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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Mañana en tierra de tinieblas (11 page)

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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—¿Ni una positiva?

—No muchas.

—¿Ninguna?

—Ya sé lo que quieres que te diga. El amor por ti y todo eso, supongo.

—No, no quiero que digas nada —espetó, algo herido—. Ni siquiera estaba pensando en eso. Estoy preocupado por ti, nada más.

—Lo siento. Lo siento. Parece que ya no soy capaz de pensar como una persona normal y corriente. Todo está distorsionado. ¿Puedes creer que ningún país mueva un dedo por nosotros?

—Bueno, creo que más de un país ha sufrido invasiones en el mundo mientras nosotros nos quedábamos de brazos cruzados.

—Pensaba que éramos diferentes. Pensaba que todo el mundo nos quería.

—Pues supongo que solo les gustábamos. Hay una gran diferencia entre «querer» y «gustar».

—Ya te digo. ¿Qué hay de ti? ¿Te gusto o me quieres? —pregunté con aire despreocupado, aunque me inquietaba su respuesta.

—Es una gran pregunta. —Con el dedo corazón dibujó círculos alrededor de mi ombligo, y subió algo más arriba. Mi piel cobraba vida al contacto de sus caricias, aunque el resto de mi ser seguía helado. Entonces, dijo, muy despacio—: Me gustas con todos tus defectos, filie. Y supongo que eso es amor.

No me lo tomé muy bien al principio, teniendo en cuenta todos los defectos de Lee: sus melancólicos silencios, sus arrebatos de mal genio, su sed de venganza. Pero era consciente de que yo también los tenía: mi carácter mandón y en ocasiones excesivamente crítico, mi falta de tacto. Entonces, empecé a tomar conciencia del cumplido que acababa de hacerme, de la declaración que acababa de pronunciar. Tenía razón: no tiene el mismo valor lo que sientes por una persona cuando la conoces poco que cuando la conoces bien. Yo ya había experimentado los golpes de calor que se tienen cuando crees estar enamorada, cuando ves a alguien tan atractivo que lo seguirías el resto de tu vida solo para poder seguir mirándolo sin cesar. Ese tipo de amor no significaba gran cosa. Era como cuando mis compañeros de clase decían que «estaban colados» por una estrella de cine o de la música. Eso no era amor. Lee hablaba de sentimientos tan grandes como las montañas que tenía delante. Durante un momento, un nuevo mundo eclosionó en mi mente, un mundo donde ya era adulta, trabajaba duro, mantenía unido a un grupo de personas, era líder. Con gran conmoción, me di cuenta de que estaba pensando en ser madre. ¡Ni de coña! Eso no formaba parte de mis planes. Me enderecé y aparté la mano de Lee de mi pecho.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—No quiero que esto vaya demasiado lejos.

—Sí que quieres.

—¡Lee! Ni se te ocurra decirme cuáles son mis sentimientos.

Él se echó a reír.

—Viendo que no sabes lo que sientes, quizá no te venga mal que te lo diga yo.

—¿Qué? ¡Eso lo dirás tú!

—Entonces, ¿lo sabes tú?

—¡Claro! Por supuesto que lo sé.

—Vale, dispara.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, si tan segura estás de lo que sientes, dímelo. Me muero de curiosidad.

—¡Qué coñazo de tío! Vale, ¿qué siento? Déjame ver. Vale. Hum, hum, hum. Vale, ya lo tengo. Me siento confusa.

—¿Ves? ¡Tenía razón! No sabes lo que sientes.

—¡Sí que lo sé! ¡Me siento confusa! Acabo de decírtelo.

—¡Pero la confusión no es un sentimiento!

—¡Sí que lo es!

Forcejeamos y acabó tumbándome en el suelo.

—Ellie, ya estás otra vez con tus viejos trucos. Menos darle al coco, y más sentir.

Me plantó un fuerte y prolongado beso al que no tardé en corresponder con la misma fuerza. Entonces, los besos fueron haciéndose más lentos y suaves, algo descontrolados, pero agradables. Aunque yo seguía mosqueada por ciertas cosas. Así que, cuando nos detuvimos para tomar aliento y Lee me acarició el hombro con la nariz, volví a la carga.

—Lee, sé que me besas para que me esté calladita, pero hablo en serio, me preocupo por nosotros. Por ti y por mí. No sé qué va a ocurrir, ni cómo acabaremos. Y no me vengas con chorradas como «nadie puede predecir el futuro». Dime algo que no sepa ya.

—Bueno, ¿y qué otra cosa puedo decir? El futuro es… No lo sé, ¿qué es el futuro? Es una hoja de papel en blanco que llenamos nosotros. Pero a veces alguien nos sujeta la mano y las líneas que trazamos no son las que habríamos querido.

Lee dijo aquello con tono soñador, con la mirada perdida en el dosel de árboles que se extendía encima de nuestras cabezas. Me quedé muy impresionada.

—¡Qué fuerte! ¿Se te acaba de ocurrir?

—Más o menos. Ya había pensado en este tema antes, pero esta vez me ha salido así. De todos modos, es cierto, y eso es lo único que importa.

—Hum, supongo que sí. Aunque se supone que aquí, en el Infierno, podemos trazar las líneas que queramos en general, o al menos con mucha más libertad que antes. No hay adultos que nos sujeten la mano.

—No, pero tenemos nuestros propios pensamientos, que han ocupado su lugar. Y la prueba es que estemos actuando de forma tan planificada. Apuesto a que un montón de gente habría esperado que acabásemos montando una orgía de sexo, drogas y chocolate, pero hemos mantenido la cabeza muy fría. Hasta ahora.

—¿En serio? ¿Y qué significa eso?

—Ya sabes qué significa.

—¿Te refieres al sexo, a las drogas o al chocolate?

—Bueno, yo sé cuál de los tres me importa más, y te aseguro que no es el chocolate.

—Crees que deberíamos hacerlo, ¿verdad?

—¿Hacerlo? —bromeó—. ¿Hacer qué?

—Ya sabes qué.

—Vale, sí, creo que deberíamos hacerlo.

—Lo sabía —dije, sin saber bien si me estaba tomando el pelo o hablaba en serio.

—Y tú también quieres.

—A veces sí —reconocí, poniéndome algo colorada.

—Así que, en el fondo, estábamos hablando de eso desde el principio, ¿no?

—Es posible —suspiré, y me aparté el pelo de la cara—. Joder, Lee — dije, volviéndome repentinamente hacia él y agarrándole por el cuello de la camisa—. A veces te deseo con tanta fuerza que creo que voy a explotar.

—¿Crees que Homer y Fi lo han hecho ya?

—Lo dudo. Fi me lo habría dicho.

—Qué gracia. Las chicas siempre os lo contáis todo.

—¿Acaso no lo hacéis los chicos? Venga, no me vengas con esas.

—De todos modos, no me extrañaría que Fi no te contase nada, después de saber lo que escribiste sobre ellos.

—Apenas se han tocado desde entonces.

—Sí, están muy raros. Oye, espera un momento. ¿No irás a anotar esta conversación luego?

—No se lo enseñaré a nadie si lo hago.

—Más te vale. —Se volvió hacia mí, me cogió la mano y se puso a acariciar el dorso—. Dime, Ellie, ¿qué nos está pasando? ¿Por qué estamos hablando de todo esto?

—No lo sé. Estoy perdiendo la cabeza, me preocupan demasiadas cosas. Sin ir más lejos, a veces tengo la impresión de que estamos juntos solo porque no hay nadie más. Si todavía estuviésemos en el instituto, si la invasión nunca hubiese ocurrido, apenas seríamos amigos. Entonces, ¿es esto cosa del destino o no? Quizá lo nuestro no sea más que uno de esos romances de verano que salen en las pelis de Hollywood. Y, si solo se trata de eso, lo nuestro no sería algo auténtico.

Lee se disponía a decir algo, pero lo interrumpí.

—Vale, sé lo que vas a decir, que me como demasiado el coco. Lo reconozco. Pero supongo que solo estoy eludiendo la cuestión de fondo. Y la cuestión de fondo es más o menos lo que tú has dicho. Llevamos juntos una temporada, y estamos muy bien. Pero hay algo en mí que me empuja a dar un paso hacia adelante, y no me refiero solo al plano físico, aunque esa parte es innegable. —Conforme hablaba, empecé a hacerme una idea acerca de ese algo—. Creo que tiene que ver con todo lo que nos ha pasado. La invasión, estar aquí, hacer saltar todo tipo de cosas por los aires, matar a gente. Y yo me pregunto: ¿es este el tipo de vida que nos espera? ¿Vamos a quedamos siempre aquí, viendo pasar el tiempo, saliendo cada pocas semanas a matar a unos cuantos soldados? Si a esto se va a reducir nuestra existencia durante los próximos cincuenta años, olvídalo. Quiero avanzar en la vida, independientemente de lo que ocurra a nuestro alrededor. Y el caso es que no hemos avanzado nada desde que estamos aquí. No hemos construido nada, excepto unos gallineros cutres; no hemos aprendido nada, ni hecho nada positivo.

—Pues yo creo que hemos aprendido un montón de cosas.

—Sí, claro, sobre nosotros mismos y todo ese rollo. Pero no me refiero a ese tipo de aprendizaje, sino a cosas que carecen de utilidad y son hermosas a la vez, no sé si me explico. Saber nombrar y reconocer las constelaciones en el firmamento; o saber que Miguel Ángel pintó la Capilla Sixtina tendido boca arriba y con la pintura cayéndole en los ojos. O cosas como la sucesión de Fibonacci, la ceremonia del té japonesa o cómo se dice «tren» en francés. Me refiero a ese tipo de cosas. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

—Supongo. Intentas decir que si perdemos todas esas cosas estamos acabados, sin importar lo que ocurra, sin importar las victorias militares que sumemos.

—Exacto. ¡Me entiendes! Necesitamos perseguir lo que queremos, no solo rechazar lo que no queremos. Plantar todas esas semillas, por ejemplo, fue una buena idea, pero también habríamos debido plantar flores. El Ermitaño lo sabía bien. Por eso mismo plantó esas rosas. Y cuando hizo aquel puente, no se limitó a colocar unos cuantos troncos sobre el arroyo deprisa y corriendo; lo hizo hermoso y recio, para que durase siglos. Debemos crear cosas, y pensar a largo plazo. Dejarles cosas a los que vengan después. Decir ¡viva la vida!

Dicho esto, me levanté de un salto y me puse a bailar junto a la pequeña y oscura casa del Ermitaño. Regresé con decenas de pétalos de rosa que esparcí generosamente por la cara de Lee. Pero no me bastó con eso. De pronto, sentí tal subidón de energía que me vi capaz de plantar mil árboles, de besar a mil chicos, de construir mil casas. Pero lo que hice fue emprender el camino de vuelta a la carrera: me precipité arroyo abajo, atravesé el claro en zigzag y subí por el camino que llevaba hasta los Escalones de Satán para ver desde ahí la puesta de sol.

Cuando cayó la noche y las moscas se fueron a dormir, Homer y yo matamos a uno de los corderos. Yo lo sujetaba con la rodilla mientras Homer lo degollaba. Hecho esto, tiré de la cabeza hacia atrás para romper el hueso y dejar que corriera la sangre, que se escurriera la vida. Entre los dos lo despellejamos. Con su enorme puño, Homer se ocupó de la parte del abdomen y de la falda. No es que me apeteciese demasiado hacer aquello. De hecho, pensé que tal vez no sería capaz, que hacerlo evocaría los malos recuerdos de la emboscada. Pero no fue así. No sé si la conversación con Lee había ahuyentado del cielo la amenazante sombra, pero en cuanto agarré al cordero, me lancé a repetir los pasos que tantas veces había seguido en el pasado. En casa siempre habíamos sacrificado a los animales con nuestras propias manos. Nunca te acostumbras del todo a dar la muerte a un animal; por ejemplo, sacar el corazón aún caliente, que parece contener aún la vida, siempre es una experiencia intensa, aunque lo hayas hecho miles de veces. Ese, al menos, era mi caso. No lo haces como un robot ni tampoco como si estuvieses pelando patatas. Para mi alivio, me di cuenta de que nada de eso había cambiado para mí. Y no utilizo la palabra «alivio» a la ligera.

Le cortamos la cabeza y la lanzamos al foso que Fi había cavado para almacenar los restos. No me van los sesos, y esa noche en particular no me apetecía despellejarle la cara ni cortarle la lengua. Después colgamos el cordero de una rama para destriparlo. Y los demás estaban metiéndonos tanta presión para que les preparásemos una buena barbacoa, que lo despedazamos de inmediato, pese a que es mejor esperar a que la carne se enfríe. Cortamos los primeros trozos, con algo de brusquedad, y los lanzamos al fuego. No fue hasta medianoche cuando nuestras hambrientas bocas hincaron el diente a una carne rosada y caliente, pero la espera mereció la pena. Nos dimos un buen festín, sonriéndonos los unos a los otros mientras nuestros dedos grasientos y ennegrecidos desgarraban tiras de carne. La muerte de algo puede significar el nacimiento de otra cosa. Sentí una renovada determinación, seguridad y confianza en mí misma.

Capítulo 7

Lo que vino después fue idea mía, lo reconozco. Ellie asume toda la responsabilidad. Me reconcomía la sensación de no estar haciendo lo suficiente. Siempre pensé que debía de existir salida por el otro lado del Infierno, siguiendo el arroyo. Al fin y al cabo, tenía que desembocar en algún lugar, y no iba a ser colina arriba. En el valle contiguo, en la zona Risdon, discurría el río Holloway. No tenía ni idea si el camino sería transitable, pero sabía que merecía la pena intentarlo. Ansiaba conocer nuevos horizontes, nuevos escenarios, nueva gente tal vez. Como si necesitara unas vacaciones. Pese a lo que nos dictaban tanto los boletines radiofónicos como nuestro propio sentido común, tenía la vaga sensación de que las cosas serían diferentes allí, de que tras esas montañas daríamos con una nueva tierra, verde y apacible, donde no tendrían cabida la desesperación y la hostilidad de Wirrawee. No confesé a nadie mis esperanzas. Solo hablé de la necesidad de abrir una vía de retirada, de que tal vez nos fuera de utilidad saber cómo pintaban las cosas a orillas de Holloway. Después de todo, el conocimiento es poder.

Reaccionaron con bastante entusiasmo, la verdad. No tuve que convencerlos mucho. Homer había sugerido en varias ocasiones que debíamos encontrar a más gente, reunirnos con otros grupos, y quizá Risdon nos brindara esa oportunidad. Además, creo que todos teníamos ganas de intentar cosas nuevas. Nos ayudaría a sentir que estábamos haciendo algo constructivo. Solo Chris prefería quedarse donde estaba. Y, aunque podría venirnos bien que alguien se quedara en el campamento para cuidar de las gallinas y el cordero, no me parecía buena idea de que él se quedase solo. Cada vez se lo veía más retraído, sentado sin más compañía que él mismo y escribiendo en su libreta, con la mirada perdida en los precipicios. Creo que él solito se bebió toda la cerveza que cogimos en casa de los King, porque cuando fui a buscarla no encontré nada, y Lee me dijo que no sabía dónde estaba. Con lo cual ya no quedaba ni una gota de alcohol, que yo supiera, y supuse que quizá por eso estaba de tan mal humor. Tenía arranques de actividad repentinos, por ejemplo cuando nos construyó una sólida y espaciosa leñera para mantener seca la madera. Tardó tres días en acabarla, y no dejó que nadie le echase una mano, pero una vez hubo terminado, ya no hizo mucho más.

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