, ¿eh? —fue su única respuesta.
Paola, que removía la pasta, dio unos sonoros golpes al borde de la olla.
—¿Tú sabes algo de esto? —insistió Brunetti.
—Pues, en realidad, no —dijo Raffi, remiso a explicar lo que supiera. Como sus padres callaran, agregó, pesaroso—: Mamá se pondrá furiosa.
—¿Por qué? —preguntó Paola con forzada ligereza.
—Por… —Interrumpió a Raffi el sonido de la llave de Chiara en la cerradura.
—Ah, ahí llega la culpable —dijo Raffi sirviéndose un vaso de agua mineral.
Los tres espiaron cómo Chiara colgaba la chaqueta del perchero, dejaba caer los libros, los recogía y ponía en una silla y se acercaba por el pasillo. La niña se paró en la puerta de la cocina:
—¿Se ha muerto alguien? —preguntó sin asomo de ironía en la voz.
Paola se agachó y sacó un escurridor del armario. Lo puso en el fregadero y vació la olla en él. Chiara seguía en la puerta.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Mientras Paola echaba la pasta y después la salsa en una fuente honda, Brunetti explicó:
—Han llegado tus notas.
A Chiara se le alargó la cara.
—Oh —fue todo lo que pudo decir. Pasó junto a Brunetti y se sentó a la mesa.
Empezando por Raffi, Paola sirvió cuatro grandes platos de pasta y luego les ayudó a rallar el
parmigiano,
que distribuyó con liberalidad. Ella empezó a comer. Los demás la imitaron.
Una vez su plato vacío, Chiara lo presentó a su madre, para repetir, y preguntó:
—Religión, ¿no?
—Sí. Una nota muy baja —dijo Paola.
—¿Cómo de baja?
—Tres.
Chiara a duras penas pudo reprimir una mueca.
—¿Sabes por qué es tan baja la nota? —preguntó Brunetti poniendo las mano, sobre el plato vacío, para indicar a Paola que no quería más.
Chiara atacó su segunda ración de pasta, mientras Paola vaciaba la fuente en el plato de Raffi.
—Pues, no; no lo sé.
—¿No estudias? —preguntó Paola.
—No hay nada que estudiar —dijo Chiara—. Sólo esa tontería del catecismo. Eso te lo aprendes en una tarde.
—¿Entonces? —preguntó Brunetti.
Raffi tomó un panecillo del cesto que estaba en el centro de la mesa, lo partió por la mitad y empezó a rebañar el plato.
—¿Es el padre Luciano? —preguntó.
Chiara asintió y dejó el tenedor. Miró a los fogones, para ver qué más había.
—¿Tú conoces a ese padre Luciano? —preguntó Brunetti a Raffi.
El chico puso los ojos en blanco.
—Oh, Dios, ¿quién no lo conoce? —Y a su hermana—: ¿Alguna vez te has confesado con él, Chiara?
Ella movió la cabeza enérgicamente de derecha a izquierda, pero no dijo nada.
Paola se levantó de la mesa y retiró los platos de la pasta. Abrió el horno y sacó una fuente de chuletas a la milanesa, puso unas cuñas de limón en el borde de la fuente y la dejó en la mesa. Mientras Brunetti tomaba dos chuletas, Paola se sirvió berenjena sin decir nada.
En vista de que Paola se mantenía al margen, Brunetti preguntó a Raffi:
—¿Qué tal confiesa?
—Oh, es fabuloso con los niños —dijo Raffi sirviéndose dos chuletas.
—¿Fabuloso en qué sentido? —preguntó Brunetti.
En vez de contestar, Raffi lanzó una rápida mirada a Chiara. Sus padres vieron que ella denegaba con la cabeza casi imperceptiblemente y luego concentraba la atención en el almuerzo.
Brunetti dejó el tenedor. Chiara no levantó la cabeza, y Raffi miró a Paola, que seguía callada.
—Vamos a ver —dijo Brunetti en un tono más seco del que le hubiera gustado oírse—. ¿Se puede saber qué pasa aquí y qué es lo que no se nos puede decir de este padre Luciano?
Miró de Raffi, que rehuyó su mirada, a Chiara y le sorprendió verla sonrojada.
Suavizando la voz, preguntó:
—Chiara, ¿puede decirnos Raffi qué es lo que sabe?
Ella asintió, pero no levantó la cabeza.
Raffi, imitando a su padre, también dejó el tenedor, pero luego sonrió:
—Tampoco es tan grave, papá.
Brunetti no dijo nada. Paola seguía muda.
—Es lo que dice durante la confesión. Cuando te confiesas de las cosas del sexo. —Aquí se interrumpió.
—¿Las cosas del sexo? —repitió Brunetti.
—Ya sabes, papá, las cosas que se hacen.
Brunetti lo sabía.
—¿Y qué les dice el padre Luciano? —preguntó.
—Hace que se las describan. Bueno, que le hablen de todo eso, ¿comprendes? —Raffi hizo un ruido con la garganta, entre risa y gruñido, y luego calló.
Brunetti miró a Chiara y observó que estaba más colorada que antes.
—Comprendo —dijo Brunetti.
—En realidad, es bastante penoso —dijo Raffi.
—¿Te lo ha pedido a ti? —preguntó Brunetti.
—Oh, no. Hace años que dejé de ir a confesarme. Pero no se lo pide a los chicos sino sólo a las chicas.
—¿Eso es todo lo que hace? —preguntó Brunetti.
—Eso es todo lo que yo sé, papá. Yo lo tenía en clase de Religión hace unos cuatro años, y lo único que nos pedía era que le recitáramos el catecismo de memoria. Pero a las chicas les decía cosas curiosas; no curiosas curiosas sino curiosas raras. —Mirando a su hermana preguntó—: ¿Aún las dice?
Ella se encogió de hombros.
—¿Te las dice a ti, Chiara? —preguntó Brunetti.
Ella movió negativamente la cabeza.
—¿Y a alguien que conozcas?
Otra negativa silenciosa.
—¿Alguien quiere otra chuleta? —preguntó Paola con voz perfectamente natural. Se oyó un gruñido y dos cabezas se movieron a derecha e izquierda. Considerándolo respuesta suficiente, ella se llevó la bandeja. Comieron las
puntarelle
en un silencio roto sólo por el tintineo de los tenedores en los platos. Paola pensaba darles de postre sólo fruta, pero abrió un paquete que tenía en la encimera y sacó un pesado pastel, bien cargado de fruta fresca y relleno de nata, que pensaba llevar aquella tarde a la universidad, para después de la reunión mensual con sus compañeros de facultad.
—Chiara, tesoro, ¿pones los platos? —preguntó sacando de un cajón un ancho cuchillo de plata.
Las porciones que Paola cortó —observó Brunetti— eran lo bastante grandes como para catapultarlos a todos a un coma diabético, pero la dulzura del pastel, y el café y luego la charla acerca del no menos dulce primer día de auténtica primavera bastaron para devolver cierta tranquilidad a la familia. Después, Paola dijo que fregaría los platos y Brunetti decidió leer el diario. Chiara se escabulló a su habitación y Raffi se fue a casa de su amigo, a estudiar Física. Ni Brunetti ni Paola dijeron más acerca del tema, pero los dos sabían que no habían terminado con el padre Luciano.
Brunetti también se llevó el abrigo después del almuerzo, pero se lo puso sobre los hombros y, mientras caminaba de vuelta a la
questura,
satisfecho y reconfortado después del copioso almuerzo, saboreaba con fruición el aire tibio. Tenía la sensación de que el traje le estaba un poco estrecho, pero prefirió atribuirla a que el calor le hacía notar el peso de la lana. Además, todo el mundo engordaba un kilo o dos durante el invierno; probablemente, hasta era saludable: aumentaba las defensas contra las enfermedades.
Cuando empezaba a bajar del puente de Rialto, vio que un 82 llegaba al embarcadero situado a su derecha y, sin pensarlo, echó a correr y saltó a bordo cuando ya el
vaporetto
empezaba a separarse del muelle, poniendo proa al centro del Gran Canal. Brunetti fue hacia la derecha de la embarcación, pero se quedó en cubierta, disfrutando de la brisa y de la luz que cabrilleaba en el agua. Vio acercarse por la derecha la Via Tiepolo y miró hacia el interior, buscando la barandilla de su terraza, pero antes de que pudiera distinguirla ya había quedado atrás, y él volvió su atención al Canal.
Brunetti se había preguntado más de una vez cómo habría sido la vida en los tiempos de la Serenísima República, por ejemplo, esta travesía, en una embarcación a remo, en silencio, sin motores ni bocinas, un silencio roto únicamente por el
«Ouie»
de los gondoleros y el golpe de los remos en el agua. Cómo habían cambiado las cosas: hoy los comerciantes, para comunicarse, usaban el odioso
telefonino
en lugar de aquellos galeones de velas latinas. El aire olía al bióxido de carbono y otras emanaciones del continente, que no había brisa marina capaz de disipar del todo. Lo único que no había cambiado con los siglos era la milenaria tradición de venalidad de la ciudad, y Brunetti se sentía incómodo al verse incapaz de decidir si esto le parecía bueno o malo.
Tenía intención de desembarcar en San Samuele y hacer a pie el largo trecho hasta San Marco, pero al pensar en las muchedumbres que el buen tiempo habría hecho salir a la calle, cambió de idea y siguió hasta San Zaccharia. Desde allí retrocedió hasta la
questura,
a donde llegó poco después de las tres, al parecer, antes que la mayoría de los policías de uniforme.
Al entrar en su despacho, descubrió que, durante la hora del almuerzo, los papeles se habían multiplicado —¿no sería que realmente procreaban?— encima de su mesa. Cumpliendo lo prometido, la
signorina
Elettra le había dejado la lista de los herederos de las personas de que
suor
Immacolata —rectificó: Maria Testa— le había hablado. También le daba las direcciones y los números de teléfono. Al repasar la lista, Brunetti descubrió que tres de ellos residían en Venecia. El cuarto vivía en Turín, y el último testamento indicaba los nombres de seis personas, ninguna de ellas residente en Venecia. En una nota mecanografiada al pie, la
signorina
Elettra decía que al día siguiente por la tarde tendría copias de los testamentos.
En un primer momento, Brunetti pensó en llamar por teléfono, pero luego se dijo que, por lo menos la primera vez, sería preferible llegar de improviso, sin anunciarse, por lo que se limitó a marcar las direcciones en su plano mental de la ciudad, trazando un itinerario para las visitas y guardar la lista en el bolsillo de la chaqueta. La experiencia había enseñado al comisario que, si bien el factor sorpresa tal vez no le ayudara a descubrir la culpabilidad o inocencia de las personas, solía inducir a la gente a decir la verdad.
Brunetti seguía leyendo inclinado hacia adelante, pero, a la segunda hoja, se arrellanó en el sillón y atrajo los papeles hacia sí. A los pocos minutos, el fárrago de la prosa, el calor del despacho y la digestión se combinaron para hacer que las manos le cayeran en el regazo y la barbilla, en el pecho. Al cabo de un rato, despertó sobresaltado por el sonido de una puerta que se cerraba bruscamente en el pasillo. Agitó la cabeza, se pasó las manos por la cara varias veces y deseó un café. Entonces levantó la cabeza y vio a Vianello en el vano de la puerta, la puerta que —ahora lo advertía Brunetti— había permanecido abierta durante su siesta.
—Buenas tardes, sargento —dijo, dedicando a Vianello la sonrisa del hombre que controla perfectamente a todo el personal de la
questura
—. ¿Qué sucede?
—Quedamos en que vendría a buscarlo, comisario. Son las cuatro menos cuarto.
—¿Tan tarde? —preguntó Brunetti mirando su reloj.
—Sí, señor. Subí hace un rato, pero estaba usted ocupado. —Vianello hizo una pausa, dejando que la frase calara y agregó—: Una de las ventajas de esto que hago es que te sientes bien y ágil.
Brunetti, que no sabía de qué le hablaba, iba a decir que todo lo que hacemos debería hacer que nos sintiéramos bien, pero entonces supuso que Vianello debía de referirse a la gimnasia y optó por no hacer comentario alguno.
—Y eso es bueno, porque ahora tengo mucha energía —prosiguió el sargento, pero, viendo que Brunetti se negaba a responder, dijo—: Fuera tengo la lancha, comisario.
Mientras bajaban la escalera de la
questura,
Brunetti preguntó:
—¿Ha hablado con Miotti?
—Sí, señor. Es lo que me figuraba.