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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

Marley y yo (13 page)

BOOK: Marley y yo
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Lo que solíamos hacer era apagar las luces y acostarnos, haciendo sonar los muelles de la cama. Después, yo metía de inmediato la mano bajo el camisón de Jenny.

—¡Ni hablar…! —susurraba ella.

—¿Por qué no? —murmuraba yo.

—¿Estás loco? La señora O’Flaherty está justo al otro lado de la puerta.

—¿Y qué?

—No podemos hacerlo.

—Por supuesto que sí…

—Ella lo oirá todo.

—No haremos ruido.

—¡Ya…!

—Te lo prometo. Apenas si nos moveremos.

—Vale, pero primero cubre al Papa con una camiseta o algo así —decía Jenny, rindiéndose—. No haré nada con él mirándome.

De pronto el sexo parecía algo tan… tan… ilícito… Era otra vez como en el instituto, cuando evadía la mirada suspicaz de mi madre. Arriesgarse a hacer el amor en ese ambiente era arriesgarse a recibir un trato humillante en el desayuno comunal del día siguiente, era arriesgarse a que la señora O’Flaherty nos sirviese los huevos y tomates fritos con el ceño fruncido, al tiempo que con una sonrisa irónica nos preguntase: «¿Y, qué tal? ¿Les resultó cómoda la cama?»

Irlanda era, de costa a costa, una Zona Prohibida para el Sexo. Y como eso era todo lo que necesitábamos a modo de tentación, nos pasamos las vacaciones dándole y dándole, como si fuésemos conejos.

Así y todo, Jenny no podía dejar de preocuparse por el gran bebé que había dejado en casa, por lo que cada dos o tres días poníamos un puñado de monedas en un teléfono público y llamábamos a casa para saber, por boca de Kathy, cómo estaba
Marley
. Yo solía quedarme fuera de la cabina y escuchar desde allí la conversación de Jenny.

«¿Eso hizo…? ¿En serio…? ¿Y en pleno tráfico…? Tú no te hiciste nada, ¿no es cierto? ¡Menos mal…! Yo también habría gritado… ¿Qué…? ¿Tus zapatos…? ¡Vaya, por Dios! ¿También tu bolso…? No te preocupes, te pagaremos los arreglos… ¿Que no queda nada…? Bueno, te compraremos unos nuevos… ¿Que hizo qué? ¿Quieres decir en cemento fresco? ¡Vaya casualidad…!»

Así eran las conversaciones entre Jenny y Kathy, cada una de ellas una letanía de transgresiones, a cual peor, y muchas de ellas eran sorpresas incluso para nosotros, que tantas batallas habíamos sobrevivido con nuestro cachorrito.
Marley
era un alumno incorregible y Kathy, una desventurada maestra sustituta.
Marley
se lo estaba pasando de maravilla.

Cuando llegamos a casa,
Marley
salió disparado a darnos la bienvenida. Kathy, con aspecto cansado y triste, se quedó en la puerta.

Tenía la mirada perdida de un soldado en plena conmoción tras una batalla particularmente implacable. En el porche estaba su maleta, lista para irse. Kathy tenía en la mano las llaves de su coche, como si tuviera urgencia por huir. Le dimos los regalos que le habíamos comprado, le agradecimos profusamente la ayuda que nos había prestado y le dijimos que no se preocupase por las mosquiteras destrozadas y el resto de daños. La joven se disculpó cortésmente y se marchó.

Nos imaginamos que Kathy había sido incapaz de ejercer ningún tipo de autoridad sobre
Marley
y, menos que todo, de controlarlo. Y con cada victoria,
Marley
se tornó más audaz. Olvidó lo que era caminar al mismo paso que su amo, y arrastró a Kathy por todas partes; se negó a responder a su llamada; cogió cuanto le apeteció —zapatos, bolsos, cojines— y no los soltó, le robó comida del plato, saqueó el garaje e incluso trató de adueñarse de la cama de Kathy.
Marley
decidió que, mientras sus padres estuviesen de vacaciones, quien quedaba al mando era él y no iba a permitir que una compañera blandengue minara su autoridad y le estropease la diversión.

—Pobre Kathy —dijo Jenny—. Parecía abatida, ¿no?

—Yo diría que destrozada.

—Será mejor que nunca más le pidamos que cuide de
Marley
.

—Sí, será mejor —acoté yo.

Y dirigiéndome a
Marley
, dije: «Se acabó la juerga, Jefe. A partir de mañana, vuelves al entrenamiento.»

Al día siguiente, Jenny y yo teníamos que volver al trabajo, pero antes de marcharme le puse a
Marley
el collar estrangulador y salimos los dos a dar un paseo. Él se lanzó de inmediato hacia delante, sin siquiera tratar de simular que había de seguir mis pasos. «Estamos un tanto olvidadizos, ¿no?», le pregunté, mientras daba un tirón a la correa que lo dejó con las patas delanteras en el aire.
Marley
se detuvo, tosió y me miró a los ojos con una expresión herida, como si dijera:
No hace falta que te pongas tan serio. A Kathy no le importaba que yo tirase de la correa
.

«¡Y acostúmbrate…!», le dije, a la vez que lo obligaba a sentarse. Le puse el collar estrangulador en la parte alta del cuello, donde sabía por experiencia que hacía más efecto. «Vale, vamos a intentarlo de nuevo», dije. Él me miró con frío escepticismo.

«¡
Marley
, quieto!», le ordené y arranqué a andar con el pie izquierdo, llevando la correa tan corta en mi mano izquierda que casi tocaba el extremo de la cadena.
Marley
intentó dar bandazos, pero tiré de la correa con fuerza, sin piedad alguna. «Mira que aprovecharte de una pobre mujer como ésa… —mascullé—. Deberías avergonzarte de ti mismo.» Cuando acabamos el paseo, yo con los nudillos blancos de la fuerza con que había llevado la correa,
Marley
ya se había convencido de que yo no bromeaba. Aquello no era un juego, sino más bien una verdadera lección sobre los actos y las consecuencias. Si él quería dar bandazos, yo lo asfixiaría. Y todas las veces, sin excepción. Si quería cooperar y caminar a la par conmigo, yo aflojaría la presión y él apenas sentiría la correa en torno a su cuello. Dar bandazos = asfixiarse; caminar a la par = respirar. La cosa era tan simple que hasta
Marley
podía entenderla. Repetimos una y otra vez la secuencia mientras recorríamos el sendero de bicicletas de arriba abajo. Dar bandazos = asfixiarse; caminar a la par = respirar. Poco a poco comprendía
Marley
que yo era el amo y él, mi mascota, y que así sería siempre.

Cuando enfilamos hacia la puerta de casa, mi recalcitrante perro trotaba a mi lado, no con perfección absoluta, pero sí de forma respetable. Por primera vez en su vida caminaba junto a mí o al menos intentaba hacerlo con la mayor precisión posible. Yo decidí considerarlo una victoria. «¡Oh, sí —dije cantando—. El amo ha vuelto!»

Varios días después, Jenny me llamó al trabajo. Acababa de ver al doctor Sherman.

La suerte de los irlandeses —me dijo—. Otra vez a las andadas.

11. Lo que Merley comía

Este embarazo era diferente. El aborto nos había enseñado cosas importantes y no teníamos la menor intención de cometer los mismos errores. Lo más relevante de todo fue que, desde el momento mismo que supimos la noticia, la mantuvimos en el más absoluto secreto. El secretismo fue mayor que el que se mantuvo en torno a la fecha del desembarco de los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Con la excepción de los médicos y las enfermeras de Jenny, nadie, ni siquiera nuestros padres, se enteraron del asunto. Cuando teníamos amigos a comer, Jenny bebía zumo de uvas en una copa de vino, para no levantar sospechas. Además del secreto, moderamos nuestra excitación, incluso cuando estábamos a solas. Comenzábamos las frases con cláusulas condicionales, como «Si todo va bien…» y «Suponiendo que todo salga bien…». Era como si pudiéramos romper el maleficio en torno al embarazo por el simple método de guardar silencio al respecto. No nos atrevíamos a dejar de controlar nuestra dicha, no fuera cosa que se volviese hacia nosotros y nos mordiese.

Guardamos bajo llave todos los productos químicos de limpieza y los pesticidas, a fin de no volver a tropezar con la misma piedra. Jenny se hizo adicta al poder natural del vinagre en cuestión de limpieza, que también ayudó a disolver la saliva que
Merley
dejaba pegada en las paredes. También descubrimos que el ácido bórico, un polvo blanco letal para los insectos, pero inofensivo para los humanos, era bastante bueno para mantener a
Merley
y su cama libres de pulgas. Y en caso de que necesitara un baño especial, lo llevaríamos a que se lo dieran en la tienda del veterinario.

Jenny se levantaba de madrugada y salía a dar una vuelta con
Merley
junto al canal y, cuando regresaban oliendo a brisa marina, yo apenas si tenía los ojos abiertos. Mi mujer era el prototipo de la buena salud en todos los sentidos, salvo uno: se pasaba casi todos los días, y todo el día, a punto de vomitar. Pero no se quejaba; acogía cada náusea con lo que sólo puede describirse como una jubilosa aceptación, ya que era una señal de que el pequeño experimento que llevaba dentro de sí se desarrollaba bien.

¡Y vaya si se desarrollaba bien…! Esta vez, Essie cogió la cinta que llevé y grabó las primeras imágenes débiles y borrosas de nuestro bebé. También escuchamos los latidos de su corazón y vimos las pulsaciones de sus cuatro cavidades, adivinamos el contorno de la cabecita y contamos las cuatro extremidades. El doctor Sherman asomó la cabeza en la sala donde le habían hecho a Jenny la ecografía para anunciar que todo estaba perfecto y, mirando a Jenny, le dijo con esa voz atronadora que tenía: «¿Y tú por qué lloras, criatura? Tienes que sentirte feliz.» Essie le dio con su anotador y lo regañó: «Váyase y déjela en paz», tras lo cual puso los ojos en blanco ante Jenny, como si quisiera decir: «¡Hombres! ¡Qué despistados son…!»

En cuanto a tratar con mujeres embarazadas, despistado era el adjetivo que mejor me cuadraba. Dejé que Jenny tuviera su libertad, la consolé cuando tenía náuseas o dolores y traté de que no me viera sonreír cuando me leía en voz alta pasajes de su libro
Qué esperar cuando se está esperando. A medida que le crecía la barriga, le decía piropos, como por ejemplo: «Tienes un aspecto espléndido. De veras. Pareces una esbelta rate
ra de tiendas que acaba de ponerse una pelota de baloncesto bajo la camiseta.» Incluso traté de que se portara de forma cada vez más extraña e irracional. Pronto nos tuteábamos con el empleado nocturno del mercado que estaba abierto las veinticuatro horas donde yo acudía en todo momento para comprar helados, manzanas, apio o goma de mascar con sabores que ni sabía que existiesen. «¿Estás seguro de que ésta tiene sabor a clavo? —le preguntaba—. Mira que ha dicho que tenían que ser de clavo…»

Una noche, cuando Jenny estaba embarazada de cinco meses, se le ocurrió que necesitábamos calcetines de bebé. Yo estuve de acuerdo, puesto que los necesitábamos, y le aseguré que tendríamos el ajuar completo antes de que el bebé naciese. Pero ella no quería decir que necesitaríamos los calcetines en algún momento, sino de inmediato. «No tendremos con qué taparle los piececitos cuando volvamos del hospital», dijo con voz temblorosa.

No importaba que faltaran cuatro meses para que el bebé viniese a casa, ni que para entonces haría un frío de más de 35°C, como tampoco importaba que un tío despistado como yo supiera que el bebé estaría cubierto de la cabeza a los pies cuando abandonase la maternidad del hospital.

—Vamos, Jenny, sé razonable —le dije—. Son las ocho de la noche y es domingo. ¿Dónde se supone que voy a encontrar calcetines para bebés?

—Necesitamos los calcetines —repetía ella.

Tenemos semanas por delante para comprarlos —respondí—. Meses por delante.

—Pues yo no puedo dejar de ver esos deditos al aire —gimió Jenny.

Fue inútil. Di vueltas y vueltas con el coche, enfurruñado, hasta que encontré una tienda de la cadena Kmart abierta y compré un alegre surtido de calcetines tan ridículamente pequeños que parecían calientapulgares a pares. Cuando llegué a casa y saqué los calcetines de la bolsa, Jenny se calmó. ¡Por fin teníamos calcetines para el bebé! Y había que agradecer al Señor haberlos encontrado antes de que se acabasen en todo el país, algo que podía suceder de improviso en cualquier momento. Los frágiles deditos de los pies de nuestro bebé estaban a salvo. Podíamos acostarnos y dormir tranquilos.

A medida que avanzaba el embarazo de Jenny, progresaba también el aprendizaje de
Merley
. Yo lo adiestraba todos los días y ya podía recibir a nuestros amigos sin sus interferencias, puesto que le gritaba «¡échate!» y de inmediato se echaba con las cuatro patas estiradas sobre el suelo. Venía casi siempre cuando le daba la orden (salvo que algo le llamara la atención, como otro perro, un gato, una ardilla, una mariposa, el cartero o una hojita flotando en el aire); se sentaba (salvo que viera algo tan tentador por lo que valiese la pena estrangularse, como perros, gatos, ardillas, y todo lo ya mencionado antes).
Merley
iba aprendiendo, lo cual no significaba que se estuviera convirtiendo en un perro tranquilo y bien educado. Si yo me paraba junto a él y le gritaba una orden, la obedecía, a veces incluso con ansiedad, pero su disposición natural estaba atascada en el punto de la incorregibilidad eterna.

Merley
también tenía un insaciable apetito cuando se trataba de los mangos, que caían por docenas sobre el jardín del fondo. Cada uno de los mangos pesaba medio kilo o más, y todos eran tan dulces que podían hacer doler los dientes.
Merley
solía echarse sobre el césped con un mango bien sujeto entre las patas delanteras y comerse toda la carne del fruto de manera casi quirúrgica, dejando la piel limpia y lustrosa. Después se quedaba con el hueso en la boca, como si fuera una pastilla, y cuando por fin lo escupía, daba la impresión de que lo habían limpiado en un baño de ácido. Algunos días se pasaba horas comiendo frutos y fibras con frenesí.

Al igual que le pasa a cualquiera que coma demasiada fruta, la constitución de
Merley
empezó a cambiar. Al poco tiempo, el jardín estaba lleno de grandes pilas de cacas sueltas de vivos colores. La ventaja que eso tenía era que no se tropezaba fácilmente con las pilas, que en la época en que maduraban los mangos adquirían la brillante fluorescencia de los conos naranjas de tráfico.

Pero
Merley
no sólo comía mangos, sino también otras cosas que salían asimismo por el mismo camino. Fui testigo de ello todas las mañanas, cuando recogía las pilas que él dejaba. Hoy era un soldadito de plástico, mañana una goma elástica, una deformada tapa de gaseosa por allí y un bolígrafo masticado por allá. «¡Así que es aquí donde vino a parar mi peine!», exclamé una mañana.

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