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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Otros, #Viajes

Lugares que no quiero compartir con nadie (5 page)

BOOK: Lugares que no quiero compartir con nadie
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Nueva York me devolvió, sobre todo en los primeros tiempos, sensaciones de franco descubrimiento del mundo y un anhelo de alargar el día que tenía adormecidos en mis últimos años de vida madrileña. Puedo afirmar que experimenté un rejuvenecimiento que me indujo en algunas ocasiones a comportamientos insensatos. Era como si no tuviera que rendir cuentas al mundo real (que es el de mi país, el de mi familia) de todo lo que me sucediera allí.

En la mañana que siguió a esa semana loca bajé a comprar leche, bizcocho de zanahorias, muffins, huevos, naranjas, tomates, todo aquello que despojara a la nevera de su vacío existencial. Ordené la casa, tiré a la basura las pilas de
New York Times
atrasados que aún estaban en el suelo junto a la puerta y sin leer. Me senté en el sofá y abrí el periódico: como si no hubiera roto un plato, a la manera en que fingía normalidad en la adolescencia cuando, tras estar unos días de viaje, mis padres volvían a casa. Traté de concentrarme en la lectura del periódico pero me quedé dormida, arropada por aquellas sábanas de papel con olor a tinta. Así permanecí, hasta que escuché que la puerta de la calle se abría y que él entraba. Toda mi existencia pareció cobrar entonces una deliciosa normalidad, como si los pedazos de mí misma desparramados por el sofá volvieran a colocarse en su sitio y conformaran de nuevo mi cuerpo, el mismo que se levantó hacia la puerta y le rodeó el cuello con los brazos.

Fue entonces cuando él dijo que ninguna de las veces que me había llamado al teléfono de casa me había encontrado. Y luego lo ha repetido muchas, muchas veces. Y tengo que creerle, porque yo nunca me acuerdo bien de las cosas.

De acuerdo, no es país para viejos. Ni para personas que no tienen el carnet de conducir. Pero esto ya se sabe. Por otra parte, ya se ha escrito y no merece la pena abundar en ello, que esta ciudad no es la América del insano aislamiento. Y el célebre y rancio recurso de idealizar lo rural y definir Nueva York como ese hormiguero en el que los seres humanos están solos como perros y sólo son capaces de dar sentido a sus vidas a través de las compensaciones económicas, se ha quedado anticuado poéticamente y, para colmo, no parece responder a la realidad. Los viejos de la urbe, si cuentan con un barrio por el que pueden pasear y con autobuses que les permiten no tener la obligación de tomar el coche para comprar el pan, son sin duda más felices, o por decirlo más apropiadamente, se sienten menos aislados que los del idílico campo.

A menudo los visitantes primerizos de la ciudad llegan a la conclusión precipitada de que aquí no hay viejos, y eso les viene al pelo para confirmar el título de Cormac McCarthy, convertido más allá de lo que contenga la novela, en una máxima, en un dogma de fe. Todo el mundo busca confirmar sus convicciones. No es país para viejos, afirman con frecuencia, y lo hacen como si fueran los primeros en pronunciar la frase mientras tomamos un café con tarta de queso italiana en el Café Reggio, que se encuentra en el corazón del área de la Universidad de Nueva York.

Cuántas afirmaciones no habré escuchado yo sentada en uno de estos viejos sillones de terciopelo y respaldos trabajosamente torneados. Cuántos de esos juicios implacables que se emiten tras observar la ciudad de manera superficial me han dejado preguntándome si la imagen de las ciudades o de los pueblos no depende de cuatro tópicos construidos y asumidos colectivamente por visitantes que llegan, pasan una semana, y quieren marcharse a casa con un equipaje de opiniones rotundas.

El hecho de que tantas veces se haya repetido esta misma conversación en el Reggio, un café de 1920 que se jacta de haber iniciado a los neoyorquinos en el arte del cappuccino, tiene su porqué: se encuentra a un paso de Washington Square, en el West Village, cerca del Soho, a un paso de Tribeca, en el centro del itinerario que suele patearse el visitante. Es aquí mismo donde descubre, entusiasmado, que Nueva York es también un entramado de callecillas con casas relativamente bajas, en el que todo parece estar hecho para enamorar al recién llegado: las pastelerías, las pequeñas boutiques caras pero con un encanto negligente y alguna librería, como Three Lives, en la que parece que están a punto de entrar o acaban de irse Lou Reed o Patti Smith.

Recuerdo haber pasado infinidad de tardes aquí, en el Reggio, divagando con los visitantes sobre el alma de la ciudad (o incluso sobre la del inabarcable país), escuchándolos sobre todo a ellos, sintiéndome cada vez más incapaz de afirmar o negar, porque según ha ido pasando el tiempo me he dado cuenta de que conocerla es aceptar que la desconoces, que hay algo en su más íntimo mecanismo que te es ajeno, de la misma manera en que uno siempre es un extraño sentado a una mesa entre los miembros de una familia que no es la tuya, por muy sincero que sea el cariño o la cercanía.

Los visitantes siempre dicen haber presenciado escenas definitivas y definitorias; sacan de inmediato conclusiones generales, tremendas y generales, y desean que yo les apoye en sus convicciones apresuradas. Y todas estas charlas suelen transcurrir con dos o tres raciones de tarta de queso y unos capuchinos sobre la mesa. Todos muy juntos por la pequeñez del local, pero también porque los visitantes, además de haber ejercitado el músculo de la sociología al máximo, suelen lanzarse a comprar como si estuvieran dando rienda suelta a sus últimos deseos, como si fueran a morir y antes quisieran gastarse la herencia de sus hijos, incluso de los que aún no tienen.

Un sillón sólo para las bolsas, otras bolsas más que nos colocamos entre las piernas, y una charla que oscila entre el consumismo irreflexivo de la sociedad americana (lo cual no deja ser cómico), la comida basura (que el visitante, por cierto, consume con fruición) y la idea dramática de que ésta no es una sociedad para viejos.

¿Dónde están los viejos aquí?, preguntan, ¿los tienen a todos desterrados en Florida? Y yo les respondo que si quieren ver viejos que vengan a mi barrio. También si quieren ver bebés, bebés a punta pala, aunque no tantos como en la zona de Prospect Park, en Brooklyn, en donde las madres constituyen un lobby amenazante, inspiradas por un espíritu castrense de entrega a la crianza y convencidas de que la maternidad ha sido inventada por ellas, o mejor dicho, la verdadera maternidad, la de la leche a demanda, la teta sin límite de edad, las hamburguesas veganas, los alimentos orgánicos y una entrega insensata a sus bebés a los que más que inculcarles con cariño un sentido de la independencia, se les instruye en la dependencia y el rechazo a los extraños. Un trabajo en balde, porque la inercia social aquí es tan poderosa, que sea como sea, el bebé habrá de convertirse en ese joven estudiante que se ha de marchar de casa a los dieciséis o diecisiete años para no volver jamás.

Pero los verdaderos protagonistas de mi Upper West son los viejos. Mientras pienso en ello, una teoría ilumina este recorrido desordenado por la ciudad: en un entorno tan cambiante como el neoyorquino, donde raro es que un negocio de cara al público supere la barrera de los veinte años y en el que se le concede tanta importancia a lo inmediato, al ímpetu laboral y al juvenil, hay que acudir a los viejos si se quiere encontrar ese punto en común entre lo que se ha perdido y lo que ahora se presenta como última tendencia. Es en esa intersección donde debe de andar el espíritu peculiar de esta ciudad.

Mi barrio es en sí mismo un país para viejos. Y para gente madura. Y para jóvenes que no necesitan estar rodeados de otros jóvenes sino que disfrutan de este ambiente residencial en el que nada es cool pero (casi) todo es auténtico. Los viejos de Manhattan suelen estar en el norte de la isla; los jóvenes, en el sur. Podría reproducirse sobre el mapa manhatteño aquella estampa clásica de las edades de la vida que adornaba las casas de comienzos del siglo
XX
. Una escalera ascendente que comienza en sus primeros peldaños con el nacimiento del bebé y el crecimiento del niño, que muestra en el escalón más alto el esplendor de la edad madura, y que va llevando al ser humano hacia la decrepitud según desciende hasta llegar al último paso de la vida, la muerte. Cuántas veces no miraría yo ese cuadrito en la casa de mi abuelo Salvador; cuánto no me enseñaría esa imagen sobre el inapelable proceso de la existencia en los años en los que yo, como cualquier niño, habitaba en la infancia como si se tratara de un estado eterno.

No de manera tan poética y rotunda, pero sí como una tendencia que salta a la vista, los viejos se dejan ver más en el norte de la isla. En el noreste, despliegan la extravagancia del dinero; en el noroeste, donde está mi casa, la dejadez indumentaria que está permitida en uno de los barrios más progresistas y claramente diversos de Manhattan. Cuando hablo de diversidad no me refiero desde luego a ese concepto engañoso que concibe la pluralidad como el abanico de distintas formas de ser moderno, ese multiculturalismo cool que se da en barrios transformados en escaparate de las últimas tendencias, sino a la convivencia real de distintas edades, de clases sociales y de razas.

Le pregunto a Julia Newman, una amiga vecina del Upper West, si ella no aprecia que los restaurantes de nuestro barrio son mucho más frecuentados por familias negras que los del Upper East. Se me ocurre la pregunta comiendo en Pisticci, un italiano estupendo, agradable y de ambiente confortable que hay en los alrededores de Columbia: a nuestro lado, está sentada una familia negra con claro aspecto de dedicarse a labores profesorales. No es la primera vez que aprecio en Pisticci esa presencia que no se da en otras áreas de Manhattan; vengo aquí algunos fines de semana por la noche, como mi amigo Pablo, un científico argentino que investiga sobre la memoria espacial en el hospital de la Universidad de Columbia. Los sábados en la noche se puede disfrutar de la actuación de una cantante discreta de jazz, que sabe hacer algo tan difícil como cantar de fondo, y también de esa diversidad de la que hablaba, que también se respira en otros lugares cercanos del barrio como Flor de Mayo, el célebre Carmine’s o ese pub restaurante que tenemos a la vuelta de mi casa, Henry’s.

Pienso en las razones de esa presencia vecinal de los negros. Es posible que confluyan muchos factores: un factor artístico, el Upper West fue, desde la creación del Lincoln Center, un lugar frecuentado por músicos, algunos de sus edificios emblemáticos se construyeron incluso con muros extra gruesos para que los artistas pudieran ensayar sin molestar al vecino; uno geográfico, el Upper West linda con Harlem; uno sociológico, el Upper West es, según esos estudios que concienzudamente se encarga de realizar el
New York Times
, uno de los barrios más progresistas y reivindicativos de Manhattan y, por último, uno puramente personal, basado en la observación, es infrecuente ver a familias negras en restaurantes cool y caros, pero sí en un tipo de establecimientos de precio razonable y comida contundente que abundan en esta zona tan poco poblada por modernos y turistas.

De ese tipo es Carmine’s, que en su sede del Upper West se convierte los domingos en lugar de esparcimiento de familias negras que parecen venir, por lo impecables que visten las abuelas y los niños, de un servicio religioso. En Carmine’s todo es enorme, el propio establecimiento y las raciones de pasta, que parecen pensadas a la medida de un Tony Soprano. Además de familias negras, también lo frecuentan ese tipo de italo-americanos que matizan el inglés con el acento del país de sus bisabuelos aunque jamás hayan pisado Italia ni sepan más palabras en italiano que cannoli, tiramisú o carbonara. No sé si envanecidos por la imagen que de ellos han dado el cine y la televisión, los italo-americanos adoptan siempre una actitud algo amenazante que te hace imaginar, tal vez injustamente, que se dedican a alguna actividad turbia.

Por su parte, Flor de Mayo es el restaurante al que acudimos nosotros cuando el cuerpo nos pide algo casero, y ésa es la pretensión que deben de llevar las familias negras que pueblan las mesas. Algunos son negros de origen caribeño, otros afroamericanos y, de nuevo, se sientan ante unos platos con raciones que, al menos nosotros, jamás hemos podido acabar, aunque ya no vivimos esa desmesura con culpa, porque nos llevamos las sobras, la célebre doggy bag, para comer de retales al día siguiente. Ají de gallina, arroz, frijoles, aguacate, y el mejor pollo asado (según la
New York Magazine
) que se encuentra en la ciudad. Esto de «el mejor de la ciudad» es una coletilla habitual de esa prosa entusiasta que adorna las recomendaciones culinarias de la prensa americana: ¡La mejor hamburguesa! ¡El mejor sándwich! ¡El mejor perrito caliente de Nueva York! Tan poderosa es la manera de comunicar el entusiasmo que es bastante habitual comprobar cómo cualquier joven, al poco tiempo de estar en la ciudad, asume como propia esa pueril catalogación de lo supremo y empieza a establecer su lista de números uno.

De cualquier manera, certifico que el pollo asado de Flor de Mayo merece un puesto elevado en un supuesto ranking de pollos asados. Aunque no es el pollo el único aliciente de este pequeño restaurante. Su aire de local modesto, la fidelidad de algunos clientes con los que vas coincidiendo, la amabilidad sin aspavientos de los camareros chino-peruanos y una gran pecera con peces de caras y colores extraordinariamente raros y de tamaño considerable para una función meramente decorativa lo convierten en un refugio apropiado para el invierno. Lo que aún no he sabido analizar es a qué se debe la afición de la clientela, sea cual sea su procedencia, a echarle vinagre a cualquier plato, a la ensalada, al célebre pollo o la patata rellena. Es un misterio cuya resolución no añade nada al espíritu de la ciudad, pero que a mí me tiene intrigadísima.

BOOK: Lugares que no quiero compartir con nadie
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