Mala hostia (4 page)

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Authors: Luis Gutiérrez Maluenda

Tags: #Policíaco

BOOK: Mala hostia
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—¿Y esto qué coño es?

—Un biberón, es del pendejo de Janette, ya sabés, la ecuatoriana. Recién la llamó al móvil su marido y se largó a las corridas, al pendejo se lo llevó, pero se olvidó del bibe. Dame, se lo guardaré.

Cuando empezaba a sentirme confortable repasando las temperaturas de las distintas capitales del mundo, entraron dos de las Adoradoras del Ballenato. Iban cogidas del brazo con esa complicidad que solo es posible entre mujeres que chismorrean o comparten una bandeja de pastelillos.

En este caso chismorreaban.

Los pastelillos les rebasaban la cintura.

No tardaron en unírseles dos cofrades más. Entonces me largué, ya regresaría a la hora de la telenovela. De cualquier manera tampoco es bueno que los posibles clientes te vean siempre sentado en la mesa, por mucha pantalla de ordenador que tengas delante. Al salir le pregunté a Lena si cenaríamos juntos.

—¿Solo cena, papito?

Lena solo me llama «papi» o «papito» en situaciones convencionales. Cuando hacemos el amor me llama «negro». Ella asegura que es una expresión muy Argentina. Yo sospecho que añora a alguien.

En la calle Requesens hay un pequeño tugurio rodeado de talleres de músicos; al mediodía anuncia cocina de mercado y por las noches actuaciones en directo. Tanto para una cosa como para la otra debes confiar en la divina providencia, pero los precios son asequibles y a menudo tengo suerte. Fui a comer allí.

No fue un día de los más afortunados, pero estuvo bien: estofado de judías, pulpitos de playa y crema catalana. Con el adelanto de mi difunto cliente me permití el lujo de intimar con un whisky de malta acompañando el postre.

A las cuatro de la tarde el locutorio es un remanso de paz. Mientras sesteaba mirando un salvapantallas que mostraba una espiral de colores movedizos, un crío negro de unos doce años se plantó frente a mí, me observó detenidamente y preguntó:

—¿Tú eres el detective privado?

—Ajá, ¿quieres ser como yo cuando seas mayor?

—Ni loco, tío, yo quiero ser como Samuel Eto’o, ¿sabes quién es Samuel Eto’o?

—Sí, claro, el portero de la discoteca del Paral∙lel, esa en la que no entra nadie; se debe de morir de hambre.

—¿Lo ves? Los detectives privados no sabéis nada, sois perdedores. Mi padre siempre lo dice. Eto’o es un genio del fútbol, el mejor jugador de África, es como Dios y es de Camerún, como yo.

—Tú eres una pesadilla ambulante, chaval.

—¿Y eso qué es?

—Pregúntaselo a tu padre, seguro que él entiende de eso.

El pequeño hijo de puta se largó encogiéndose de hombros. No le interesaban ni mi autógrafo ni que le contase alguna de mis aventuras. Si se acercó a mí fue porque quería ver a un perdedor de cerca, probablemente sospechaba que despedíamos un olor corporal distinto al del resto de la humanidad. En aquel momento me estaría comparando con Samuel Eto’o. Yo sabía quién saldría perdiendo.

Pudo haber sido una grata conversación, a mí también me gusta el fútbol.

«
Eto’o, comment tu t’appelles, je m’appelle Samuel Eto’o
».

Eso lo cantan en las discotecas de Camerún.

Pónganle ustedes mismos la música si son capaces de imaginarse una discoteca en Camerún.

A las cinco de la tarde, Lena se acercó para asegurarse de que a las seis estaría en mi mesa. Un posible cliente había anunciado su visita. Le dije que estaría.

A rey muerto, rey puesto.

Dios aprieta pero no ahoga.

Pero te fusila, concha de tu madre. Como diría Lena.

Quien me vino a ver no era ningún rey.

Se trataba de una mujer que rondaría los treinta años, peruana, sin duda. Lo que más me llamó la atención de ella fueron sus ojos rasgados y un escote apropiado para un jardín de infancia a la hora de la merienda. También me llamaron la atención sus uñas postizas. Tenían la longitud y el aspecto de dagas venecianas decoradas con un paisaje bucólico.

No miento, cada uña tenía un dibujo pintado, un prado, creo.

—Siéntese, por favor —le dije a las uñas, mirando al escote.

—Usted tenía un encargo de mi difunto hermano.

—Su hermano es…

—Néstor Minguijón.

Mi mente comenzó a trabajar a toda velocidad, componía todos los argumentos posibles para no tener que devolverle a aquella mujer de uñas letales el adelanto que su hermano me había dado el día anterior.

—Sí, tenía el encargo de encontrar a una mujer, de hecho durante todo el día de ayer estuve haciendo gestiones, infructuosas, lamentablemente, si he de ser sincero, pero con la muerte de su hermano a manos de esos salvajes…

—A mi hermano lo mató la gringa.

—¿La gringa…? —Aquello se animaba, en mi mente la figura del pequeño admirador de Samuel Eto’o estaba siendo reemplazada por una pelirroja con dos Colt 45 prendidos en su cintura. Una mejora sensible.

—La mujer que usted tenía que encontrar, Galina, se llama «la gringa». Tal vez no lo hizo ella personalmente, pero pagó para que lo hicieran.

—¿Y por qué iba a hacer eso?

—Por dinero. Si mi hermano moría, ella heredaba; hace un mes cambió el testamento a su favor.

—Verá, señora Minguijón…

—Llámeme Silvina, es mi nombre. Y soy señorita.

«Será porque tú quieres», pensé. «Eso lo arreglo yo enseguida». También pensé en la posibilidad de que las letales uñas postizas la ayudaran a conservar la virginidad.

—¿Qué desea de mí, señorita Mingui?… Perdón, Silvina.

—Quiero que encuentre a esa gringa y la entregue a la policía.

—Es muy posible que la encuentre, pero ¿qué argumentos voy a usar para entregarla a la policía?

—Ese será su trabajo, señor Atila.

Un trabajo largo, muy largo, de hecho; es muy difícil encontrar pruebas de un crimen si no existen. Pero eso se lo dije confidencialmente a mi coleto.

—Silvina, sé que es penoso hablar en términos económicos en estos momentos, pero su hermano me dio un pequeño adelanto para gastos en una investigación relativamente sencilla. Sin embargo, usted me encarga una investigación que puede ser larga y difícil.

—No se preocupe, señor Atila, mi hermano tenía tres pisos de su propiedad alquilados y yo cobro los alquileres, él apenas sabía de cuentas. Usted cobra cincuenta euros al día más gastos, según me dijo Néstor. Estoy de acuerdo con sus honorarios, siga trabajando.

—Encontraré a Galina, y si existen pruebas de su participación en la muerte de su hermano, las pondré en sus manos. Por cierto, supongo que la policía ya ha hablado con usted.

—Sí, a ellos les parece muy bien tener a unos culpables más o menos identificados. También han venido a verme los de SOS Racismo, pero algo me dice que para ellos es una bendición que la muerte de mi hermano haya sido causada por motivos xenófobos y no por los manejos de la gringa. Yo sé que ella está detrás de la muerte de mi hermano por mucho que entre todos intenten convencerme de lo contrario.

Aquella chiquilla había ido a un colegio de pago, cada vez estaba más convencido, posiblemente un colegio de religiosas que le inculcaron el amor y la confianza fraterna.

—Galina y usted ¿se conocían? —No pude evitar mirarle las uñas.

—Cómo no, señor. Néstor la metió en nuestra casa y un día en que disputamos, casi me echa a mí. De mi propia casa estuvo a punto de echarme, la gringa. Me robó hasta el amor que sentía por mi hermano. Ahora no quiero que me robe más. Así pues, ¿hará usted el trabajo?

Asentí con un enérgico movimiento de cabeza. En mi interés por demostrar voluntad de servicio, casi cierro el puño derecho sobre el corazón y proclamo: «mientras Dios me de fuerzas».

Afortunadamente me contuve.

Silvina ya había dicho todo lo que quería decir, me tendió la mano y se alejó cimbreando la cintura con esa clase de movimiento que no se describe en ningún manual de Física.

Me pregunté si solo lo hacía cuando estaba de duelo.

Aquella noche, Lena y yo cenamos como gente bien en un restaurante argentino de la calle Aragó. Un poco más tarde, en mi casa, follamos como solo lo hace la gente que sabe que la felicidad es cosa de ratos.

Somos gente experta en los misterios y antojos que rigen la felicidad, Lena y yo. De vez en cuando, Lena mira de reojo la copia que encargué de la fotografía de mi familia, la que compré en los Encants, y de la que a estas alturas me cuesta prescindir. Tengo una copia en una mesita baja y estrecha que hay junto a la cama. Llevamos tantas semanas juntos que ya les he cogido cariño. De la mujer me gustan sus piernas largas, y del niño, que es como un bonsái, que no crece.

Y aunque dudo en confesarlo, tener una familia no deja de resultar cómodo, me evita el trabajo de formar una.

Además, la fotografía tiene el tamaño justo para tapar una quemadura de cigarrillo que el anterior propietario me dejó como herencia.

Cuando un día le conté mis motivos a Lena, me miró con cierta desazón y preguntó:

—¿Che, vos sos loco o solo boludo?

No supe qué contestarle.

Aunque creo que no esperaba respuesta.

El asunto de la bielorrusa era en aquellos momentos mi única fuente de ingresos y debía esforzarme por presentar algún avance a mi cliente. Me encontraba en un callejón sin salida y aunque no me gustaba, tomé la decisión de recurrir a un antiguo amigo mío que actualmente es Mosso d’Esquadra. Antes, cuando era un ciudadano convencional, de vez en cuando nos emborrachábamos juntos, pero ahora, desde que forma parte del aparato del Estado, o no se emborracha, o si lo hace, es en privado.

Yo apostaría por lo segundo, le recuerdo como un tipo de costumbres arraigadas, firme en sus planteamientos vitales.

Ya hace tiempo que me advirtió que si le usaba para obtener información confidencial dejaríamos de ser amigos. Cuando me lo dijo, valoré durante un buen rato qué actitud me convenía tomar. Después de tres tragos y en recuerdo de algunos buenos momentos que habíamos pasado juntos, decidí no incluirle en la lista de fuentes habituales de las que obtener información confidencial. Siempre se puede encontrar a alguien dispuesto a abrir la boca a cambio de dinero, un dinero que al fin y al cabo paga el cliente en la nota de gastos.

A pesar de todo yo estaba hablando con él y le pedía información, y lo hacía apoyado en dos consideraciones: la primera era que la información que le pedía no se podía considerar altamente confidencial, la segunda hacía referencia a la calidad y profundidad de nuestra amistad. Su deterioro no significaría una mácula importante en mi vida.

Él debía de pensar algo parecido, porque me facilitó el nombre del testigo presencial del brutal castigo al que había sido sometido Néstor, pero se hizo el loco en lo referente a otros datos, cosas como los pormenores de su declaración y detalles acerca de su personalidad que aportasen o restasen validez a su declaración. Solo añadió que el tipo regresaba a su casa y casualmente se encontró con la escena.

De las consideraciones preliminares del forense y la científica, ni una sola palabra. En todo momento se refirió al asesinato como una presunta muerte violenta. A Néstor, por lo que dijeron en las noticias, no le habían dejado un hueso entero, o sea que mi amigo presuntamente tenía razón en lo de la violencia.

Nos despedimos prometiéndonos que en cualquier momento cenaríamos y nos pondríamos al día.

No pusimos fecha.

El testigo era un tipo que se llamaba Casimiro Veciana, natural de Barcelona y vecino del barrio. Punto.

A partir de ahí, yo debía arreglármelas por mi cuenta, pero sabía la manera de hacerlo. En nuestro barrio hay soluciones para todo, solo es necesario conocer a las personas adecuadas y acudir a ellas.

Y tener el dinero suficiente para pagar sus honorarios.

En este barrio nadie trabaja gratis.

Si alguien les dice lo contrario, no se lo crean. Mientras les miras están calculando el precio que puede pagar. Eso en el mejor de los casos; en ocasiones lo que se evalúa es el precio que conseguirían vendiéndole a usted, vivo o muerto, entero o a cuartos.

Su propio precio ya lo saben. Aunque es variable, depende de la cantidad de miseria que acumulen en aquel momento. Hay muchas clases de miseria. Pero todas se pueden valorar en dinero de curso legal.

He dicho antes que no íbamos a hacer una novela de mi noche de putas y falsas notas de gastos, pero en ocasiones no queda más remedio que ceder ante uno de mis vicios más queridos: hablar de mí mismo.

El topless donde cometí el pecado que acabó con una honesta aunque poco prometedora carrera en la agencia donde prestaba mis servicios, se llama El Reposo del Guerrero. El local es uno de tantos puticlubs que hay en Barcelona, está en el Paral∙lel, cerca de una gasolinera, supongo que ya saben a cuál me refiero. Posiblemente nos hemos visto por allí, pero no se preocupen, el humo, el whisky y el deseo distorsionan las facciones, en la calle todos parecemos otro.

El local es un tubo largo y estrecho iluminado por neones rojos cuya luz matiza el humo de cigarrillos de azarosa procedencia. El cartel de la entrada que reza «Local libre de humo» lo pusieron para que nadie pueda decir que son poco respetuosos con la normativa vigente.

En una ocasión pasó un inspector de Sanidad, y en pocos segundos se escandalizó por la falta de rigor en el cumplimiento de la ley al respecto. Luego, en pocos minutos, ni se acordaba del humo mientras una de las chicas se la estaba chupando en uno de los cubículos recoletos del fondo del local. Ahora él mismo se encarga de que nadie dude del nivel de compromiso del local con la legislación sanitaria.

Lo comprueba cada quince días.

Con chicas distintas cada vez.

A la derecha, según se entra por una puerta forrada con plástico de color dorado sujeto con tachuelas de color negro, pueden encontrar taburetes de patas altas adosados a una repisa con huecos cilíndricos donde introducir los vasos. La moqueta roja que cubre la pared huele a retención de semen y sexo adulterado. Justo la clase de sexo que pueden proporcionar las ninfas despechugadas que atienden en la barra situada a la izquierda de la entrada, la mayoría de ellas veteranas aún de buen ver, luchadoras curtidas en mil mamadas, todas ellas deseosas de cambiar mal amor por buen dinero.

La dueña del antro se llama María de la Paz, aunque todo el mundo la conoce como Maruchi la Desdentá. El apodo le viene de la pérdida de su dentadura original a causa de una serie de patadas que su chulo, ante una divergencia coyuntural relacionada con el reparto del porcentaje de beneficios, le propinó antes de abandonarla, convencido de que una puta sin dientes no era negocio.

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