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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

Lujuria de vivir (19 page)

BOOK: Lujuria de vivir
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—Y una cama —añadió Jet.

—No. Duermo en el suelo.

Mauve dijo algo en voz baja a su esposa y ésta salió de la habitación regresando al poco rato con una cartera en la mano que entregó a su marido. Mauve sacó de ella un papel de cien florines.

—Quiero que aceptes esto como préstamo, Vincent —dijo—. Cómprate una cama; necesitas descansar bien. ¿Está pago el alquiler?

—Todavía no.

—Entonces págalo en seguida. ¿Está bien iluminada tu habitación ?

—Sí, aunque la ventana mira al sur.

—Hum... eso es malo. Es necesario corregirlo. El sol cambiará la luz de tus modelos cada diez minutos. Cómprate algunas colgaduras.

—No me gusta aceptar un préstamo tuyo, primo Mauve. Demasiado haces en consentir enseñarme.

—No te preocupes, Vincent. Todo hombre debe instalar su casa una vez en la vida, y resulta más barato tener sus propias cosas.

—Tienes razón. Espero poder vender pronto algunos dibujos y devolverte el dinero.

—Tersteeg te ayudará. A mí me ayudó cuando era joven y estaba estudiando. Pero debes comenzar en seguida a trabajar con acuarela y al óleo. Los dibujos al lápiz no tienen salida.

Mauve, a pesar de su tamaño, era nervioso y ágil y lleno de actividad.

—Ven, Vincent —dijo—, aquí tienes una caja de acuarela, unos pinceles y una paleta. Déjame enseñarte cómo sostener esa paleta delante de tu caballete.

Dio algunas indicaciones al joven, quien las comprendió en seguida.

—Magnífico —exclamó Mauve—, creí que eras medio lerdo pero veo que no es así. Te propondré como miembro especial de
Pulchri,
allí podrás dibujar del natural varias veces por semana, pues siempre tienen un modelo. Además te relacionarás con otros pintores, y cuando empieces a vender tus cosas y tengas dinero, podrás hacerte socio activo de la entidad.

—Sí, siempre he deseado tener un modelo. Trataré de alquilar uno cada vez que pueda, pues creo que una vez que consiga dominar a la figura humana, todo lo demás será fácil.

—Eso es —asintió Mauve—. La figura es lo más difícil de todo, pero en cuanto se la domina, lo otro viene solo.

Vincent compró una cama y colgaduras para su ventana. Pagó su alquiler y colgó en los muros sus dibujos del Brabante. Sabía que no podía venderlos y que tenían numerosos defectos, pero había en ellos algo de la naturaleza. Habían sido ejecutados con cierta pasión. No podía precisar qué clase de pasión había en ellos, y no les dio todo su valor hasta que se hizo amigo de De Bock.

De Bock era un hombre encantador. Bien educado, agradable, poseía una renta segura. Habíase educado en Inglaterra y Vincent lo conoció en lo de Goupil. El joven era la antítesis de Vincent en todo sentido. Tomaba la vida con tranquilidad, sin agitación y sin preocuparse de nada.

—¿No quiere venir a tomar unas tazas de té conmigo? —dijo a Vincent—. Quisiera enseñarle algunos de mis últimos trabajos.

Su Estudio estaba situado en Willemspark, el barrio aristocrático de La Haya. Las paredes estaban cubiertas por colgaduras de terciopelo de colores neutros, y en todos los rincones veíanse divanes con mullidos almohadones. Había también pequeñas mesas con chucherías, estantes y armarios repletos de libros, y lujosas carpetas orientales. Al recordar la pobreza de su propio estudio, Vincent se consideró como un anacoreta.

De Bock encendió el calentador, bajó el samovar ruso y envió a buscar unas masas. Luego sacó una tela de un armario y la colocó sobre un caballete.

—Este es mi último trabajo —dijo—. ¿Quiere servirse un cigarro? Lo fumará mientras observa mi cuadro, tal vez le ayude a juzgarlo menos severamente —añadió sonriendo.

Hablaba en tono ligero y divertido. Desde que Terstjeeg le compraba sus obras, su confianza en sí mismo se había elevado en grado sumo. Sabía que el cuadro agradaría a Vincent. Encendió uno de aquellos largos cigarrillos rusos que lo habían hecho famoso en toda La Haya, y observó a su amigo mientras éste contemplaba el cuadro.

Vincent escudriñaba la tela en medio de la nube azul del costoso cigarro de De Bock. Sentía en la actitud del pintor aquella ansiedad que se apodera de todo artista cuando enseña por primera vez una de sus creaciones a un extraño. ¿Qué podía decir? El paisaje no era malo, pero tampoco era bueno. Reflejaba demasiado al carácter de su autor: era insignificante. Recordó cómo lo exasperaba cuando algún joven principiante se permitía criticar su obra, y no queriendo herir a su nuevo amigo dijo:

—Usted tiene el sentimiento del paisaje, De Bock. Sabe darle encanto.

—Oh, gracias —repuso el artista agradecido por lo que consideraba un cumplido—. ¿Quiere tomar una taza de té?

Vincent aceptó, y temeroso de derramar el líquido sobre la preciosa alfombra, sostenía la taza con ambas manos. De Bock le era simpático, y deseaba no criticar su obra, pero su alma de artista fue más poderosa que él, y dijo:

—Hay algo en esa tela que no termina de gustarme...

De Bock le ofreció una masa pero Vincent no aceptó, pues no sabía cómo haría para comer una masa y sostener al mismo tiempo su taza de té.

—¿Qué es lo que no le agrada? —inquirió el artista con indiferencia.

—Sus figuras. Falta de vida.

—Siempre he tratado de vencer a las figuras —repuso De Bock recostándose sobre un diván—, pero nunca lo he conseguido. Trabajo unos días con un modelo, y de pronto ya no me interesa... Prefiero los paisajes. Puesto que el paisaje es mi especialidad, ¿a qué necesito molestarme en captar las figuras?

—Cuando dibujo paisajes, siempre trato de que haya en ellos alguna figura — repuso Vincent—. Usted es un artista hecho y aceptado, no obstante, ¿me permite una palabra de crítica amistosa?

—Encantado...

—Pues bien, diría que su pintura carece de pasión.

—¿Pasión? —repitió De Bock—. ¿De cuál de las numerosas pasiones habla usted?

—Resulta difícil explicar. Pero su sentimiento parece algo vago. En mi opinión debía ser expresado más intensamente.

—Pero escúcheme, querido amigo —contestó De Bock irguiéndose y mirando su tela—. No puedo salpicar mi pintura de emoción porque la gente me lo aconseja. Pinto lo que veo y siento. Si no siento pasiones violentas, ¿cómo puedo expresarlas con mi pincel?

Después de haber estado en el lujoso estudio de De Bock, el suyo propio le pareció casi sórdido. Empujó la cama a un rincón y escondió sus utensilios de cocina. Quería que aquella habitación fuese un estudio y no un cuarto de dormir. El dinero de Theo no había llegado aún, pero todavía le quedaban algunos francos del préstamo de Mauve. Los empleó en pagar modelos. Un día vino Mauve a visitarlo.

—Apenas tardé diez minutos en venir de mi casa aquí —dijo mirando a su alrededor—. Sí, estás bien... Necesitarías la luz del norte, pero paciencia. Tu estudio impresionará bien a quienes te suponen aficionado únicamente. Veo que hoy has estado trabajando con modelo.

—Sí; todos los días trabajo así, pero resulta caro.

—Pero al final de cuentas resulta lo más económico ¿Te falta dinero, Vincent?

—Gracias, primo Mauve, puedo arreglarme.

El joven no deseaba ser una carga para su primo. Le quedaba un solo franco en el bolsillo, pero el dinero no le importaba. Lo que deseaba de Mauve era su saber.

Durante una hora Mauve le enseñó a mezclar y emplear su acuarela, pero el joven embadurnaba más de lo que pintaba.

—No te aflijas —dijole alegremente el artista—. Estropearás por lo menos diez dibujos antes de saber manejar el pincel. Enséñame algunos de tus últimos croquis del Brabante.

Vincent accedió. Su primo era un maestro técnico buenísimo y en el primer golpe de vista advertía la falla de cualquier dibujo. Nunca se limitaba a decir: «Esto está mal», sino que agregaba: «Trata de hacerlo de este modo». Vincent lo escuchaba atentamente, pues sabía que era sincero.

—Sabes dibujar —díjole Mauve—. El año que estuviste practicando con tu lápiz te será de gran utilidad. No me sorprendería que Tersteeg comprara pronto alguna de tus acuarelas.

De poco le sirvió a Vincent este magnífico consuelo dos días después cuando no poseía un solo céntimo. Hacía varios días que el primero de mes había pasado y los cien francos de Theo no habían llegado aún.

¿Qué sucedía? ¿Estaría su hermano enojado con él? ¿Sería posible que Theo lo abandonara en el umbral de su carrera? Encontró una estampilla en el bolsillo de su saco, lo que le permitió escribir a París, rogando a su hermano que le enviara al menos una parte del dinero, a fin de que pudiera comer y pagar de tanto en tanto un modelo.

Pasó tres días sin probar bocado. A la mañana trabajaba en lo de Mauve; por las tardes iba a los bodegones a hacer croquis de los parroquianos y por la noche volvía a lo de Mauve o bien iba a
Pulchri.
Temía que su primo, a pesar de simpatizar con él, lo alejaría sin vacilación de su lado si sus desgracias amenazaban afectar su arte.

El dolor angustioso que sentía a la boca del estómago le hizo recordar sus días del Borinage. ¿Estaba condenado a sentir hambre toda la vida? ¿No podía haber para él ni un solo momento de paz y tranquilidad ?

Al cabo del tercer día, echó a un lado su orgullo y fue a ver a Tersteeg. Tal vez conseguiría prestados diez francos del hombre que mantenía a la mitad de los pintores de La Haya.

Cuando llegó a las Galerías Goupil, le informaron que Tersteeg estaba en París en viaje de negocios.

El pobre Vincent se sentía tan mal y tan afiebrado que no podía sostener un lápiz entre los dedos. Se acostó, y al día siguiente a duras penas consiguió arrastrarse de nuevo hasta la Casa Goupil donde encontró al dueño del negocio. Tersteeg había prometido a Theo ocuparse de Vincent, y le prestó veinticinco francos.

—Pensaba ir a verte a tu estudio, Vincent —díjole—
,
uno de estos días pasaré por allí.

El joven tuvo que esforzarse para contestarle con amabilidad: lo único que deseaba era ir a comer algo. Cuando se dirigía a lo de Goupil se decía: «Si consigo dinero, todo irá bien». Pero ahora que lo tenía se sentía más desgraciado y solitario que nunca.

—La comida disipará esa sensación —se dijo para sus adentros.

Pero, si bien el alimento hizo desaparecer el dolor de su estómago, la sensación de soledad permaneció angustiosa. Compró un poco de tabaco y regresando a su habitación se recostó sobre la cama para fumar su pipa. El deseo de Kay lo atormentaba con terrible persistencia y hasta le impedía respirar normalmente. Fue hacia la ventana y la abrió, refrescando su cabeza afiebrada en el aire helado de enero. Pensó en el Reverendo Stricker y se estremeció de pies a cabeza. Cerró la ventana, tomó su abrigo y su sombrero y se dirigió a un despacho de bebidas que había visto frente a la estación Ryn.

CRISTINA

El despacho de bebidas estaba iluminado con una lámpara de kerosene que pendía sobre la puerta y otra sobre el mostrador, por lo tanto, el medio del salón se hallaba en la penumbra. Había algunos bancos contra las paredes y mesas de mármol delante de ellos. Era un despacho para obreros, y más que un lugar de regocijo parecía un refugio.

Vincent se sentó ante una mesa, y cansado, se recostó contra la parea. Es verdad que ahora tenía dinero para comer y pagar un modelo pero, ¿a quién se dirigiría para una palabra de amistad? Mauve era su maestro; Tersteeg un hombre importante y ocupado; De tíock pertenecía a la sociedad y era rico. Tal vez un vaso de vino le haría olvidar aquel mal momento, y mañana reanudaría su trabajo con más optimismo.

Trago a trago bebió el vino tinto que le sirvieron. En ese momento había poca gente en el negocio. Ante él estaba sentado un trabajador. En uno de los rincones se hallaba una pareja, y en la mesa contigua a la suya estaba una mujer sola.

El mozo se acercó a la mujer y le preguntó bruscamente:

—¿Quiere más vino?

—No tengo ni un céntimo —repuso ésta.

Vincent, que ni siquiera la había mirado antes, se volvió hacia ella y le dijo:

—¿Quiere tomar una copa conmigo?

La mujer lo miró un instante y le contestó:

—Gracias —dijo la mujer.

El mozo trajo el vaso de vino, tomó los veinte céntimos
y
se alejó. Las dos mesas estaban próximas.

Vincent la observó más detenidamente. No era joven ni bella parecía ajada, como si hubiese sido muy golpes da por la vida. Tenía el rostro picado de viruela. Su cuerpo era delgado pero bien formado. Notó que la mano que sostenía el vaso no era la de una dama como la de Kay, por ejemplo, sino la de alguien que ha trabajado mucho. En la penumbra esa mujer le recordaba algunas de las figuras de Chardin o de Jan Steen. Tenía una nariz prominente, y ligero vello ensombrecía su labio superior
.
Sus ojos eran melancólicos.

—No hay de qué —contestó el joven—; le agradezco su compañía.

—Me llamo Cristina —repuso la mujer—. ¿Y usted?

—Vincent.

—¿Trabaja en La Haya?

—Sí.

—¿Qué hace?

—Soy artista pintor.

—|Ah! También la vida es dura para ustedes, ¿verdad?

—A veces.

—Soy lavandera. Pero no siempre tengo fuerzas para trabajar.

—¿Y qué hace entonces?

—Correteo las calles en busca de algún hombre. Necesito ganar dinero para los chicos.

—¿Cuántos hijos tiene, Cristina?

—Cinco y uno en camino.

—¿Su marido ha muerto?

—Todos son hijos de distinto padre.

—¿Sabe quiénes son los padres?

—Sólo del primero... De los demás ni siquiera sé el nombre.

—¿Y del que lleva ahora en sus entrañas?

La joven se encogió de hombros.

—No estoy segura. Estaba demasiado enferma para trabaja así que estuve correteando mucho en esos tiempos. Pero no tiene importancia.

—¿Quiere tomar otro vaso de vino?

—Preferiría ginebra.

Buscó en su cartera y sacó de ella un pedazo de cigarro negro que encendió.

—¿Vende muchos cuadros? —preguntó.

—No. Recién empiezo.

—Parece bastante viejo para un principiante.

—Tengo treinta años.

—Yo le hubiera dado cuarenta. ¿De que vive entonces? —Mi hermano me envía un poco de dinero. ¿Con quién vive usted, Cristina? —Estamos todos con mi madre. —¿Sabe ella que corretea por las calles? La mujer se echó a reír estrepitosamente. —¡Cielos! Si fue ella misma que me mandó. Ella hizo eso toda su vida, y me tuvo a mí y a mi hermano.

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