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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Mañana en tierra de tinieblas (18 page)

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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A la una de la madrugada aproximadamente llegamos al viejo árbol blanco, que brillaba como un espectro bajo la pálida luz de la luna. No había nadie. Me senté a un lado del árbol, apoyándome contra él; Homer se sentó al otro lado. No dijimos nada. Nos quedamos allí, esperando.

Capítulo 10

Un rastro de luz despuntaba en el cielo, al este. ¿O sería mi imaginación? Llevaba mucho tiempo esperando ver el amanecer, pero sin éxito. Homer estaba dormido a mi izquierda, con la boca abierta y roncando suavemente. Yo tenía los ojos pesados y nublados; pensé que a cualquiera que los mirara le parecerían vidriados y opacos. Por suerte, nadie los estaba mirando. Eché un vistazo a mi alrededor, con desgana. Una suave brisa acariciaba las hojas de los árboles, haciéndolas moverse, y murmurar, y jugar. Una rama crujió y cayó en la arboleda que había frente a mí. El crujido fue sorprendentemente fuerte, aunque no la oí caer al suelo. Un gran pájaro, creo que era una lechuza blanca, echó a volar por la cresta del precipicio.

Entonces se oyó el inconfundible sonido de unos pasos humanos: solo las vacas dan pasos pesados y decididos como los humanos, y sería extraño que hubiera vacas en una zona de tanta vegetación. Sentí una mezcla abrumadora de miedo y esperanza. Agarré a Homer por el hombro. Mientras se despertaba, me incliné hacia delante y le tapé la boca con la mano. Él sofocó un grito, y entonces, por la repentina tensión que percibí en su cuerpo, noté que se había despertado.

Los dos nos quedamos allí esperando, paralizados. No podríamos movernos sin hacer un montón de ruido. Y los pasos se acercaban. Estaban acelerando. Yo me quedé allí, acuclillada y lista para la acción. Vi una figura zigzaguear entre los árboles. Era Fi. Levanté los brazos, pero ni siquiera me miró.

—Me están siguiendo —dijo.

Se hizo un angustioso silencio, y entonces Homer le preguntó rápidamente:

—¿Cuántos son?

—No lo sé. Quizá sea solo uno. Lo siento mucho.

Nos volvimos para escuchar los sonidos del monte, e inmediatamente oímos los pasos, más ligeros que los de Fi, menos determinados, menos decididos.

—Lo siento —volvió a decir Fi—. No he podido quitármelo de encima.

Su voz sonaba muerta, sin emoción. Estaba hecha polvo. Yo le di un rápido apretón en el brazo. Homer había cogido un tronco del suelo. Ahora sí que hubiera deseado que tuviera su escopeta de cañones recortados. Miré a mi alrededor en busca de algún arma, pero no había muchas opciones. Al final cogí una piedra, de un tamaño aproximado al de una pelota de béisbol, y se la pasé a Fi, pero creo que no entendió para qué se la daba. Se limitó a sostenerla sin mucha fuerza, sin levantar el brazo. Yo también cogí una piedra. Ninguno sabíamos muy bien qué hacer. Estábamos actuando por instinto, y nuestro instinto nos hacía buscar armas. También podríamos habernos dispersado y correr, pero con el precipicio a nuestras espaldas y el denso bosque al frente, no había muchas opciones. Y bastaba con mirar a Fi para darse cuenta de que teníamos que quedarnos y luchar. Estaba apoyada contra un árbol, el que íbamos a usar de escalera para volver al Infierno. Tenía la cabeza gacha, pero seguía sosteniendo la piedra. Cuando la miré, empezó a tener arcadas y vomitó. Aquel sonido atrajo a su perseguidor: oí los pasos acelerarse un poco. Fuera quien fuera, ahora se dirigía directamente hacia nosotros, con más decisión. Busqué a Homer, pero había desaparecido, aunque me imaginaba detrás de qué árbol se había escondido. Yo también me agaché detrás de un árbol. Vi la silueta de un soldado deslizarse por entre los árboles, a solo diez metros de mí. Era un solo soldado; no vi ni oí ningún otro. Él había visto a Fi e iba derecho a por ella. Aún llevaba el fusil al hombro. Debió de parecerle evidente que Fi no iba a plantarle cara. Y creo que tenía en mente algo más que capturarla. Se movía con rapidez, como un zorro en dirección a una oveja recién parida. No era un hombre hecho y derecho; en realidad era un muchacho, probablemente de nuestra edad, con la constitución delgada de Chris. No llevaba gorra militar, e iba vestido con un uniforme ligero, más de verano que de otoño o invierno. No parecía llevar nada más aparte del fusil. Mientras se dirigía ansioso hacia Fi, yo salí de detrás del árbol y me puse a seguirlo. Estaba aterrada; seguía sin saber muy bien qué hacer; o más bien no me podía creer lo que iba a hacer. Tenía la piedra agarrada con fuerza, cuando de repente me di cuenta de que Fi se había caído. El hombre estaba solo a diez pasos de ella. Yo me encontraba justo detrás de él, pero no era capaz de actuar. Era como si estuviera esperando a que algo me empujara a hacerlo, a hacer algo más aparte de seguirle.

Y entonces él mismo me dio el empujón que necesitaba. Debió de oírme, porque de repente empezó a darse la vuelta, levantando una mano al mismo tiempo. Vi sus ojos empezar a abrirse en una mueca de terror, y sentí mis ojos reflejando los suyos. Levanté el brazo y, como en un sueño, empecé a bajarlo en dirección a su cabeza. Entonces tuve un recuerdo instantáneo: una historia de terror que me habían contado según la cual las víctimas de un asesinato conservan la imagen de su asesino en la retina. Dicen que mirar los ojos de un cadáver es como mirar la foto de su asesino. Yo estaba bajando el brazo, pensando en aquello, cuando me di cuenta de que no iba a golpearlo con suficiente violencia, y en el último momento añadí fuerza al ataque. El soldado levantó el brazo como para amortiguar el golpe, pero aun así la piedra le dio bastante fuerte a un lado de la cabeza. El brazo me temblaba un montón, pero por suerte la piedra no se me cayó. El hombre me lanzó un puñetazo y yo me agaché, pero recibí un punzante golpe a un lado de la cabeza que me dejó un poco atontada. Vi su rostro oscuro y sudoroso. Sus ojos parecían entornados. Yo no sabía muy bien por qué, pero pensé que quizá le había dado más fuerte de lo que pensaba. Le lancé un puñetazo a la cara con la piedra, pero él desvió mi mano. Entonces se oyó un ruido de pasos detrás de él. Durante el segundo o así que habíamos estado luchando, yo me había olvidado por completo de Homer, sorprendentemente. El hombre se dio la vuelta con rapidez, apartando la cabeza. Homer se estaba preparando para darle un estacazo de muerte con su tronco, pero falló el golpe y le dio en el hombro en vez de en la cabeza. Al soldado le fallaron las rodillas y perdió el equilibro. En ese momento yo levanté la piedra con ambas manos y la dejé caer con fuerza sobre su cabeza. Se oyó un golpe sordo terrible, como cuando golpeas un árbol con la parte roma de un hacha. Los ojos se le pusieron en blanco, y, con un extraño y débil ronquido, el hombre cayó al suelo como posición de rezar: arrodillado, con la cabeza gacha. Luego cayó al suelo, de lado, y se quedó allí tumbado.

Yo lo miré durante un instante, horrorizada, antes de lanzar la piedra lejos de mí, como si estuviera contaminada. Corrí hacia Fi y la agarré por los hombros. No sé lo que esperaba de ella, pero no lo obtuve. Ella solo me miró a los ojos como si no recordara quién era yo. Entonces me di cuenta de que el hombre podría levantarse en cualquier momento. Sacudí la cabeza con energía, como intentando recuperar la cordura, y luego volví por él. Homer estaba de espaldas, con la cara apoyada contra un árbol, mientras tenía su propio encuentro privado con el diablo. Yo me incliné sobre el soldado, sin saber si deseaba que estuviera vivo o muerto. Estaba vivo; respiraba muy despacio, con profundos ronquidos. Había una larga pausa entre respiración y respiración. Sonaba fatal. Me di cuenta de que habría sido mejor que muriera, aunque me escandalicé por haber pensado aquello. Le quité el fusil y lo lancé a varios metros.

Casi inmediatamente después oí más pasos que se acercaban entre los árboles, unos pasos bastante enérgicos y decididos. Me deslicé por el suelo y volví a coger el fusil, intentando amartillarlo, pero era automático, demasiado difícil de manejar. Lo levanté a la desesperada, como si apuntarlo hacia alguien fuera a protegerme mágicamente. Pero era Robyn la que se dirigía hacia mí, tan serena como siempre… hasta que vio el arma.

—¡Ellie! ¡No me dispares!

Bajé el fusil.

—¿De dónde has sacado eso?

—De ahí —indiqué, todavía temblorosa, pero bajando el fusil con cuidado. Robyn parecía muy contenida, y yo sin embargo estaba a punto de perder completamente el control.

A Robyn se le borró la sonrisa de repente; corrió hacia el soldado y se arrodilló junto a él.

—¿Qué ha pasado? ¿Le has disparado?

—Le hemos golpeado. Con una roca. Y un tronco.

—Madre mía, creo que está bastante grave.

—Tiene que morir, Robyn —dije yo, intentando mantener la voz calmada—. De lo contrario, llamará a sus compañeros y vendrán por nosotros. Y lo primero que harán será tratar por ese árbol. Podrían seguirnos hasta nuestro hogar, hasta el Infierno.

Ella no contestó, sino que dejó al soldado y se dirigió hacia Fi.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Fi la miró durante un instante, como había hecho conmigo. Luego asintió. Me alivió comprobar que tenía la cabeza medianamente en su sitio.

—¿Alguien ha visto a Lee?

—No —dijo Fi.

Yo le expliqué que Homer y yo habíamos vuelto al cortafuegos, pero que no nos habíamos dedicado a peinar el monte buscándolo.

—Me alegro un montón de haberos encontrado —dijo Robyn—. He venido siguiendo un impulso. Si no hubierais estado aquí… no sé lo que habría hecho. No se me ocurría nada más. —Hizo una pausa durante unos segundos, como si estuviera pensando en algo. Luego decidió tomar el mando.

—Venga chicos —dijo—. Luego ya tendréis tiempo de tener una crisis nerviosa. Como la que voy a tener yo por haber llamado a los hombres de la carretera. Pero ahora no puede ser. Y no estoy de broma. Tenemos que mantenernos juntos si queremos salir vivos de esta.

—¿Qué ha pasado en el campamento? —pregunté yo. Mientras Robyn hablaba, nos fuimos acercando al joven soldado inconsciente, que seguía tumbado en el suelo, respirando con débiles silbidos.

—Ha sido un desastre —dijo Robyn—. Fi y yo no llegamos a tiempo. Habíamos estado perdidas una hora aproximadamente. Y al fin los vimos, a través de los árboles. Estábamos tan cerca… Hasta podíamos ver las tiendas. Todavía no entiendo cómo ha podido pasar. Entonces empezó un tiroteo a nuestro alrededor. El ruido era tan fuerte como si estuviéramos en medio de un grupo de obreros con martillos neumáticos. Un soldado se colocó justo frente a nosotras y empezó a disparar. Si hubiéramos dado solo un paso al frente habríamos podido tocarlo. Es un milagro que no nos oyera, ¿verdad Fi?

Fi se limitó a asentir, atontada. Robyn estaba intentando animarla para que volviera a hablar, pero creo que estaba exhausta, como mínimo.

—Bueno —siguió diciendo Robyn, mirando al suelo—, ¿qué más puedo decir? Fue horrible, asqueroso. Algunas de las balas y proyectiles que usaban parecían fuegos artificiales; eran muy brillantes. Y luego lanzaron una bengala o algo así. La gente… todos corrían en distintas direcciones. No sabían adónde ir. Fue una masacre. Yo me retiré rápidamente, así que no vi gran cosa. Al menos, había tanto ruido que no podían oírme. Y no solo por los disparos, sino también por los gritos. No sé cuánta gente habré visto morir hoy. —Parpadeó con fuerza. Pareció venirse abajo por un instante. Sus labios se torcieron en una mueca y se mordió el nudillo, en un esfuerzo por mantener el control, hasta que poco a poco se recompuso y fue capaz de hablar. Pero lo único que dijo fue—: Intenté encontrar a Fi, pero no la veía por ningún lado. —Miró a Fi, invitándola a tomar el relevo. Creo que quería dejar de ser el centro de atención por un rato.

—Yo eché a correr —susurró Fi—. Lo siento, Robyn. Perdí los papeles y eché a correr. Al cabo de un rato, me di cuenta de que había alguien siguiéndome. Esperaba que fueras tú, pero por el sonido no lo parecía. Te llamé, pero nadie me respondió. Continuaban siguiéndome, así que seguí corriendo. Intenté conducirlos lejos de aquí para luego despistarlos, pero no pude. Al cabo de un rato, me metí bajo una zarza y me escondí. Esperé allí durante horas, hasta que supuse que se habrían ido. No les había oído irse, pero pensé que nadie se sentaría allí a esperar en la oscuridad durante todo aquel tiempo. Así que salí de debajo de la zarza. Nada más hacerlo, alguien se echó a correr en dirección hacia mí. Grité y salí corriendo. Estuve corriendo por el monte sin parar hasta que acabé agotada. Entonces volví a los precipicios. Pensé que sería mejor venir aquí. Esperaba que hubiera alguien más. Lo siento, os he puesto en peligro. No debería haberlo hecho.

Nosotros le rebatimos aquello: «Claro que sí, mujer», «Hiciste lo mejor», «Eso es justo lo que habría hecho yo», pero no sé si sirvió de mucho.

Temblé, sumida en una marea de emociones, al pensar en la terrible noche que Fi debía de haber pasado intentando escapar de aquellos pasos en la oscuridad del monte, dirigiéndose finalmente hacia el árbol pero sin saber si allí encontraría algo más que el silencio de la noche, sabiendo solo que estaba demasiado cansada como para llegar más lejos y que, cuando llegara al árbol, quizá tuviera que darse la vuelta y enfrentarse a la muerte. Aquella había sido una noche horrible para todos nosotros, pero para ella quizá más que para nadie.

Eso suponiendo que Lee estuviera bien.

Robyn volvió a tomar la palabra.

—Todavía está muy oscuro. ¿Qué vamos a hacer? Lee sigue desaparecido, y tenemos a este hombre, inconsciente, al pie de los escalones que llevan a nuestro refugio en el Infierno.

Al fin Homer se espabiló un poco. A todos nos estaba costando mucho esfuerzo. Intentábamos pensar y hablar con normalidad, pero las palabras parecían salir lentamente, como la pasta de dientes del final del tubo cuando la aprietas.

—Podemos esperar un poco más —dijo—. Poneos en el lugar de ellos.

No van a estar recorriendo el monte a estas horas buscando supervivientes, ni siquiera de los suyos. Es demasiado peligroso. Y, de todas formas, seguramente pensarán que no se les ha escapado nadie. Yo creo que el que perseguía a Fi era el único que iba por libre.

—¿Y qué hacemos si…? —empecé a decir. Tuve que aclararme la garganta y empezar de nuevo—. ¿Y qué hacemos si dentro de una hora o dos este tío sigue vivo?

Homer no me miró. Con la voz quebrada, dijo:

—Lo que hiciste con aquel tío en Buttercup Lane, al que yo le disparé…

—Pero eso era distinto —protesté—. Lo hice porque iba a morir de todas maneras. Fue una eutanasia.

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