Un sábado clásico de aquella época, Santiago atornillado frente al televisor, el vídeo en marcha, coronado por tres estuches de plástico con sus correspondientes películas de espías dentro, me sorprendí preguntándome si no habría preferido tener un marido como mi abuelo Pedro, incluso si su posesión implicara compartirlo inevitablemente, antes o después, con cualquier Teófila. Jugaba con la idea de que, a pesar de todo, habría preferido la vida de Teófila a la de mi abuela, cuando mi marido me miró, y me animó con una sonrisa inocente a concentrarme en la película, me temo que ésta es de ésas en las que hay que fijarse bien al principio, me dijo, si no, luego no te vas a enterar de nada…, y entonces no sólo me sentí despreciable, sino que me desprecié a mí misma, e intenté desterrar para siempre aquella fantasía cruel y absurda. Debería de haber crecido lo suficiente como para entender, sin renunciar a amarle, que mi abuelo no habría sido un marido bueno para nadie, pero a veces, todo se me ponía en contra.
Cuando sucedió, Santiago no se dio cuenta de que aquélla era la gota que colmaba el vaso. Nunca se lo mencioné, ya no tenía sentido comentar esa clase de cosas, pero estoy segura de que jamás se le habría ocurrido suponer que aquel detalle pudiera llegar a cobrar tanta importancia. No nos había pasado antes, en casi dos años de matrimonio y otros tantos de noviazgo, porque él siempre había ejercido un control inconcebiblemente escrupuloso sobre mi organismo, del que yo, por cierto, no me preocupaba en exceso, quizás porque, desde hacía mucho tiempo, para mí todos los días eran igual de puros. Sabía que a él no le gustaba, sospechaba que bajo el solidario argumento que solía aliñar sus periódicas incursiones al cajón de mi mesilla —esto es tan asunto mío como tuyo—, latía esa razón y no otra, me había dado cuenta de que lo evitaba antes incluso de provocar su violenta confesión, declarando en público, tranquilamente, y sin ninguna intención especial, ni buena ni mala, que a mí me apetecía mucho más follar cuando tenía la regla, que me gustaba más, y que se lo había contado a mi ginecólogo, y que él me había dicho que era natural, porque la regla incrementaba la producción de no sé cuál hormona. Estábamos en casa, recién casados, habíamos invitado a cenar por primera vez a dos amigos de Santiago, ambos economistas e insustanciales, y a sus mujeres, una seis años mayor que yo, otra solamente tres, ambas por igual asesoras de empresas —una fiscal, otra legal— y por igual insustanciales, y siguiendo una extraña norma que aquel grupo de amigos, y ningún otro que yo conozca, aplicaba invariablemente en tales ocasiones, nos habíamos colocado por sexos, Santiago en una cabecera, flanqueado por varones, y yo en la opuesta, flanqueada por mujeres, con las que, se daba por sentado, tendría muchísimos más temas interesantes de los que hablar, así que habíamos llegado sin remedio a los anticonceptivos, anovulatorios sí, anovulatorios no, y que si a mi hermana la dio por engordar y se ha puesto como una vaca, y que sí de acuerdo pero quita quita, que una amiga mía usaba una esponjita francesa que era buenísima y sale de cuentas la semana que viene. Yo no los noto, comenté, más por quedar bien como anfitriona que por opinar acerca de una cuestión que no me preocupaba desde hacía tanto tiempo que ni siquiera recordaba la fecha exacta, quiero decir que no me entero, no engordo, ni adelgazo, ni me deprimo, ni nada, lo único es que, claro, las reglas no son de verdad. Mujer, pero si eso da lo mismo, protestó la que estaba a mi derecha, y entonces lo dije, lo dije de pasada, sin darle importancia, no la tenía, pero todos, también los hombres, me miraron como si estuviera loca, como si me hubiera vuelto loca de repente, y el tema de los anticonceptivos se dio automáticamente por zanjado. Mis interlocutoras se abonaron a la conversación de la otra punta de la mesa, la ley Boyer, creo, y yo me callé, estuve callada el resto de la noche, preguntándome por qué Santiago me miraba con aquellos ojos furiosos. Cuando nos quedamos solos, me preguntó qué ganaba escandalizando de aquella manera a sus amigos, y no le entendí. Luego, cuando después de mil rodeos y varios cambios bruscos de color, encontró la manera de explicarme que para las mujeres normales hacerlo con la regla es una guarrada, me tocó preguntar a mí, y me contestó que no, que jamás se le habría ocurrido que yo hubiera hablado en serio, que lo que había dicho en la cena fuera verdad. Pero lo es, dije al final, yo no tengo la culpa, y además, a otros tíos no les importa. Tu primo, ¿no?, sugirió, con un fondo de ironía. Por ejemplo, contesté, a mi primo se la sudaba. Pues a mí me sigue pareciendo una guarrada, concluyó, y entonces advertí por primera vez de qué extraña manera coinciden ciertas normas de las mujeres normales con ciertas normas de los hombres normales, pero de todas formas, nunca volvimos a hablar del tema.
Desde entonces sabía que no le gustaba, pero aquella vez fui inocente, porque antes de empezar me preguntó si me había venido la regla, y si le contesté que no, fue porque no me había venido. Todavía puedo contemplar su cara, podré verla hasta en el instante justo de mi muerte, las aletas de la nariz tensas, los labios prietos, fruncidos en una mueca grotesca, los ojos, dilatados de asco y de terror, oscilando histéricamente entre su polla manchada de sangre y mis ojos limpios. Le habría escupido en la cara, pero ni siquiera tuve tiempo para convocar una flema adecuadamente gruesa a las resecas cavernas de mi boca. El volvió a introducirse en mi cuerpo, alargó un brazo hasta la mesilla, se hizo con la caja de pañuelos de papel que había dentro del cajón, extrajo por lo menos una docena que amontonó previsoramente sobre la palma de su mano izquierda, y con esa misma mano se ayudó a salir nuevamente de mí. Luego, casi de un salto, abandonó la cama y se fue corriendo, sin invertir mucho más de medio minuto en toda la operación, mientras yo seguía quieta, tumbada, mirándole.
—Eso —dije en voz alta, aunque nadie podía escucharme—, vete corriendo al baño, pedazo de maricón.
Entonces descubrí que mis viejos terrores habían caducado, como se descubre qué le ha ocurrido a un yogur escondido en el fondo de la nevera, o a una vieja medicina olvidada en una repisa, y cuando intenté recordar qué larga y accidentada sucesión de circunstancias me habían conducido hasta aquella cama, logré reconstruir mis sentimientos sin esfuerzo, pero no encontré en ellos ningún sentido. A los veintiséis años y medio, ya no podía concebir el futuro como un inmenso y apetecible paquete que abriría en algún momento, cuando estuviera aburrida, cuando tuviera ganas, cuando me viniera bien. Mi futuro había empezado ya, sin pedirme permiso, como una de esas películas de espías en las que es imposible enterarse del argumento si una no se ha fijado muy bien en el principio. El tiempo, sin dejar de pasar, ya no pasaba. Desde ahora, se me descontaba. Aquel descubrimiento me sumergió de golpe en un terror nuevo, tan potente que desterró a todos los demás sin menguar un ápice, pero me juré a mí misma que, desde aquel preciso minuto, jamás volvería a dudar acerca de qué tipo de hombre me convenía.
Así empezó 1986, año de grandísimos acontecimientos.
—¿No me notas nada?
Reina giró un par de veces sobre sus talones antes de dedicarme una sonrisa radiante.
—No —contesté—. ¿Quieres un café?
—Sí, gracias… —murmuró con un acento apagado, casi decepcionado por la vulgaridad de mi respuesta.
No me apetecía nada tomarme un café a aquellas horas, la una y media de la tarde, pero de repente decidí que me vendría bien estar un rato a solas, aunque sólo fuera para serenarme. Estaba muy enfadada con Reina, pero me habían fallado las fuerzas antes de demostrárselo, como me ocurría siempre, y su actitud, la alegre naturalidad con la que se había dirigido a mí —¡pero Malena, tía, que estoy aquí! —cuando me disponía a abrir el portal de mi casa sin haber dedicado siquiera una ojeada al bulto que, apoyado contra el muro situado a mi izquierda, sugería la imagen de una mujer que estaba esperando a alguien que no podía ser yo, me había desconcertado todavía más. Mi hermana se comportaba como si hiciera apenas un par de días que hubiéramos comido juntas. Y eso, hasta para mí, era tener mucho morro.
Se agotaba el mes de abril del año negro que había perdido la fragante frescura de las novedades apenas unas horas después de comenzar, cuando, el 3 de enero, mi padre, que arrastraba cuarenta y ocho años de vida y veintisiete de matrimonio, abandonó a mi madre por la eterna novia de sus dos hermanos pequeños, la que nunca llegó a ser célebre vocalista pop Kitty Baloo, que a los treinta y siete había logrado por fin adquirir la apariencia de una abogada respetable, y con la que había mantenido una tremenda relación pasional —ella decía que todo el tiempo que no había pasado follando se lo había pasado llorando— durante los dos últimos años. Para mi madre fue un golpe terrible, a pesar de que pocas cosas debería de haber visto venir desde tan lejos durante toda su vida. Se derrumbó hasta tal punto que dejó pasar tres días enteros antes de descolgar el teléfono para llamarme, y cuando fui corriendo a su casa, Reina, que todavía vivía allí, me cuchicheó en el recibidor que ella también acababa de enterarse. Yo creo que estaba esperando a que él volviera, igual que había vuelto siempre de aquellas furiosas expediciones de castigo, a las cuarenta y ocho, a las setenta y dos horas, agotado y silencioso, con ojeras y marcas por todo el cuerpo, culpable pero finalmente leal, dispuesto a dejarse cuidar y consolar, compasivo y digno de compasión a la vez, como un eterno hijo pródigo. Pero aquella vez no volvió, porque ya no tenía edad para volver.
No me atreví a decírselo a mi madre, no me atreví a explicarle que probablemente él había sentido que aquélla era su penúltima oportunidad, y que sin ella, tal vez, ni siquiera dispondría de una última. Ella me miró, y sentí que me estaba leyendo el pensamiento.
—¿Y yo? ¿Qué hago yo ahora? ¿Adónde voy yo, con cincuenta años?
Yo sabía que acababa de cumplir cincuenta y dos, y que con un poco de mala suerte, no iría ya a ninguna parte.
—Es una putada —contesté—. Una gigantesca y asquerosa putada. No hay derecho.
—No, no lo hay —confirmó ella—. Pero ése es mi destino y será el tuyo, es el destino de todas las mujeres.
Entonces recobré un sonido muy distinto, el discurso de una mujer que no había consentido en plegarse a su destino, y tras la opaca cortina de sollozos de mamá, escuché otra vez las palabras de mi abuela, en la única ocasión en la que se atrevió a confiarme un secreto que no era solamente suyo, la primera, la última vez que me habló de mi padre, y por fin sentí su vergüenza, la indigna pasión que hasta entonces aún no había llegado a brotar entre sus labios, como un insulto propio.
—Jaime me llevaba a ver a Dios.
Repitió varias veces esta frase, siempre las mismas palabras ordenadas en la misma secuencia, con un acento dulce, desvaído, una sonrisa inmóvil que me impedía presentir la dirección en la que se precipitaba su memoria.
—La primera vez no encontré otra manera de explicar lo que me había pasado, invité a dos amigas a merendar a casa y yo sentía que tenía que contárselo, me hubiera gustado repetirlo todo el tiempo, escribirlo en las paredes, decirlo sin parar, hasta que lo supiera todo el mundo, pero no encontraba el camino, no sabía cómo empezar, y entonces, dejé la mente en blanco y me salió aquello, ayer me acosté con un hombre y vi a Dios…
Luego se callaba, y amagaba con continuar, pero no lo hacía, como si su aliento se helara al contacto con el aire, su voz aflojándose como el cabo de una vela consumida, hasta apagarse del todo antes de dejarse escuchar, pero a mí no me importaba, porque no necesitaba que dijera nada más, yo conocía lo que echaba de menos y no me sobraba ni un minuto de su silencio.
—Pero Jaime no volvía —dijo al fin—. No podía volver, claro, porque estaba muerto. Yo tenía treinta años, treinta y uno, treinta y dos… El estaba muerto. Los treinta y cinco me pesaron como si fueran un siglo.
No resistió la tentación, no habría servido de nada resistir. Amaneció un día cualquiera del año 41, una mañana cualquiera de principios de mayo, y al mediodía, cuando salió de la escuela, sintió que le sobraba la chaqueta y se la quitó con un gesto mecánico, incapaz de anticipar su importancia. El sol empapó sus brazos desnudos y una brisa caliente erizó de golpe el vello de sus piernas, desbaratando el espeso escudo de sus medias negras, sus gruesas medias de viuda. Solita se estremeció de asombro, y sonrió, porque después de tanto tiempo, su cuerpo volvía a ser capaz de acusar sin razón un placer físico, se encontraba bien dentro de su cuerpo otra vez, y solamente porque era primavera.
—Si al menos hubiera podido ver su cadáver, si lo hubiera tocado y lo hubiera enterrado en un lugar tranquilo, podría haber ido a limpiar su tumba de hierbajos, y a cubrirla de flores, y a lo mejor todo habría sido distinto. Tiene gracia, ¿sabes?, lo que cambian las cosas, pasarse la juventud abominando de la superstición, y el resto de la vida añorando una lápida contra la que apoyar la frente para llorar. Porque cada vez que leía su nombre en cualquier parte, en el Libro de Familia, en una tarjeta de visita metida en cualquier libro, o en alguna carta que se hubiera caído por azar dentro de algún cajón, cada vez que encontraba algo así y leía su nombre sin esperármelo, sentía como si alguien me hundiera las uñas en la barbilla y tirara de mi piel hacia abajo con todas sus fuerzas, desollándome entera, de cuajo, la garganta, y el pecho, y el vientre, y los muslos, y me tocaba la cara con las manos y las mejillas me ardían, como si tuviera fiebre. Entonces me dio por pensar que si me hubieran dejado llegar hasta él, si hubiera podido llevarme su cuerpo, y enterrarlo, y mandar que grabaran su nombre en la piedra más dura que pudiera encontrarse, entonces, eso, al menos, habría podido soportarlo.
La primavera terminó, y mi abuela se dejó acunar en la sofocante indolencia que hace menos brutal el calor de agosto en una ciudad en ruinas, cuando los pobres se parecen más a los ricos, porque la sombra es gratis, y el agua fría sale hirviendo del grifo en cualquier barrio, y la rabia del sol agota incluso al hambre, y se duerme igual de mal en todas partes. Entonces mi padre tenía dos años, y hablaba con lengua de trapo, y no se portaba bien pero era muy gracioso. Sus hermanos le gastaban bromas absurdas, casi crueles, le preguntaban si quería un plátano, si quería mantequilla, si quería chocolate, y él decía a todo que sí, aunque jamás había probado ninguna de aquellas cosas, pero ponía tanto empeño en aceptar la oferta, afirmando que sí, que sí quería, que hasta su madre terminaba por reírse con ellos. Y sin embargo, aún no pasó nada, y no pasaría en mucho tiempo. Jaime ya no era un muñeco blando y adorable, sino un muchacho prematuro, que había aprendido a dividir antes de cumplir seis años y contestaba siempre lo mismo —rico— si alguien le preguntaba qué quería ser de mayor, cuando la profesora Márquez aceptó la oferta triste de un hombre triste, viudo como ella, y comprendió que Dios le había vuelto la espalda para siempre.