—Claro que sí —contesté, devolviéndole los besos—. Todo exactamente igual.
Me sonrió y me fui a trabajar.
Aquella misma tarde, Reina me llamó para preguntarme qué tenía pensado hacer en Navidad, y antes de darme tiempo para explicarme, me contó que ella había pensado que cenáramos todos en su casa, ellos, los niños, papá y mamá con sus respectivas parejas, y yo sin ninguna.
—Vamos, entiéndeme —dijo—, eso es lo que suponemos, pero puedes venir con quien quieras, naturalmente.
Faltaban más de quince días para Nochebuena y la verdad es que no había pensado todavía en nada concreto. Estaba segura de que Hristo vendría conmigo si se lo pedía, pero me parecía una putada llevarle. Al final, llamé a Reina y acepté, proponiendo a cambio que Jaime pasara la Nochevieja conmigo. Fue entonces cuando me preguntó si yo no encontraba a mi hijo un poco raro últimamente.
—No —contesté, sin necesidad de pararme a pensarlo—. Yo lo veo bien, igual que siempre. ¿Por qué dices eso?
—No, por nada.
—No, Reina, por nada no puede ser. ¿Qué es lo que le pasa?
—No sé… —murmuró—. Le ha dado por no hablar, y se pelea mucho con su prima. A lo mejor es porque ya se me nota el embarazo.
—¡Pero qué dices! Si el otro día me dijo que le hacía mucha ilusión tener una hermana.
—¿Tú crees?
—Pues sí, porque a ver por qué me iba a decir a mí otra cosa… Además —le recordé, como hacía siempre que tenía ocasión—, tú no eres su madre. ¿No será algo que ha pasado en el colegio? Aunque ha sacado muy buenas notas este trimestre.
—Ya, bueno, tendrá una mala racha.
No dijo nada más, pero yo tampoco necesitaba oír más para preocuparme. Sin embargo, vigilé con el rabillo del ojo a Jaime durante el fin de semana y lo encontré de buen humor, contento, y hasta especialmente comunicativo. Un día de la semana siguiente, fui a buscarle al colegio y le llevé al cine y a merendar, y a la salida me preguntó si podía quedarse a dormir en mi casa, y cuando le dije que por supuesto que sí, que podría hacerlo siempre que quisiera porque mi casa era su casa, me dijo que Reina le decía a veces que yo no podía llevarle al colegio antes de ir a trabajar porque me pillaba demasiado lejos y llegaría tarde a dar mis clases.
—¿Pero a que a ti no te importa llegar al colegio un cuarto de hora antes de que suene el timbre? —le pregunté.
—Claro que no.
—Entonces puedes venir a dormir aquí siempre que quieras. No tienes más que llamar y yo iré a buscarte.
Aquella noche, cuando le acompañé hasta la cama, me quedé un momento con él.
—¿Pasa algo, Jaime?
—¡Noooo! —me contestó, moviendo la cabeza.
—¿Seguro?
—Claro.
—¡Qué bien! —dije, sonriendo.
Luego le besé, apagué la luz y salí de la habitación, pero antes de cerrar la puerta, le escuché llamarme.
—¡Mamá!
—¿Qué?
—Cuando me den las vacaciones, podemos ir a Almería, ¿verdad?
—No creo, rey —dije, volviendo a su lado—, porque estas vacaciones son muy cortas, y tenemos que cenar con toda la familia en Nochebuena, y después en Nochevieja, y luego vienen los Reyes y no te dejarán nada si te pillan fuera de casa. Pero nos iremos en el primer puente que haya el año que viene, ¿de acuerdo?
—Sí —cerró los ojos y se revolvió contra la almohada. Parecía cansado.
—Buenas noches —le dije.
—Buenas noches —contestó, pero luego me llamó otra vez—. Mamá.
—¿Qué?
—No se lo he dicho a nadie, ¿sabes? Lo de nuestro escondite…
Dos días después, Reina me llamó otra vez para comentarme lo raro que encontraba a Jaime, y esta vez mentí deliberadamente al contestar le que no le había notado nada especial.
El alto con bigote se llamaba Petre, pero Hristo me dijo al oído que se hacía llamar Vasili porque en España nadie esperaba que un búlgaro se llamara así. Fue enumerando el nombre de todos los demás mientras me los presentaba, Giorgios, otro Hristo, Nikolai, otro Hristo, Vasco, Plamen, un Petre sin complejos, un Vasili auténtico y todavía un par de Hristos más.
—Mi nombre muy famoso en Bulgaria —dijo, como disculpándose.
Hacía mucho frío, pero era difícil sentirlo. La Puerta del Sol estaba llena de gente apresurada y sonriente, las luces de colores brillaban sobre nuestras cabezas, y la desaforada megafonía de unos grandes almacenes repartía una monótona sucesión de villancicos tradicionales cuyo venenoso eco reventaba en el aire, impregnándolo de una nostalgia artificial y melosa. Poco a poco, fueron llegando más invitados a aquella extraña fiesta de Navidad, casi todos búlgaros, pero también rumanos, rusos, e incluso polacos, siempre muy jóvenes y hombres en su mayor parte, algunos acompañados por chicas españolas, otros con sus mujeres y algún niño pequeño, hasta formar una pequeña multitud alrededor de la fuente en cuyo reborde Hristo y yo habíamos encontrado milagrosamente un hueco donde sentarnos. Pronto empezaron a circular botellas de dos litros de Coca-Cola rellenas de ginebra hasta la mitad, y ningún vaso. Bebíamos a morro, limpiando el gollete con la palma de la mano antes de llevarnos la botella a la boca, y pasándola hacia la izquierda después del primer trago, hasta que llegaba otra por la derecha, y alguien empezaba a cantar en una lengua extraña, algunos le hacían coro durante un momento, luego cesaban y se reían, parecían muy contentos, se lo dije a Hristo y él me miró con cara de extrañeza, claro que estamos contentos, me dijo, mañana es Navidad. Entonces me eché a reír y él me besó, y me sentí mejor porque estaba allí, con aquellos millonarios desposeídos, que no tenían absolutamente nada pero esperaban del futuro absolutamente todo, porque estaban vivos, y llenos de cosas por dentro, y al día siguiente era Navidad, y no hacía falta nada más para estar contento. Yo les acompañaba y bebía con ellos, sin intención de perder el control pero sin hacer nada por evitarlo, mirando el reloj de reojo y maldiciendo de antemano la función que me esperaba, como si no pudiera concebir nada más odioso que la obligación de encerrarme esa noche en casa de mi hermana, a cenar, sonreír y templar gaitas, una tortura de la que, al menos, se habían librado ya, y por muchos años, los miserables optimistas que me rodeaban. Brindé por eso sin decir nada, y seguí bebiendo, y riéndome, y besando en las mejillas a los que se me acercaban, y dejándome besar a la vez, feliz Navidad, feliz Navidad, feliz Navidad para todos, qué cojones.
Ellos me vieron a mí antes de que yo pudiera distinguirles entre los ríos de gente que se cruzaban y entrechocaban como hormigas en la boca de un hormiguero, empujándose mutuamente en direcciones opuestas frente a la desembocadura de la calle Preciados. Caminaron unos pasos en mi dirección y se detuvieron, atónitos, ante el corro de los refugiados, que se abrió de inmediato para franquearles el paso, sus integrantes repentinamente cohibidos por la siempre impresionante y universal apariencia de las personas de orden. Cargados de paquetes, prósperos y bien vestidos, parecían cualquiera de esas familias modélicas que salen en los anuncios de televisión exhibiendo la estupenda bicicleta de montaña que les ha regalado su banco de toda la vida por el mero hecho de abrir la cartilla que premia los ahorros con el siete coma pi por ciento de interés, increíble pero cierto, ¿y a qué está esperando usted?
Reina iba completamente cubierta por un visón flamante, largo hasta los pies, y apestaba a laca como si acabara de salir de la peluquería. Su hija parecía una réplica exacta de las niñas que nosotras habíamos sido a su edad. Santiago llevaba un abrigo de pelo de camello de color tostado, y debajo, traje oscuro y corbata, como no podía ser menos en una fecha como aquélla, y Jaime tampoco se había librado. Bajo la trenka, entreví un bláiser azul marino con botones dorados que no le había visto puesto nunca.
—¡Hola, mamá!
Mi hijo fue el único que me saludó con serenidad, y si no se hubiera mostrado tan contento de encontrarme, tal vez yo nunca habría llegado a tomar conciencia exacta de mi situación, pero su saludo me despejó en un instante, y sólo entonces pude verme desde fuera, como si no fuera yo misma, una mujer de mediana edad abrazada a un hombre ocho años más joven que ella y rodeada por todas partes por una escolta de desharrapados, extranjeros indocumentados, ilegales, de inquietante aspecto, que se cambiaban de acera cada vez que veían un guardia de lejos, y todo parecía normal, pero esa mujer era yo, y era la madre del niño bajito con labios de indio que movía la mano en el aire, saludándome como si también él encontrara normal todo aquello, y de repente sentí que esa sonrisa lo significaba todo para mí, e intenté tocarle, pero mi hermana, que le llevaba de la mano, dio un paso atrás.
—¿Vas a venir a cenar? —me preguntó.
—Claro —contesté, sin poder impedir que mi voz sonara pastosa.
—Pues más te valdría ir a casa a cambiarte antes, porque estás hecha un asco.
Incliné la cabeza y distinguí la huella de varios regueros de Coca-Cola sobre mi blusa blanca. Estaba tan furiosa que no encontré nada airoso que decir. Cuando volví a mirar al frente, ya se habían dado la vuelta, y se alejaban deprisa de mí, dándome la espalda.
—¡Jaime! — grité, con una espantosa voz de borracha—. ¿No me vas a dar un beso?
Mi hijo se volvió a mirarme, enderezó la cabeza, y la giró otra vez. Entonces me hizo un gesto con la mano, pidiéndome que le esperara, y a pesar de la distancia, pude ver perfectamente cómo hacía ademán de soltar la mano de mi hermana, y cómo Reina aferraba la suya con más fuerza, haciéndole dar un traspiés. Un instante después, se dio la vuelta y me miró por última vez, encogiendo los hombros para demostrar su impotencia, mientras me mandaba un beso en la punta de los dedos.
Hristo, que lo había visto todo y no había entendido nada, me estrechó por los hombros cuando empecé a llorar, y luego me abrazó, y empezó a besarme, a acariciarme la cara, y a limpiarme las lágrimas, y yo le agradecí en silencio todos sus cuidados, y me hubiera gustado explicarle que ni él, ni nadie, podría cortar jamás, con ningún gesto, aquella brutal hemorragia de llanto, pero no podía hablar, sólo sollozar en voz alta, dejando escapar hipidos largos y hondos, el estridente sonido de la desolación, hasta que alguien, desde alguna parte, me alargó una botella casi llena para que vaciara de un solo trago la mitad de su contenido, y la reacción que desató el alcohol en mi interior, me permitió por fin abrir los ojos, y mover los labios.
—Pushkin —dije, y él asintió, moviendo la cabeza.
Luego, volvió a estrecharme por los hombros con las dos manos, me apretó contra su pecho, y yo seguí llorando.
Me desperté vestida, tirada en un sofá, en el salón de una casa que no conocía. Si mantenía los ojos cerrados, sólo sentía el zumbido de un serrucho que me cortaba la cabeza por la mitad, pero apenas levantaba un párpado, una mano invisible asestaba un martillazo bestial a la cabeza de un clavo muy gordo que me atravesaba el cerebro en diagonal. Recordaba vagamente cómo había ido a parar allí la noche anterior, pero no podía acordarme de a qué otro sitio tendría que haber ido en lugar de terminar en aquel piso lleno de gente que dormía en el suelo. Cuando conseguí conectar todos los cables, me puse de pie y, abriendo los ojos lo menos que pude, conseguí sortear sin dificultad todos los cuerpos que se interponían entre el mío y la puerta, localicé mi abrigo en el perchero del recibidor, me lo puse, y salí a la calle.
No contaba con encontrar un taxi tan deprisa, la mañana de Navidad y en lo que me parecía recordar que era el barrio de Batán, pero me tropecé con uno libre antes de llegar a la boca del metro. Cuando llegué a casa, vacié dos sobres de Frenadol en medio vaso de agua, y sin esperar a que me hicieran efecto, me preparé un zumo de tomate con mucha pimienta y un buen chorro de vodka. Luego me senté junto al teléfono con una toalla empapada de agua fría encima de los ojos, y marqué un número de memoria.
—¿Llamas para disculparte? —preguntó Reina después de descolgar.
—No. Solamente quiero hablar con mi hijo.
—Muy bien, espera un momento.
Jaime se puso enseguida, y le pedí perdón por no haber ido a cenar la noche anterior.
—No te preocupes mamá. Fue una cena muy aburrida y el pavo estaba duro. Seguro que tú te lo pasaste mejor con Jesucristo.
—A lo mejor, hoy podemos comer juntos… —propuse sin muchas esperanzas.
—No, no podemos, porque hoy vamos a comer en casa de la tía Esperanza.
—Claro —dije, acordándome de que Santiago siempre comía con sus hermanas el día de Navidad—. Bueno, pues te iré a buscar mañana, entonces.
Dijo que sí y colgó, después de advertirme que estaban poniendo dibujos en la tele.
Me tumbé en la cama, a oscuras, y dormí un par de horas. Al despertarme me encontraba muchísimo mejor. Me duché, me vestí, y salí a la calle con una bolsa de plástico en la mano izquierda. Hacía un día frío, pero el cielo estaba azul, y el sol limpio. Me pareció un buen presagio y decidí ir andando a pesar de la distancia.
Encima de la puerta, el cartel anunciaba reparaciones de urgencia, servicio veinticuatro horas, pero el local que se adivinaba entre las persianas que colgaban detrás de la puerta parecía desierto. Llamé al timbre sin grandes esperanzas, pero al segundo intento acudió un operario muy joven, embutido en un mono azul, que no presentaba un aspecto mucho mejor que el mío. En su rostro se leía el intenso cabreo que le sacudía cuando recordaba que le había tocado trabajar en un día que era festivo hasta para los panaderos. Le seguí en silencio hasta el mostrador, abrí la bolsa para mostrarle su contenido y a punto estuve de anticipar alguna excusa por la nimiedad de mi problema antes de exponérselo. El me sonrió abiertamente, sin embargo. Levantó la caja en el aire, dedicó sólo un instante a estudiar la cerradura, desapareció con ella por la puerta del fondo y volvió enseguida, después de producir un ruido seco.
—¡Qué bien! — exclamé, mientras devolvía a mi bolsa la caja ya abierta, la tapa deformada por las huellas de la palanca—. ¡Qué rápido! ¿Cuánto te debo?
—Nada, mujer —contestó—. ¿Cómo te voy a cobrar por una tontería como ésta?
Insistí brevemente pero él se mantuvo firme en su propósito de no cobrarme.
—No es nada, en serio.
—Muchas gracias, y otra vez perdona. Siento haberte molestado por tan poca cosa.
—De nada —bostezó, preparándose para reintegrarse al sueño que yo había interrumpido—. Y feliz Navidad.