Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
Rod borró su huella del polvo y de pronto recordó el poema entero. Lo recitó en voz baja:
Ésta es la casa del mucho tiempo atrás,
donde los viejos murmuran una aflicción sin fin,
donde el dolor del tiempo es una presencia tangible,
y las cosas del pasado vuelven siempre.
En el Jardín de la Muerte, nuestros jóvenes
han saboreado el valeroso gusto del miedo.
Con brazos musculosos y lengua locuaz,
ganaron y perdieron, se nos fueron.
Esta es la casa del mucho tiempo atrás.
Los que mueren jóvenes no entran aquí.
Los que viven saben que el infierno está cerca.
Los viejos que sufren así lo han deseado.
En el Jardín de la Muerte, nuestros viejos
contemplan admirados a los jóvenes y audaces.
Quedaba bien decir que contemplaban admirados a los jóvenes y audaces, pero Rod aún no había conocido a nadie que no prefiriera la vida a la muerte. Había oído hablar de gente que escogía la muerte, claro que sí. ¿Quién no había oído hablar de ello? Pero era una experiencia de tercera, cuarta, quinta mano.
Sabía que algunos habían dicho que él estaría mejor muerto, sólo porque nunca había aprendido a comunicarse telepáticamente y tenía que usar el viejo lenguaje hablado, como los habitantes de otros mundos o los bárbaros.
Pero Rod no creía que fuera a estar mejor muerto.
A veces miraba a las personas normales y se preguntaba cómo se las apañaban para andar por la vida recibiendo en la mente el constante e insustancial parloteo de pensamientos ajenos. En los momentos en que la mente se le aguzaba y lograba audir por un tiempo, cientos o miles de mentes lo acosaban parloteando con intolerable claridad; incluso audía la mente de los que creían tener puesto el escudo telepático. Al cabo de un rato, la piadosa nube de su defecto le cerraba de nuevo la mente y Rod gozaba de su profunda y singular intimidad, algo que todos tenían que haber envidiado en Vieja Australia del Norte.
Su ordenador le había dicho una vez:
—Las palabras
audir
y
linguar
son formas corruptas relacionadas con lo auditivo y con el lenguaje, y reemplazan a
oír
y
hablar.
Si dices las palabras con la voz, las pronuncias con un tono creciente, como si hicieras una pregunta entre divertido y alarmado. Se refieren a la comunicación telepática entre personas o entre personas y subpersonas.
—¿Qué son las subpersonas? —había preguntado Rod.
—Son animales modificados para que puedan hablar y entender, y en general para que tengan apariencia humana. Se diferencian de los robots cerebrocentrados porque éstos se construyen alrededor de una mente animal, pero son relés mecánicos y electrónicos, mientras que las subpersonas están totalmente compuestas por tejidos de origen terrícola.
—¿Por qué nunca he visto una?
—No están permitidas en Norstrilia, a menos que trabajen al servicio de las instituciones de defensa de la Commonwealth.
—¿Por qué usamos el nombre Commonwealth, cuando todos los demás lugares se llaman mundos o planetas?
—Porque sois súbditos de la reina de Inglaterra.
—¿Quién es la reina de Inglaterra?
—Fue una gobernante terrícola de los Días Antiquísimos, hace más de quince mil años.
—¿Dónde está ahora?
—He dicho que vivió hace más de quince mil años —explicó el ordenador.
—Lo sé —insistió Rod—, pero si no ha habido una reina de Inglaterra desde hace quince mil años, ¿cómo podemos ser sus súbditos?
—Conozco la respuesta en palabras humanas —había respondido la cordial máquina roja—, pero para mí carece de sentido, así que tendré que repetir lo que me dijo la gente. «Bien podría reaparecer uno de estos días. Quién sabe. Esto es Vieja Australia del Norte entre las estrellas, así que bien podemos esperar a nuestra reina. Tal vez estaba de viaje cuando la Vieja Tierra se fue al traste.» —El ordenador había cloqueado un par de veces con esa voz rara y antigua, y luego había pedido con su voz inexpresiva—: ¿Puedes reformular el mensaje para que yo pueda programarlo como parte de mi banco de memoria?
—No le veo el sentido. La próxima vez que audíe pensamientos ajenos trataré de captarlo en la cabeza de alguien.
La noche anterior había formulado una pregunta más urgente al ordenador:
—¿Moriré mañana?
—Pregunta irrelevante. Ninguna respuesta disponible.
—¡Ordenador! —gritó Rod—. Sabes que te amo.
—Eso dices.
—Recuperé tu banco histórico después de repararte, cuando esa parte había pasado cientos de años sin pensar.
—Correcto.
—Me arrastré hasta esta cueva y encontré los controles
personales
, donde bisabuelo los había dejado cuando se quedaron anticuados.
—Correcto.
—Mañana moriré y ni siquiera lo lamentarás.
—Yo no he dicho eso —replicó el ordenador.
—¿No te importa?
—No estoy programado para tener emociones. Como tú mismo me reparaste, Rod, deberías saber que soy el único ordenador totalmente mecánico que funciona en esta región de la galaxia. Estoy seguro de que si experimentara emociones, lo lamentaría muchísimo. Es altamente probable, pues eres mi único compañero. Pero no experimento emociones. Tengo números, datos, lenguaje y memoria. Eso es todo.
—¿Cuál es la probabilidad, pues, de que muera mañana en la Sala de las Risas?
—Ése no es el nombre correcto. El correcto es la Casa de la Muerte.
—De acuerdo. La Casa de la Muerte.
—Se te someterá a un juicio humano y contemporáneo basado en emociones. Como no conozco a los individuos involucrados, no puedo emitir ninguna predicción relevante al respecto.
—Pero ¿qué supones que me ocurrirá, ordenador?
—En realidad, yo no supongo, sólo respondo. No tengo datos sobre ese tema.
—¿Sabes algo sobre mi vida y sobre mi muerte en el día de mañana? Sé que no puedo linguar con la mente, sino que debo articular sonidos con la boca. ¿Por qué es una razón para matarme?
—Como no conozco a las personas involucradas, ignoro las razones —respondió el ordenador—, pero conozco la historia de Vieja Australia del Norte hasta la época de tu bisabuelo.
—Cuéntame eso, entonces —pidió Rod. Se acuclilló en la cueva que había descubierto, escuchando el olvidado equipo informático que él había reparado, y oyó una vez más la historia de Vieja Australia del Norte tal como la entendía su bisabuelo. Despojada de nombres y de fechas, era una historia simple.
Aquella mañana, su vida dependía de esa historia.
Norstrilia tenía que escoger a sus habitantes si quería mantener su temperamento de la Vieja Vieja Tierra y ser otra Australia entre las estrellas. De lo contrario, los campos se abarrotarían, los desiertos se convertirían en edificios de apartamentos, las ovejas morirían en sótanos debajo de enormes cubículos para gente apiñada e inútil. Ningún norstriliano quería eso cuando podía conservar el temple, la inmortalidad y la riqueza, en ese orden. Sería contrario al carácter de Norstrilia.
El carácter norstriliano era inmutable, tan inmutable como algo podía serlo entre las estrellas. La antigua Commonwealth era la única institución humana más antigua que la Instrumentalidad.
La historia era simple, tal como la exponían los lúcidos circuitos cerebrales del ordenador.
Tomemos una cultura rural de la Vieja Vieja Tierra, la Cuna del Hombre.
Llevemos esa cultura a un planeta remoto.
Allí recibe la bendición de la prosperidad y la maldición de la sequía.
Recibe enseñanzas: enfermedad, deformidad, dureza. Recibe castigos: una pobreza tan cruel que los hombres venden a un niño para conseguir a otro niño el sorbo de agua que le concederá un día más de vida mientras los taladros horadan la roca seca buscando humedad.
También aprende otras cosas: ahorro, medicina, erudición, dolor, supervivencia.
Esos colonos reciben las lecciones de la pobreza, la guerra, la pesadumbre, la codicia, la generosidad, la piedad, la esperanza y la desesperación, por turnos.
La cultura sobrevive.
Sobrevive a la enfermedad, la deformidad, la desesperación, la desolación, el abandono.
Luego tropieza con el accidente más feliz de toda la historia.
De la enfermedad de las ovejas surgieron riquezas infinitas, la droga santaclara, o
stroon
, que prolonga indefinidamente la vida humana.
La prolonga, aunque con extraños efectos secundarios, así que la mayoría de los norstrilianos preferían morir al cabo de mil años.
Norstrilia se conmocionó con el descubrimiento.
Los demás mundos habitados también.
Pero la droga no se podía sintetizar, copiar ni imitar. Sólo se podía obtener de las ovejas enfermas en las planicies de Vieja Australia del Norte.
Ladrones y gobiernos intentaron robar la droga. A veces lo habían conseguido, mucho tiempo atrás, pero no lo habían logrado desde la época del bisabuelo de Rod.
Habían intentado robar las ovejas enfermas.
Se habían llevado varias del planeta. (La Cuarta Batalla de New Alice, donde la mitad de los hombres de Norstrilia habían muerto derrotando al Imperio Brillante, había conducido a la pérdida de dos de las ovejas enfermas, una hembra y un macho. El Imperio Brillante creyó que había vencido. No fue así. Las ovejas sanaron, tuvieron corderos normales, dejaron de producir
stroon
y murieron. El Imperio Brillante había pagado cuatro flotas de combate por una caja de carne de oveja.) Norstrilia conservó el monopolio.
Los norstrilianos exportaban la droga santaclara de modo sistemático.
Amasaron fortunas casi infinitas.
El hombre más pobre de Norstrilia era más rico que el mayor millonario de cualquier otra parte, emperadores y conquistadores incluidos. Un peón de granja ganaba por lo menos cien créditos de la Tierra por día, medidos en el dinero válido de la Vieja Tierra, no en billetes que tenían que someterse a un severo arbitraje.
Pero los norstrilianos hicieron su elección:
la
elección.
Eligieron ser ellos mismos.
Se impusieron la sencillez.
Los artículos de lujo estaban gravados con un impuesto de veinte millones por ciento. Por el precio de cincuenta palacios en Olimpia se podía importar un pañuelo en Norstrilia. Importar un par de zapatos costaba el precio de cien yates en órbita. Todas las máquinas se prohibieron, salvo para la defensa y para recoger la droga. En Norstrilia nunca se crearon subpersonas, y las autoridades de defensa sólo las importaban por razones que constituían máximo secreto. Vieja Australia del Norte siguió siendo un mundo sencillo, pionero, rudo y abierto.
Muchas familias emigraron para disfrutar de sus riquezas. No podían regresar.
Pero el problema demográfico persistía, a pesar de los impuestos, la sencillez y el trabajo duro.
Había que reducir el número de habitantes.
¿Pero cómo, dónde, a quiénes? El control de natalidad se consideraba propio de bestias. La esterilización era inhumana, poco viril, no británica. (La última expresión era muy antigua, y significaba
muy mala.)
Por familias, pues. Que las familias tuvieran hijos. Que la Commonwealth los sometiera a una prueba a los dieciséis años. Si no cumplían con los requisitos, tendrían una muerte indolora.
¿Y las familias? No se puede exterminar a una familia en una sociedad rural y conservadora, cuando los vecinos son personas que han luchado y muerto codo con codo durante cien generaciones. Se proclamó la Regla de las Excepciones. Cualquier familia que llegara al final de su linaje podía hacer reprocesar al último heredero superviviente hasta cuatro veces. Si fracasaba, el heredero iba a la Casa de la Muerte, y un heredero adoptado y designado procedente de otra familia recibía el apellido y la finca.
De lo contrario los supervivientes habrían continuado, una docena en un siglo, veinte al siguiente. Pronto Norstrilia se habría dividido en dos clases, los sanos y una casta privilegiada de monstruos hereditarios. No podían tolerar que eso ocurriera cuando el espacio apestaba a peligro, cuando hombres a cien mundos de distancia soñaban y morían rumiando cómo robar el
stroon.
Tenían que ser luchadores, y escogieron no ser soldados ni emperadores. Por lo tanto, tenían que ser capaces, lúcidos, sanos, inteligentes, sencillos y morales. Tenían que superar a cualquier enemigo o combinación de enemigos.
Lo consiguieron.
Vieja Australia del Norte se convirtió en el mundo más duro, más brillante y más sencillo de la galaxia. A solas, sin armas, los norstrilianos podían recorrer los otros planetas y matar casi a cualquier enemigo que los atacara. Los gobiernos les temían. La gente corriente los odiaba o los adoraba. Los hombres de otros mundos miraban a sus mujeres de modo extraño. La Instrumentalidad los dejaba en paz, o los defendía sin dejar que los norstrilianos supieran que se habían puesto de su parte. (Como en el caso de Raumsog, que llevó a todo su planeta a una muerte de cáncer y volcanes, porque la Nave Dorada atacó una vez.)
Las madres norstrilianas aprendieron a resistir sin lágrimas cuando sus hijos, drogados por sorpresa si fracasaban en la prueba, babeaban de placer y morían riendo.
El espacio y el subespacio circundantes de Norstrilia se volvieron chispeantes y pegajosos, erizados de múltiples defensas. Hombres robustos y sanos pilotaban pequeñas naves de combate en las cercanías de Vieja Australia del Norte. Cuando la gente los conocía en otros puertos, los norstrilianos le parecían hombres sencillos; esa apariencia era una trampa y un engaño. Miles de años de ataques no provocados habían condicionado a los norstrilianos. Parecían tranquilos como ovejas pero eran sutiles como serpientes.
Y ahora, Rod McBan.
El último heredero de una vieja y orgullosa familia había resultado ser un deforme. Era bastante normal según las pautas terrícolas, pero inepto según la vara norstriliana. Era un pésimo telépata. No audía bien. Rara vez recibía transmisiones mentales, y los demás no podían leerle la mente. Sólo recibían un burbujeo feroz y una opaca maraña de pensamientos fragmentarios que no significaban nada. Y todavía linguaba peor. No podía hablar con la mente. A veces transmitía. Cuando lo hacía, todos echaban a correr. Si Rod se enfadaba, un rugido aullante les bloqueaba la conciencia con una furia tan sólida y roja como carne colgando en un matadero. Si estaba contento, era peor. Transmitía su alegría sin darse cuenta, y la emisión resultaba tan desagradable como una sierra cenando una roca incrustada de diamantes. La felicidad de Rod penetraba en la gente como una sensación al principio agradable, pronto seguida por una aguda incomodidad y el repentino deseo de perder los dientes: los dientes se habían convertido en giratorios remolinos de brusca e indefinible irritación.