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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

Memorias de Adriano (21 page)

BOOK: Memorias de Adriano
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Mis frecuentes estadías en Asia Menor me habían puesto en contacto con un pequeño grupo de hombres dedicados seriamente a las artes mágicas. Cada siglo tiene sus audacias; los espíritus más excelsos del nuestro, cansados de una filosofía que se va reduciendo a las declamaciones escolares, terminan por rondar esas fronteras prohibidas al hombre. En Tiro, Filón de Biblos me había revelado ciertos secretos de la antigua magia fenicia; me acompañó ahora a Antioquía. Numenio interpretaba tímidamente los mitos de Platón sobre la naturaleza del alma, pero sus ideas hubieran llevado lejos a un espíritu más osado que el suyo. Sus discípulos evocaban los demonios: aquello fue un juego como tantos otros. Extrañas figuras que parecían hechas con la médula misma de mis ensueños se me aparecieron en el humo del styrax, oscilaron, se fundieron, dejándome tan sólo la sensación de una semejanza con Un rostro conocido y viviente. Quizá todo aquello no pasaba de un simple truco de saltimbanqui; si lo era, el saltimbanqui conocía su oficio. Me puse a estudiar otra vez anatomía, como en mi juventud, pero ya no lo hacía para considerar la estructura del cuerpo. Habíase despertado en mi la curiosidad por esas regiones intermedias donde el alma y la carne se confunden, donde el sueño responde a la realidad y a veces se le adelanta, donde vida y muerte intercambian sus atributos y sus máscaras. Hermógenes, mi médico, desaprobaba esos experimentos, pero acabó haciéndome conocer a ciertos colegas que se ocupaban de esas cosas. A su lado traté de localizar el asiento del alma, de hallar los lazos que la atan al cuerpo, midiendo el tiempo que tarda en desprenderse de ellos. Algunos animales fueron sacrificados en esas investigaciones. El cirujano Sátiro me llevó a su clínica para que asistiera a la agonía de los moribundos. Soñábamos en voz alta: ¿Será el alma la culminación suprema del cuerpo, frágil manifestación del dolor y el placer de existir? ¿O bien, por el contrario, es más antigua que ese cuerpo modelado a su imagen y que le sirve bien o mal de instrumento momentáneo? ¿Es válido imaginarla en el interior de la carne, establecer entre ambas esa estrecha unión, esa combustión que llamamos vida? Si las almas poseen identidad propia, ¿pueden intercambiarse, ir de un ser a otro como el bocado de fruta, el trago de vino que dos amantes se pasan en un beso? Sobre estas cosas, todo estudioso cambia veinte veces por año de opinión; en mí el escepticismo luchaba con el deseo de saber, y el entusiasmo con la ironía. Pero estaba convencido de que nuestra inteligencia sólo deja filtrar hasta nosotros un magro residuo de los hechos; de más en más me interesaba el mundo oscuro de la sensación, negra noche donde fulguran y ruedan soles enceguecedores. En aquel entonces, Flegón, que coleccionaba historias de fantasmas, nos contó una noche la de la novia de Corinto, asegurándonos que era auténtica. Aquella aventura, en la que el amor devuelve un alma a la tierra y le da temporariamente un cuerpo, nos emocionó a todos, aunque de manera más o menos profunda. Muchos intentaron una experiencia análoga: Sátiro se esforzó por evocar a su maestro Aspasio, que había hecho con él uno de esos pactos jamás cumplidos por los cuales los que mueren prometen dar noticias a los vivientes. Antínoo me hizo una promesa del mismo género, que tomé a la ligera pues nada me llevaba a suponer que aquel niño no me sobreviviría. Filón se esforzó por hacer aparecer a su esposa muerta. Permití que se pronunciaran los nombres de mi padre y mi madre, pero una especie de pudor me impidió evocar a Plotina. Ninguna de esas tentativas tuvo éxito; pero habíamos abierto puertas extrañas.

Pocos días antes de partir de Antioquía, fui como antaño a sacrificar a la cima del monte Casio. La ascensión se cumplió de noche; como en el Etna, sólo llevé conmigo a un reducido número de amigos capaces de subir a pie firme. Mi objeto no era tan sólo cumplir un rito propiciatorio en aquel santuario más sagrado que otros; quería ver otra vez desde lo alto el fenómeno de la aurora, prodigio cotidiano que jamás he podido contemplar sin un secreto grito de alegría. Ya en la cumbre, el sol hace brillar los ornamentos de cobre del templo, y los rostros iluminados sonríen, cuando las llanuras asiáticas y el mar están todavía sumidos en la sombra; durante unos instantes, el hombre que ruega en el pináculo es el único beneficiario de la mañana. Preparóse lo necesario para el sacrificio, comenzamos a ascender a caballo, y luego a pie, las peligrosas sendas bordeadas de retama y lentiscos, que reconocíamos en plena noche por su perfume. El aire estaba pesado, la primavera ardía como en otras partes el verano. Por primera vez en la ascensión de una montaña me faltó el aliento; tuve que apoyarme un momento en el hombro del preferido. Una tormenta, prevista desde hacía rato por Hermógenes, entendido en meteorología, estalló a un centenar de pasos de la cumbre. Los sacerdotes salieron a recibirnos a la luz de los relámpagos; empapado hasta los huesos, el pequeño grupo se reunió junto al altar preparado para el sacrificio. En el momento de cumplirse, un rayo, estallando sobre nosotros, mató al mismo tiempo al victimario y a la víctima. Pasado el primer instante de horror, Hermógenes se inclinó con la curiosidad del médico sobre los fulminados; Chabrias y el sumo sacerdote lanzaban gritos de admiración: el hombre y el cervatillo sacrificados por aquella espada divina se unían a la eternidad de mi Genio: aquellas vidas sustituidas prolongaban la mía. Aferrado a mi brazo, Antínoo temblaba, no de terror como lo creía en ese momento, sino bajo la influencia de un pensamiento que comprendí más tarde. Espantado ante la idea de la decadencia, es decir de la vejez, había debido prometerse mucho tiempo atrás que moriría a la primera señal de declinación, y quizá antes. Hoy creo que esa promesa, que tantos nos hemos hecho sin cumplirla, remontaba en su caso a los primeros tiempos, a la época de Nicomedia y de nuestro encuentro al borde de la fuente. Ello explicaba su indolencia, su ardor en el placer, su tristeza, su total indiferencia a todo futuro. Pero hacía falta además que aquella partida no tuviera el aire de una rebelión y se cumpliera sin la menor queja. El rayo del monte Casio le mostraba una salida: la muerte podía convertirse en un supremo servir, un último don, el único que le quedaba. La iluminación de la aurora fue poca cosa al lado de la sonrisa que se alzó en aquel rostro conmovido. Días más tarde volví a ver esa sonrisa, pero más oculta, ambiguamente velada. Durante la cena, Polemón, que pretendía saber de quiromancia, quiso examinar la mano del joven, esa palma donde a mí mismo me asustaba una asombrosa caída de estrellas. El niño la retiró, cerrándola, con un gesto dulce y casi púdico. Quería guardar el secreto de su juego y el de su fin.

Hicimos alto en Jerusalén. Allí, sobre el terreno, estudié el proyecto de una nueva ciudad que tenía intención de construir en el emplazamiento de la ciudad judía arrasada por Tito. La buena administración de Judea y los progresos del comercio oriental requerían el desarrollo de una gran metrópolis en esa encrucijada de caminos. Imaginé la capital romana habitual: Elia Capitolina tendría sus templos, sus mercados, sus baños públicos, su santuario de Venus romana. Mis recientes preferencias por los cultos apasionados y sensibles mi indujo a elegir en el monte Moriah el emplazamiento de una gruta donde se celebrarían las Adonías. Estos proyectos indignaron a la población judía; aquellos desheredados preferían sus ruinas a una gran ciudad donde tendrían todas las ventajas del dinero, el saber y los placeres. Los obreros que daban los primeros golpes de zapa a los muros agrietados fueron molestados por la multitud. Seguí adelante: Fido Aquila, que más tarde había de aplicar su genio de organizador a la construcción de Antínoe, se puso al frente de las obras de Jerusalén. Me negué a advertir, en aquel montón de escombros, el rápido crecimiento del odio. Un mes más tarde llegamos a Pelusio, donde me ocupé de restaurar la tumba de Pompeyo. Cuanto más me sumía en los negocios del Oriente, más admiraba el genio político de aquel eterno vencido del gran Julio. A veces me parecía que el esforzarse por poner orden en aquel incierto mundo asiático. Pompeyo había sido más útil a Roma que el mismo César. Los trabajos de refección fueron una de mis últimas ofrendas a los muertos de la historia; bien pronto tendría que ocuparme de otras tumbas.

Nuestra llegada a Alejandría se cumplió discretamente. La entrada triunfal quedaba postergada hasta el arribo de la emperatriz. Habían persuadido a mi mujer, poco amiga de viajar, que pasara el invierno en el clima más suave de Egipto; Lucio, apenas repuesto de una tos pertinaz, debía probar el mismo remedio. Congregábase una flotilla de barcas para un viaje por el Nilo, cuyo programa incluía una serie de inspecciones oficiales, fiestas, banquetes, que prometían ser tan fatigosos como los de una temporada en el Palatino. Yo mismo había organizado todo aquello; el lujo, el prestigio de una corte, tenían su valor en aquel viejo país habituado a los fastos reales.

Pero mi mayor deseo era el de dedicar a la caza las semanas precedentes a la llegada de mis huéspedes. En Palmira, Melés Agripa nos había preparado excursiones en el desierto, pero nunca nos internamos lo suficiente como para encontrar leones. Dos años antes, África me había ofrecido algunas hermosas cacerías de fieras. Sabiéndolo demasiado joven e inexperto, no había permitido a Antínoo que figurara en primera línea. Por él yo era capaz de cobardías que jamás me hubiera consentido cuando se trataba de mí mismo. Ahora, cediendo como siempre, le prometí el papel principal en la caza del león. No podía seguir tratándolo como a un niño, y estaba orgulloso de su fuerza juvenil.

Partimos rumbo al oasis de Amón, a algunos días de marcha de Alejandría; aquel lugar era el mismo donde Alejandro había sabido, por boca de los sacerdotes, el secreto de su nacimiento divino. Los indígenas habían señalado en esos parajes la presencia de una fiera extraordinariamente peligrosa, que atacaba con frecuencia al hombre. Por la noche, en torno a las hogueras del campamento, comparábamos alegremente nuestras futuras hazañas con las de Hércules. Pero lo único que nos proporcionaron los primeros días fueron algunas gacelas. Por fin, Antínoo y yo decidimos apostarnos cerca de una charca arenosa cubierta de juncos. Decíase que el león acudía allí a beber a la caída de la noche. Los negros estaban encargados de encaminarlo hacia nosotros con gran algarabía de tambores, címbalos y gritos; el resto de nuestra escolta permanecía a cierta distancia. El aire estaba pesado y tranquilo; no valía la pena preocuparse por la dirección del viento. Apenas había transcurrido la hora décima, pues Antínoo me hizo ver en el estanque los nenúfares rojos que seguían abiertos. Súbitamente la bestia real apareció entre un frotar de juncos y volvió hacia nosotros su cara tan hermosa como terrible, una de las fisonomías más divinas que puede asumir el peligro. Situado algo atrás, no tuve tiempo de retener a Antínoo que, dando imprudentemente rienda suelta a su caballo, lanzó su pica y sus dos jabalinas con suma destreza, pero demasiado cerca de la fiera. Herido en el cuello, el león se desplomó batiendo el suelo con la cola; la arena removida nos permitía apenas entrever una masa rugiente y confusa. De pronto el león se enderezó, concentrando sus fuerzas para saltar sobre el caballo y el caballero desarmados. Yo había previsto el riesgo, y por fortuna el caballo de Antínoo no se movió; nuestras cabalgaduras habían sido admirablemente adiestradas para esos juegos. Interpuse mi caballo, exponiendo el flanco derecho. Estaba habituado a tales ejercicios, y no me resultó difícil rematar a la bestia herida ya de muerte. Desplomóse por segunda vez; el hocico se hundió en el limo, mientras un hilo de sangre negra se mezclaba con el agua. El enorme gato color de desierto, miel y sol, expiró con una majestad más que humana. Antínoo desmontó de su caballo cubierto de espuma, que todavía temblaba; nuestros camaradas se nos reunieron; los negros arrastraron hasta el campamento la enorme víctima muerta.

Improvisóse una especie de festín; tendido boca abajo frente a una bandeja de cobre, Antínoo distribuyó con sus propias manos las porciones de cordero cocido en la ceniza. Bebimos vino de palmera en su honor. Su exaltación subía como un canto. Acaso exageraba el alcance del auxilio que yo le había prestado, olvidando que hubiera hecho lo mismo por cualquier otro cazador en peligro; pero sin embargo nos sentíamos devueltos a ese mundo heroico donde los amantes mueren el uno por el otro. La gratitud y el orgullo alternaban en su alegría como las estrofas de una onda. Los negros trabajaron a maravilla; por la noche, la piel del león se balanceaba bajo las estrellas, suspendida de dos estacas en la entrada de mi tienda. A pesar de los perfumes derramados profusamente, su olor a fiera nos obsesionó toda la noche. Por la mañana, luego de comer fruta, abandonamos el campamento; en el momento de partir vimos en un foso los restos de la bestia real de la víspera: una osamenta roja envuelta en una nube de moscas.

Volvimos a Alejandría unos días después. El poeta Pancratés me honró con una fiesta en el Museo, en cuya sala de música había reunido una colección de instrumentos preciosos. Las viejas liras dóricas, más pesadas y menos complicadas que las nuestras, alternaban con las citaras curvas de Persia y Egipto, los caramillos frigios, agudos como voces de eunucos, y delicadas flautas indias cuyo nombre ignoro. Un etíope golpeó largamente sobre calabazas africanas. Una mujer cuya belleza algo fría me hubiera seducido, de no haber decidido simplificar mi vida reduciéndola a lo que para mí era esencial, tañó un arpa triangular de triste sonido. Mesomedés de Creta, mi músico favorito, acompañó en el órgano hidráulico la recitación de su poema La Esfinge, obra inquietante, sinuosa, huyente como la arena al viento. La sala de conciertos se abría a un patio interior; los nenúfares flotaban en el agua de su estanque, bajo el resplandor casi furioso de un atardecer a fines de agosto. Durante un intervalo, Pancratés nos hizo admirar de cerca aquellas flores de una variedad muy rara, rojas como sangre y que sólo florecen a fines del estío. Inmediatamente reconocimos nuestros nenúfares escarlatas del oasis de Amón. Pancratés se inflamó con la idea de la fiera herida expirando entre las flores. Me propuso versificar el episodio de caza; la sangre del león pasaría por haber teñido a los lirios acuáticos. La fórmula no era nueva, pero le encargué el poema. Pancratés, perfecto poeta cortesano, compuso de inmediato algunos agradables versos en honor de Antínoo: la rosa, el jacinto, la celidonia, eran sacrificadas a aquellas corolas de púrpura que llevarían desde entonces el nombre del preferido. Se ordenó a un esclavo que entrara en el estanque para recoger un ramo. Habituado a los homenajes, Antínoo aceptó gravemente las flores cerosas de tallos serpentinos y blandos, que se cerraron como párpados cuando cayó la noche.

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