Research Triangle Park — Bethesda, USA
Otoño de 1985
Cincuenta kilos de esperma de arenque
para atajar una tragedia
Aquello tenía todo el aspecto de un milagro. Desde que el cancerólogo Sam Broder había comenzado, en julio de 1985, a administrar el AZT a diecinueve enfermos de su hospital de Bethesda, Barbara pudo elegir el abrigo de visón prometido por su marido y reanudar su trabajo de enfermera. Por lo tanto, todas las esperanzas parecían fundadas. Pero en medicina no hay nada más ilusorio que un milagro. «La euforia legítima suscitada por aquellos comienzos prometedores no debía ocultarnos la realidad —reconoce el vicepresidente encargado de la investigación del laboratorio farmacéutico Wellcome—. Hacía demasiado tiempo que navegábamos en el mundo imprevisible de las enfermedades víricas para dejarnos engañar por aquel éxito, por muy espectacular que fuese». El doctor David Barry recordaba la aventura vivida durante su internado en Yale a propósito de la idoxuridina administrada a unos pacientes afectados por encefalitis víricas mortales. El bioquímico que había desarrollado esa sustancia la probó en tres enfermos. Como dos de ellos sobrevivieron, llegó a la conclusión, demasiado rápida, de que el producto era eficaz en el sesenta y seis por ciento de los casos. Sin embargo, no sólo resultó peligroso, sino que aceleró la muerte de varias personas. «El que había preconizado aquel tratamiento no estudió el mecanismo evolutivo de la enfermedad, ni tuvo en cuenta que cierto porcentaje de enfermos sobrevive siempre a su mal —explica David Barry—. Las reacciones inmunitarias de un individuo pueden variar de un día a otro sin que se sepa el porqué. Tal vez era eso lo que le ocurrió a Barbara. Afirmar que su aparente curación era debida a nuestro AZT hubiera sido confundir nuestros deseos con la realidad. Podía tratarse de una mejoría espontánea».
David Barry tenía muchas razones para ser circunspecto. La historia de la terapéutica abunda en fenómenos engañosos. En primer lugar, el famoso «efecto placebo» es el origen de progresos sorprendentes debidos solamente a la autosugestión. Un estado de ánimo mejor reactiva a menudo el apetito y provoca el despertar de las defensas inmunitarias; un despertar que puede atajar ciertas manifestaciones patológicas. El hecho de estar asociado a una prueba clínica en un entorno altamente especializado también puede ser un factor decisivo, porque los enfermos son entonces objeto de una vigilancia médica más intensa. ¿Cómo saber si esos diversos elementos habían tenido un papel en los resultados comprobados, y si era así, cuál había sido su papel? De todas maneras, aunque se hubiera podido demostrar la acción beneficiosa del AZT en la mayoría de los primeros enfermos tratados, esa primera experimentación en el hombre era demasiado limitada a la vez por la duración y por el número de participantes, para que se pudiera predecir si éstos iban a mantenerse. El virus, a la larga, podía mostrarse resistente al medicamento; y podían surgir efectos secundarios tras su utilización prolongada. «En resumen, el resultado obtenido al principio podía desaparecer en cualquier momento», dijo David Barry. Las falsas esperanzas puestas en otras sustancias, como el HPA-23 del Instituto Pasteur de París que tomó en vano el actor Rock Hudson, incitaría al equipo de Wellcome a redoblar su prudencia y su discreción. ¿Pero cómo esperar tal reserva por parte de los pacientes que se veían aparentemente salvados tras haber tomado el AZT?
Apenas regresó a Florida, el actor que unas semanas antes sólo podía caminar con muletas proclamó a voz en grito ante las cámaras de televisión que un medicamento acababa de curarle del sida. «Todas las personas afectadas deben tener el derecho de ser tratadas con el AZT», declaró el actor, rindiendo un vibrante homenaje al laboratorio que lo fabricaba. «Un diluvio de llamadas cayó inmediatamente sobre nuestra centralita telefónica», relata David Barry, que no dudó en responder él mismo a numerosos comunicantes. Algunos enfermos, cuya voz casi inaudible auguraba el próximo fin, reunían sus últimas fuerzas para suplicar que se les procurase el remedio. Algunos padres de drogados describían el suplicio de su hijo que sufría una toxoplasmosis cerebral que le dejaría ciego o loco. Unos activistas llamaban para protestar de que el AZT no estuviese ya en venta en los «drugstores». También hubo gentes que télefoneaban para anunciar: «Acabo de tener diarrea y transpiro mucho por la noche; si no se me da nada, creo que voy a morir. Envíenme urgentemente su medicamento». Una madre angustiada explicó que su hija de quince años acababa de perder la virginidad con un hombre que tenía fama «de hacer a pelo y a pluma» y que ella estaba convencida de haber atrapado el sida. Como había leído en la prensa que tomando el AZT se tenía la posibilidad de frenar la acción del virus, quería saber lo que tenía que hacer para recibir las dosis necesarias. Abogados de empresa y agentes de cine intervinieron en favor de sus clientes, entre los que figuraban políticos y actores a menudo conocidos. Ofrecían las sumas más absurdas y en ocasiones se comportaban muy desagradablemente. Algunos no vacilaban en amenazar a los dirigentes de Wellcome con perseguirles por la justicia «por denegación de auxilio a personas en peligro de muerte», o acabar con ellos si no se doblegaban a sus exigencias.
También hubo llamadas angustiosas de facultativos enfrentados con el horror de la enfermedad. David Barry no olvidará nunca la del doctor Durack, del centro clínico de la Duke University vecina. Aquel jovial padre de cuatro hijos imploraba que se le enviase el AZT para uno de sus pacientes, un muchacho hemofílico de dieciocho años. Oriundo de un pueblo del interior de Carolina del Sur, Steve había contraído el sida con ocasión de una transfusión. A pesar de su debilidad y de sus dolores más y más lacerantes, se empeñaba en seguir sus estudios secundarios. Dos meses antes del examen, hubo padres que se quejaron de la presencia de un enfermo de sida en el colegio frecuentado por sus hijos, y el director rogó a Steve que dejase de asistir a las clases. Aceptando el desafío, Steve preparó su examen por correspondencia y aprobó con la mención «muy bien». La ceremonia de la entrega de premios podría haber sido el día más hermoso de los pocos meses que le quedaban de vida, pero no pudo ocupar su sitio entre los demás compañeros ni fue autorizado a subir al estrado para recibir la recompensa. Tuvo que ocultarse detrás de una cortina, al abrigo de las miradas, para seguir el desarrollo de la fiesta. Y a través de aquella cortina, cuando todo el mundo se fue, se le entregó a escondidas su pergamino, cogido con unas pinzas. Unos días después, un zona fulminante cubrió su cuerpo de ulceraciones tan dolorosas que hubo que trasladarle al hospital e instalarle en una habitación aislada para que sus gemidos no enloquecieran a los demás enfermos. La falta de ayuda familiar se sumaba también a sus sufrimientos.
«¿Cómo permanecer sordo ante tanta injusticia? —dice David Barry—. Aquel alumno no era ni un homosexual ni un toxicómano. Era inocente». El vicepresidente de Wellcome se metió un frasco de AZT en el bolsillo, subió a su coche y se dirigió al hospital. «El pobre muchacho estaba en la agonía —cuenta—. No había ninguna posibilidad de que sobreviviese seis meses, la duración mínima de pronóstico impuesta para poder participar en una prueba clínica. Ante un desamparo tan grande, aquel criterio parecía absurdo. Le entregué el AZT a su médico y deseé buena suerte a Steve». Cuatro semanas después, su zona había desaparecido y pudo reunirse con los adolescentes de su pueblo y correr de casa en casa a recoger las tradicionales golosinas de la fiesta de Halloween, una especie de martes de Carnaval. Para burlarse de la muerte, a la que acababa de jugarle una mala pasada, Steve decidió disfrazarse de esqueleto.
Las gentes no se contentaron con telefonear. Algunos se dirigieron hasta el Research Triangle Park para asediar el laboratorio Wellcome, decididos a obtener a toda costa, para un pariente o un allegado, el medicamento cuya eficacia ponían por las nubes los medios de comunicación. Los empleados de la recepción necesitaron toneladas de paciencia y de comprensión para que aquellos visitantes, portadores de la última esperanza de tantos condenados a muerte, admitieran que era imposible acceder a sus peticiones. David Barry recibió un día la llamada de socorro de una de las azafatas de recepción: un hombre se negaba a irse, «sin haber hablado con el director». David bajó al vestíbulo en compañía de su colega Tom Kennedy, un irlandés muy hábil para arreglar las situaciones más delicadas. Se encontraron cara a cara con un hombre de cincuenta años, extremadamente flaco y con aspecto de vagabundo. El desventurado les explicó, con una sinceridad desgarradora, que su compañero se estaba muriendo en Miami. «Él es toda mi vida —declaró—. Desde que ya no puede alimentarse, he dejado de alimentarme yo también. No me iré de aquí antes de que ustedes me den la posibilidad de salvarle». David Barry explicó que su firma iba a realizar una experimentación en gran escala en la que su amigo, seguramente, podría participar. Pero el visitante permaneció inaccesible al lenguaje de la razón. «Era a la vez trágico y patético —dice el médico—. Aquel hombre nos daba una magnífica lección de amor, pero nuestra conciencia de científicos nos ordenaba que no respondiésemos a sus súplicas».
Entre las llamadas que llegaron aquel otoño al laboratorio farmacéutico hubo la de un médico neoyorquino. El doctor Jack Dehovitz traducía bien el desamparo creciente de centenares de médicos norteamericanos ante aquella situación insoportable: existía un medicamento que había demostrado ser eficaz, pero no estaba disponible para los enfermos. Obsesionado por los sufrimientos de Josef Stein, de Sugar y de los numerosos enfermos que agonizaban en el hospital Saint-Clare y que él no podía curar, Jack Dehovitz exhortó a los responsables de Wellcome a «que trabajasen a marchas forzadas para que podamos al fin disponer de algo que ofrecerles a los que nos acusan de dejarles morir sin hacer nada».
Sí, ciertamente, había que trabajar a marchas forzadas. Pero ¿con qué? La prueba clínica efectuada con los diecinueve enfermos de Sam Broder y los dos pacientes del centro médico de la Duke University había agotado hasta el último gramo del
stock
de AZT constituido en la primavera anterior por la compra de todas las reservas mundiales de esperma de arenque. Por su parte, los químicos de Wellcome no habían conseguido todavía reproducir en laboratorio la famosa sustancia contenida en el semen de ese pez marino. Su retraso tenía excusas: la síntesis de la timidina es de una gran complejidad. Requiere el éxito en cadena de diecisiete operaciones y una técnica que sólo era dominada entonces por unos pocos laboratorios. La fabricación de AZT presentaba, por otra parte, algunos peligros que exigían la construcción de instalaciones especiales, sobre todo unos enormes depósitos de vidrio concebidos para impedir la explosión de las moléculas de timidina al contacto con elementos metálicos.
Mientras se esperaba el fruto del trabajo de investigadores, técnicos y químicos, la solución a la penuria de materia prima fue hallada gracias a Sam Broder. Recordó que, veinte años antes, el Instituto Nacional del Cáncer se había procurado la totalidad de esperma de arenque existente en aquel entonces —unos cincuenta kilos— para experimentar una terapéutica en enfermos afectados de tumores cancerosos. Como muy pronto se descubrió que el producto no lograba el efecto benéfico esperado, la experiencia fue abandonada. Convencido de que el depósito debía de hallarse olvidado en el fondo de algún almacén polvoriento, el cancerólogo llamó al centro de los Developmental Therapeutic Programs. Rogó al responsable de aquel servicio de terapéuticas experimentales que «buscase con toda urgencia los cincuenta kilos de esperma de arenque». Unos minutos después, el insólito cargamento estaba localizado.