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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (97 page)

BOOK: Los navegantes
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—La reina aparecerá mañana por la mañana con todo su séquito —le informó el maestre de campo.

Legazpi no se molestó en preguntar cómo había llegado a sus oídos tal noticia. Sabía que maese Mateo tenía espías a lo largo y ancho de la isla.

—¿Ah, sí?, ¿y cómo es la dama?

—Cuarenta años, presumida y con ganas de que la halaguen —contestó el maestre sin titubear.

—La acompañará todo su séquito, me imagino...

—Contad, por lo menos, con sesenta damas de honor, sirvientas y esclavas.

Legazpi movió la cabeza admirado.

—¿Sabéis, maese Mateo, cómo se presentó la esposa del reyezuelo Humabón a Magallanes?

El maestre asintió.

—He leído las crónicas de Pigafetta. La esposa de Humabón era una joven bella que llevaba un vestido de rica tela blanquinegra. Tenía los labios y uñas pintadas de un rojo vivísimo, y se cubría con un gran sombrero de hojas de palmera en forma de girasol, y en la punta una triple corona que nunca se quitaba.

Legazpi escuchó divertido la descripción que le continuó haciendo el maestre de campo de personaje tan pintoresco.

—Impresionante —declaró el capitán general al final—, tenéis una memoria increíble para los detalles.

—También recuerdo —dijo el maestre— que el palacio del rajá, como le llamaba Pigafetta, estaba situado en aquella colina.

Legazpi siguió con la mirada el dedo del maestre. Sólo se divisaba el verdor de las hojas de los árboles.

—¿Y qué ha sido de él?

—Se lo ha tragado la selva. Parece ser que el hijo de Humabón, padre de Tupas, se hizo otro palacio, pues, después de la experiencia de Magallanes, consideraban que éste estaba demasiado cerca de las naves que podrían llegar un día a vengar a los hombres asesinados.

—¿Y dónde está su «palacio»?

—A dos horas de camino hacia el interior, junto a un precioso lago. Nuestro reyezuelo Tupas posee una suntuosa mansión que no se parece en nada a las cabañas de sus súbditos. Tiene a su servicio un centenar de criados y esclavos.

Tal como había informado el maestre de campo, la reina era una mujer de edad media muy pintarrajeada y que dejaba muy atrás en ostentación a su antecesora. Unas sesenta mujeres vistosamente vestidas la precedían de dos en dos, formando una larga comitiva. Todas venían ataviadas vistosamente con enaguas multicolores y cantaban a coro dulces melodías. Sobre sus cabellos largos y lisos lucían hermosas guirnaldas de flores. Una increíble amalgama de macizas joyas de oro relucía en todas ellas. Semejante profusión de sortijas, pendientes, collares y de gruesas pulseras y manillas en brazos y piernas tintineaba alegremente al paso de la comitiva.

Tupas y los suyos se habían adelantado y se hallaban ya dentro del campamento castellano, deseosos de contemplar la fastuosa entrada de la reina.

Los castellanos contemplaban atónitos semejante derroche de riqueza.

Resultaba paradójico que los nativos llevaran vidas míseras en pequeñas cabañas de hojas de palmera cuando disponían de enormes cantidades de oro con las que podían comprar un palacio en cualquier país europeo. Legazpi se dio cuenta de que tendría que ejercer toda su autoridad para controlar desmanes de sus soldados, a la vista de las riquezas que los nativos tan ingenuamente exhibían ante sus ojos codiciosos.

Los expedicionarios obsequiaron con una comida a los nativos, y luego distribuyeron entre ellos gran cantidad de regalos: peines, espejos, abalorios, lienzos, collares de cristal, cascabeles y toda clase de bisutería. Al anochecer, la comitiva real volvió con el mismo ceremonial majestuoso con el que había llegado.

Para sorpresa de Legazpi y preocupación del responsable del abastecimiento de baratijas, la noticia de estos regalos se propagó como el fuego por toda la isla, y pronto empezaron a aparecer otros caciques que con un fasto parecido se creían en la obligación de repetir la visita de la esposa de Tupas.

Mientras eso sucedía, el juicio que la Real Audiencia se vio obligada a incoar en México contra Alfonso de Arellano, capitán de la
San Lucas
, al recibir la notificación de Legazpi, tuvo todos los visos de ser una pantomima bien organizada.

El capitán de la patache, cuya calidad de caballero destacaba el pliego de acusaciones de la parte de Legazpi, contaba con altas influencias en la Real Audiencia de México, que le aseguraban la impunidad del grave delito de abandonar la subordinación de su general. Así lo atestiguaban las incidencias del juicio. A pesar de lo abrumador de los cargos, Arellano encontró decidido amparo en la Real Audiencia del Virreinato. Según su versión, corroborada en todo momento por su piloto Lope Martín, las circunstancias le habían hecho perder contacto con el resto de las naves, por lo cual se había visto obligado a decidir entre proseguir a las Molucas y caer en manos de los portugueses o intentar la vuelta en solitario.

No dejaban de ser curiosas algunas de sus declaraciones.

Hablé al Piloto y le dixe: que ya viera en qué parte estávamos y qué le parecía que pudiésemos hacer. Él me dixo dónde estávamos muy fuera de todas las Islas: yo le dixe, que mirase bien lo que devíamos hacer en esta navegación, y que procurase tomar derrota y camino que fuese en servicio de Dios y de S. M. y del salvamento de todos; y ansí estando pensando lo que haría, tomando la carta de navegación en las manos y tanteándolo muy bien, y visto los inconvenientes desta navegación, me dixo que lo mejor dello era dar vuelta a Nueva España, pues venía el verano y metidos en la altura por la parte del Norte nos quadrarían los tiempos y harían nuestra navegación, y que ansí era mejor que no ir a caer en poder de isleños o de portugueses, como las demás Armadas han hecho que a esta tierra han venido; e yo entiendo esto, le dixe, que mi parecer era aquél, que mas quería morir en la mar en servicio de S. M., que no perecer entre esta gente, y que pues el intento de S. M. era descubrir esta vuelta, y que ya que nosotros no podíamos topar con la Armada, que mi determinación era acabar este viaje o morir...

Según ambos personajes, la
San Lucas
había llegado a la isla de Mindanao a fines de enero de 1565 después de largas peripecias. Ambos manifestaban haberse dedicado a buscar al grueso de la armada por varias islas del archipiélago y, al no poder lograrlo, se vieron apremiados a emprender el viaje de regreso. Sin embargo, aunque algunas pruebas documentales descubrían la falta de sinceridad de estas declaraciones, nadie en la Real Audiencia trató de indagar a fondo lo sucedido, y el caso fue archivado.

Oficialmente, el viaje de vuelta de la
San Lucas
se había iniciado el día 22 de abril y la patache había llegado al puerto de La Navidad el 9 de agosto de 1565.

Durante el juicio se supo que Arellano, en castigo de algunas faltas, había arrojado vivos al mar a dos hombres de su tripulación. A pesar de todo lo cual, fue absuelto de todo cargo.

En cuanto al piloto, Lope Martín, resultó encarcelado, pero fue por un delito de estafa que tenía pendiente.

Algunos días después de la recepción de la reina, Tupas envió a Legazpi para su servicio a una sobrina viuda acompañada de tres esclavas, además de un niño de tres años. A diferencia de las espectaculares y falsas conversiones en masa del tiempo de Magallanes, Legazpi, con la colaboración de los agustinos, comenzó a trabajar por medio de este pequeño grupo de indígenas en la cristianización de la isla. Las mujeres y el niño pasaron a la jurisdicción de los misioneros.

—Sería interesante —comentó Fray Pedro de Gamboa— celebrar alguna unión matrimonial entre nuestros hombres y alguna de las nativas.

Legazpi miró pensativo al misionero.

—La joven viuda que nos ha mandado Tupas sería perfecta.

A ver si conseguimos que algún marinero se interese por ella...

Como si los deseos de Legazpi hubieran sido escuchados, a los pocos días, el maestre Andrea, calafate griego de la escuadra, pareció mostrar un interés especial por la nativa que pronto derivó en abierto noviazgo.

Después de lo que consideró un tiempo prudencial, Legazpi llamó al griego.

—Andrea —dijo sin muchos preámbulos—, ¿has pensado en casarte?

El griego miró sorprendido al capitán general.

—¿En casarme?

—Sí —asintió el guipuzcoano—, con la joven viuda. No es ningún secreto que os veis muy a menudo.

—Es muy agradable —respondió el griego—. Me gusta y yo creo que ella también se siente atraída por mí.

—Pues no se hable más —dijo Legazpi con una sonrisa—. Os haremos una casa de madera y adobe cerca del fuerte y prepararemos una magnífica boda.

La boda, apadrinada por Legazpi, se celebró con gran solemnidad y con la asistencia de los jefes principales de Cebú. Con esto le cupo a Andrea el honor de ser el primer poblador blanco de la isla.

Las relaciones con Tupas y los demás habitantes de Cebú entraron con estos acontecimientos en una dinámica altamente satisfactoria para los intereses de Legazpi. El reyezuelo empezó a prodigar sus visitas a los castellanos, manifestando, incluso, su deseo de aprender su idioma. Este deseo se había visto compartido por más de uno de los nativos que acudían a diario al fuerte.

En vista de esta afluencia de gente, los agustinos propusieron a Legazpi crear una pequeña escuela para los niños cebuanos que quisieran aprender a hablar y escribir el castellano. Además, enseñarían el catecismo a todos los que lo desearan a fin de que pudieran recibir el bautismo.

En una de sus visitas, Tupas manifestó verdadero deseo de conseguir que Legazpi pactara la paz con los habitantes de Mactán. Esta isla, tan próxima a Cebú, tenía para los expedicionarios un aliciente muy particular; ninguno de ellos podía sustraerse al pensamiento que a tan poca distancia había tenido lugar, la batalla en la que había muerto el gran navegante portugués.

—¿Estáis en guerra con ellos? —preguntó Legazpi a Tupas.

—Los habitantes de Mactán nunca han sido pacíficos —respondió el reyezuelo—. Son gente muy belicosa.

—Está bien —acordó Legazpi—, enviaré una expedición para tratar de contactar con ellos.

Sin embargo, la expedición, capitaneada por De la Isla, no halló alma viviente en ella, parecía que la tierra se había tragado a todos sus habitantes. Era evidente que los mactaneses se sentían responsables de la muerte de Magallanes producida por sus padres y temían la venganza de los castellanos.

—Se habrán refugiado en la isla de Baybay —aventuró Tupas, al enterarse del resultado de la expedición—, ya volverán.

Pocos días más tarde, el cebuano pidió a Legazpi que le proporcionara ayuda contra los habitantes de cierto poblado que, según Tupas, le acusaban como responsable de la dominación española en Cebú y trataban de levantar al resto de los poblados contra él y su pueblo. Legazpi, sin embargo, se sentía reacio a proporcionar ayuda militar a Tupas, que, al fin y al cabo, era uno de los muchos reyezuelos que poblaban el archipiélago. Trató de dar largas a estas demandas, al menos hasta que las obras del fuerte estuvieran bien adelantadas y las tres fragatas dispuestas para ser botadas.

Este momento llegó dos meses más tarde. La botadura de las pequeñas embarcaciones de los astilleros en los que habían sido construidas constituyó un motivo de celebración y alegría para los expedicionarios, que por fin podían contar con tres naves capaces de surcar las difíciles aguas del archipiélago. El orgullo de los carpinteros era manifiesto.

Legazpi había invitado al acto a Tupas y demás dignatarios y el campamento castellano, desbordado por la presencia de cientos de nativos, rebosaba de alegría y entusiasmo. Y tanto se habían contagiado estos sentimientos entre los cebuanos, que no parecía sino que ellos eran los responsables de la construcción de las naves.

Los agustinos celebraron una misa solemne en la playa y bendijeron las tres naves, que se mecían blandamente a pocos metros de la arena. Las bautizaron con los nombres de
San Agustín, San Lázaro
y
Santo Tomás
. Por los costados de las fragatas sobresalían las dos pequeñas bombardas con las que habían sido dotadas cada una de ellas. En el sermón de la misa, fray Diego de Herrera, expresó sus deseos de que las embarcaciones recién botadas fueran usadas con justicia y rectitud al servicio de su majestad y se usaran para enaltecer el nombre del Señor y llevar a los nativos de las islas los conocimientos de la religión católica.

A continuación, los nativos fueron invitados a un gran banquete en el que los principales agasajados fueron los carpinteros responsables de la construcción.

Legazpi felicitó personalmente uno por uno a los que habían hecho posible la difícil tarea.

El fuerte estaba también casi terminado, por lo que Legazpi consideró que había llegado el momento de llevar a cabo alguna acción punitiva contra los habitantes del poblado que estaba incitando a la rebelión a los demás habitantes de la isla. Mandó llamar a los capitanes Goitia, De la Isla y al maestre de campo.

—Caballeros —les dijo, mientras les invitaba a sentarse—, como sabéis, hay un cierto poblado a veinte leguas de aquí que lleva algún tiempo incitando a los demás a alzarse en armas contra nosotros.

El maestre de campo, bien enterado de lo que ocurría a su alrededor, asintió.

—Es un poblado de unos quinientos habitantes situado en lo alto de una colina escarpada, a una distancia de cuatro o cinco horas de marcha hacia el este, en la costa. Constituye una excelente posición natural de defensa. Sus habitantes son enemigos naturales de Tupas y por lo tanto nuestros. Tratan, aunque hasta ahora sin mucho éxito, de sublevar a otros poblados contra nosotros.

—Exactamente —sonrió Legazpi—, veo que, como siempre, maese Mateo, estáis bien enterado de todo lo que sucede a nuestro alrededor.

—¿Qué clase de expedición queréis enviar? —preguntó Goitia.

—Unos cincuenta hombres bien armados. Quiero darles una lección tanto a ellos como a los demás cebuanos, amigos o enemigos. Que quede bien clara la fuerza de nuestras armas. Aunque, eso sí, no quiero masacres ni abusos con las mujeres; éstas serán respetadas, y lo mismo vale para los niños.

—¿Y las fragatas? —preguntó De la Isla.

—Podría ser su bautismo de fuego —respondió Legazpi—. Vos, maese Goitia, iréis al mando de la
San Agustín
, y vos, maese De la Isla, haréis lo propio con la
San Lázaro
; Martín de Ibarra podría comandar la
Santo Tomás
y vos, maese Mateo, iréis por tierra al frente de cincuenta hombres fuertemente armados y con armadura. Al despuntar el alba del día acordado, las naves iniciarán un fuego de cañón sobre el poblado durante media hora. A continuación, maese Mateo, será vuestro turno.

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