Después de la euforia llegó de nuevo la angustia. Los franceses sabían que su descubrimiento sería condenado a las mazmorras si no conseguían hacer una brillante demostración ante la comunidad científica internacional. ¡Terrible perspectiva! ¿Quién iba a creer a unos virólogos casi desconocidos? Ciertamente no sería el encantador norteamericano que se empeñaba en defender la tesis inversa y que reinaba como un tirano sobre la retrovirología mundial. En su íntima convicción, tenía que ser forzosamente «su» retrovirus el que los simpáticos pasteurianos acababan de descubrir en sus tubos. Sin embargo, Robert Gallo era demasiado hábil para no fingir interesarse al menos por los resultados de sus competidores. No dudó en enviarles dos vástagos de células que producían su HTLV, y algunas muestras de sus anticuerpos específicos. De este modo los franceses podrían comparar con el retrovirus norteamericano el agente vírico que creían haber descubierto, y darse cuenta de que se trataba del mismo y único virus.
Los pasajeros del vuelo 021 de Air France que salieron aquella noche del aeropuerto Dulles de Washington ignoraban con qué extraños compañeros de viaje iban a cruzar el Atlántico. En el interior de dos pequeñas cajas —una de ellas rellena de algodón y la otra repleta de hielo— colocadas en uno de los compartimientos del 747 viajaban dos frascos que contenían un líquido ligeramente opalino. En el primero, protegido por el algodón, nadaban centenares de miles de células portadoras del retrovirus norteamericano altamente cancerígeno; y en el segundo, refrigerado por el hielo, otros tantos anticuerpos capaces de reconocer a aquel agente de muerte.
Françoise Barré-Sinoussi se apresuró a abrir ella misma el paquete, en cuanto llegó a París. Su contenido podía aniquilar todas las esperanzas de los miembros del equipo de la sala Bru, o bien proyectarlos hasta la antesala del premio Nobel. Y de hecho, el envío de Robert Gallo iba a permitir una verificación decisiva. Ésta consistía en enfrentar su retrovirus HTLV con anticuerpos procedentes de los linfocitos infectados del estilista parisiense. Si los anticuerpos se lanzaban al asalto del retrovirus norteamericano, sería la prueba de que pertenecían a la misma familia, y de que el agente puesto en evidencia por los investigadores franceses era, en efecto, idéntico al primer retrovirus humano descubierto por Robert Gallo. Si, por el contrario, esos adversarios rechazaban el contacto, ello indicaría que los dos retrovirus no eran de la misma naturaleza.
Existían dos maneras de proceder a esta verificación. Mientras que Luc Montagnier utilizaba un primer método, Jean-Claude Chermann y Françoise Barré-Sinoussi confiaban a una de sus mejores técnicas la puesta en marcha del segundo. El arte de la inmunofluorescencia no tenía secretos para la bonita Marie-Thérèse Nugeyre, de veintisiete años. Operando con la delicadeza de una arpista, sus largos dedos, armados de una pipeta, mezclaron sobre una placa de cristal una muestra de los linfocitos norteamericanos portadores del virus de Robert Gallo con sus anticuerpos específicos previamente coloreados con fluoresceína. Luego, en una segunda placa, mezcló esta vez anticuerpos norteamericanos con linfocitos que albergaban el retrovirus francés. Ya sólo quedaba armarse de paciencia antes de descubrir el resultado de esos matrimonios forzados.
Aquella misma noche, la joven técnica tuvo de pronto la impresión de que «su corazón se le salía del pecho». Una gelatina de células y de partículas víricas entremezcladas acababa de aparecer, al fin, en la luz irreal del microscopio de fluorescencia. El contraste entre las dos placas de cristal era seductor. La primera tenía el aspecto de un centelleante broche de esmeraldas. En su abrazo con los anticuerpos norteamericanos teñidos con fluoresceína, las células infectadas por el retrovirus de Robert Gallo llameaban en mil luces. En la otra, las células infectadas por el retrovirus francés habían permanecido totalmente negras. Los anticuerpos norteamericanos no las habían envuelto en sus luminosas lentejuelas verdes. Como un órgano que rechaza un injerto, habían rechazado todo contacto con las partículas víricas que les eran ajenas.
Marie-Thérèse Nugeyre salió al pasillo.
—¡Venid a ver! —gritó—. ¡Creo que esta vez es algo importante!
Todos acudieron para escrutar la inolvidable visión. Luc Montagnier, por lo general más bien austero y reservado, adquirió el aire «de un colegial el día del reparto de premios». Era tanta la euforia alrededor del microscopio «que sentíamos ganas de bailar una farándula», recuerda Françoise Barré-Sinoussi. Jean-Claude Chermann ya imaginaba «la cara que pondría Gallo cuando le anunciasen que ya no era el único que había identificado un retrovirus humano».
Por decisiva que fuese su demostración, el equipo de la sala Bru sabía que allí sólo se había representado el primer acto. Antes de anunciar su descubrimiento a la comunidad científica internacional, debía establecer las características de aquel nuevo retrovirus humano, determinar su morfología y su densidad, analizar sus diferentes proteínas, precisar su peso molecular y definir sus genes; en resumen, reunir todas las informaciones indispensables con el fin de darle una identidad. Para lograrlo, los investigadores franceses necesitarían numerosas ayudas. La más valiosa sería la de un hombrecito jovial y modesto que había pasado toda su vida profesional bajo la luz artificial de una pequeña habitación sin ventanas del Instituto Pasteur.
Calcuta, India — Invierno de 1983
El suplicio de una hermanita india
Sor Paula había removido cielo y tierra para obtener suero antirrábico. Mientras esperaba las ampollas salvadoras, hizo guardar cama a las dos novicias que habían sido mordidas por el perro rabioso y las obligó a un reposo absoluto. Pero la enfermería elegida no estaba situada en un lugar propicio a la inacción. Lindaba con el largo edificio que albergaba uno de los principales centros creados por la Madre Teresa para aliviar la miseria en la inhumana metrópoli.
El nombre del centro aparecía en enormes letras negras sobre la fachada pintada de amarillo:
«PREM DAN» (REGALO DE AMOR)
. Había sido donado a la fundadora de las Misioneras de la Caridad en 1975 por la multinacional británica Imperial Chemical Industries, cuyo personal local se negaba a soportar el pestilente olor de las tenerías instaladas en las cercanías. En el lujuriante estuche de verdor tropical, la larga construcción, vista desde lejos, podía hacer pensar en algún paraíso turístico. Casi se olvidaban los tugurios que la cercaban por todas partes. Los laboratorios, los talleres, las oficinas que habían albergado a los anteriores ocupantes hormigueaban ahora con una humanidad lastimosa. Muchos de aquellos restos de naufragio habían perdido la razón, lo cual convertía aquel lugar en el mayor asilo de locos de Bengala. Sin embargo, Prem Dan no era un vertedero de seres destrozados, vencidos, destruidos. Todo lo contrario: bajo el impulso de las hermanas, el hospicio estaba lleno de vida y de actividad. Allí, algunos asilados confeccionaban esteras cantando. Otros tejían sacos o trenzaban cuerdas con las fibras de los cocos recuperados de los desaguaderos públicos. La idea de limpiar los desechos de la ciudad, y de dar trabajo con ellos a sus protegidos, era de la Madre Teresa. Ella lo llamaba «hacer oro con basuras». Algo más allá, unos impedidos, víctimas de la poliomielitis, asistían a una sesión de reeducación tísica. Un monitor voluntario los guiaba paso a paso entre dos barras paralelas. En otro lugar, una voluntaria americana se esforzaba en iniciar a los enfermos mentales en las sonoridades de su guitarra, mientras que unos jóvenes paralíticos despiojaban meticulosamente los cabellos de un grupo de ancianos.
Cansadas de esperar sin hacer nada la llegada del suero, sor Ananda y sor Alice infringieron una mañana su voto de obediencia para volver a servir a los pensionistas del hospicio. La alegría de una anciana apergaminada atrajo en seguida la atención de la ex pequeña leprosa de Benarés. Sus risas y su animación creaban en el vasto dormitorio una atmósfera de gozo sorprendente. La vieja cogió la mano de la joven novicia y le dio a entender que deseaba que le diesen un masaje. Ananda se arrodilló junto al pequeño cuerpo encanijado y comenzó a amasarlo delicadamente. La muchacha se enteró de que aquella mujer había sido encontrada hacía bastantes años por un cazador en el centro de un bosque himalayo. Se suponía que fue criada por los osos, porque sólo se desplazaba a cuatro patas. Necesitó meses para acostumbrar su estómago a las comidas de los hombres y durante mucho tiempo sólo quería comer directamente del suelo. A fuerza de paciencia, las hermanas le habían enseñado a mantenerse erguida y a poner un pie delante del otro. Su existencia salvaje le había privado del uso de la palabra. Sólo se expresaba por medio de gruñidos. Su mayor placer parecía ser que le diesen masajes. Las hermanas se preguntaban si no habría sido la lengua de los osos la que le había enseñado ese placer.
La visita inopinada de sor Paula puso un término prematuro a la escapada de las dos novicias. La religiosa traía al fin las dosis del suero antirrábico. Había llevado consigo a un joven médico inglés de paso por el «moridero» para que les pusiera inmediatamente una primera inyección. Ese tratamiento, que tiene fama de ser muy doloroso, debía ser repetido cada veinticuatro horas durante catorce días. En aquel caso concreto, por otra parte, el retraso del plazo normal no aseguraba ninguna garantía de éxito.
Tres semanas después, el hermano Philippe Malouf, de la abadía de los Siete Dolores de Latroun, en Israel, recibió de Inglaterra un sobre que contenía un breve mensaje escrito en una hoja con el membrete de las Misioneras de la Caridad, así como una carta firmada por un tal doctor Williams. El monje sintió un pellizco en el corazón al reconocer la escritura de sor Paula.
Querido hermano Philippe:
Debo comunicarle nuestra tristeza
—leyó con impaciencia el monje—.
Probablemente no hemos rezado lo bastante. El Señor se acaba de llevar a nuestra hermanita Alice. El doctor Williams, que regresa esta tarde a Europa, le explicará las atroces circunstancias
.Felizmente, sor Ananda, su «prometida» espiritual, no presenta hasta ahora ninguno de los signos precursores de la rabia, pero aún tiene una gran necesidad de la ayuda de sus oraciones y de la ofrenda de sus sufrimientos
.
El monje, impresionado, esperó largo rato antes de decidirse a leer la carta del doctor Williams.
Las dos pacientes sobrellevaban valerosamente su tratamiento cuando sor Alice manifestó un estado de agitación y de ansiedad
—relataba el médico británico—.
Comenzó a hablar de una manera inagotable, rápida, entrecortada. Perdió el apetito, sufrió insomnios, dolores de cabeza, molestias respiratorias. Al cabo de dos días, sobrevino el síntoma característico que todos temíamos. Demostraba una aversión incontrolable por cualquier clase de líquido. Aunque atenazada por el deseo de beber, cualquier esfuerzo para ingerir aunque sólo fuese un trago paralizaba durante varios segundos sus músculos de la respiración. Después, sólo el ruido del agua corriente bastaba para provocarle violentas crisis de ahogo. Las hermanas Paula y Ananda, otras religiosas, yo mismo y dos médicos indios no cesábamos de relevarnos a su lado para ayudarla, con la esperanza de dar al suero tiempo para actuar. Pero la enfermedad proseguía en su trabajo de destrucción
.Sor Alice se volvió extraordinariamente sensible a cualquier elemento externo, como una luz viva, un ruido algo fuerte o un soplo de aire fresco. Su cuerpo comenzó a ser sacudido por convulsiones. Los ahogos se multiplicaron. Cada una de sus expiraciones iba acompañada por una especie de estertor. Daba la impresión de gemir como un animal. El terror de tragar su saliva le conducía a menudo a escupir olas de espuma. Sus dientes empezaron a castañetear con tanta violencia que parecía que quería morder. Era horrible. Su bello rostro, normalmente tan sereno, ya no tenía nada de humano. El cuarto día, una crisis de ahogo más fuerte que las anteriores dio fin a su suplicio…