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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (33 page)

BOOK: Los navegantes
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—¿Cómo podemos llegar allí? —demandó el portugués.

El reyezuelo se quedó pensativo un momento. Por fin se dirigió al intérprete.

—Yo mismo le llevaré gustoso hasta allí. Sólo que hay un inconveniente.

No puedo dejar la isla hasta que finalice la recogida del arroz, dentro de dos o tres semanas.

El navegante se acarició la barba.

—¡Conque dos o tres semanas! Podíamos reducir ese tiempo a la mitad si les ayudáramos nosotros... Diles que mis hombres trabajarán junto con los suyos.

Así terminarán antes.

Los marineros recibieron la noticia con regocijo. Recoger arroz no era algo que nadie hubiera hecho jamás, pero eso significaba un cambio de la rutina de a bordo, y además proporcionaba la ocasión de codearse con las nativas...

Pigafetta, por su parte, se alegró de tener ocasión de seguir indagando sobre las costumbres de los nativos.

A parte de ir completamente desnudos ellos y con unas minúsculas faldetas ellas, hechas con cortezas de árbol, tienen el cabello tan largo que les llega a los pies Lucen pendientes de oro y les gusta mascar nueces de areca, que cortan en trozos y envuelven en hojas de betel,

mezclándolo todo con cal. Están convencidos de que eso les mejora la salud.

En cuanto a la fauna, está constituida por perros,

gatos, cerdos, gallinas y cabras. Entre los vegetales y cereales, figuran: el arroz, el maíz, el mijo, los naranjos, los limoneros, cocoteros y bananos. Abunda también el jengibre.

Parece ser que en la isla hay mucho oro, pues los

nativos no lo quieren cuando se les ofrece una moneda de tal metal; aprecian mucho más el vidrio.

Siete días más tarde, por fin, la pequeña escuadra levó anclas precedidas del esquife de Colambu. Como éste pronto se vio sobrepasado por las tres embarcaciones, Magallanes invitó al rey a subir a bordo y continuar el viaje con ellos, lo que aceptó complacido y contempló atónito las maniobras que ejecutaban los marineros subidos a las jarcias, vergas y masteleros con una destreza increíble.

Cuando, por fin, la isla de Cebú se presentó a los ojos de los expedicionarios, éstos pudieron apreciar numerosas casas, que se levantaban sobre el agua sostenidas por pilares. Las naos se vieron rodeadas y seguidas por muchísimas embarcaciones de flotador lateral y velas de algodón de brillantes colores.

Magallanes ordenó que no se les permitiera aproximarse, estaba decidido a no tratar con persona alguna que no fuera el propio rajá. Por fin, el domingo 7 de abril de 1521, la armada española entró majestuosamente en el puerto de Cebú.

Los indígenas se agolpaban curiosos para contemplar aquellas embarcaciones tan enormes que navegaban con una seguridad incomprensible. Les era difícil comprender cómo semejantes moles, con un peso tan enorme, podían flotar en el agua.

Mientras las naves fondeaban y recogían el velamen, Magallanes mandó llamar a Andrés de San Martín.

—¡Vaya! —exclamó el vitoriano—. ¿Qué querrá el capitán de mí?

Juan Sebastián Elcano, que en ese momento dirigía la distribución de armas a los marineros y la puesta a punto de los cañones, se volvió hacia su amigo.

—Seguro que te manda como embajador...

Cuando San Martín acudió en el bote a la capitana desde la
Concepción
, Magallanes estaba contemplando la ciudad malaya desde el castillo de popa.

—Ah, San Martín —le saludó cuando se le acercó el vitoriano—, quiero que vayáis a tierra con Enrique y habléis con el rajá.

—Bueno —dijo el cosmógrafo—, ¿queréis que le diga algo en especial?

Magallanes negó con la cabeza.

—Sólo que venimos en son de paz, a comerciar como amigos.

—De acuerdo, os vendré a informar.

CAPÍTULO XVII

CEBÚ

Elcano estudió con curiosidad la ensenada en la que habían atracado. El puerto de la isla consistía, en realidad, en una amplia bahía sobre la que se apiñaban cientos de pequeñas casas, que quizá pudieran más bien describirse como chozas, pues la mayoría estaban hechas con madera y cañas de bambú. Los tejados eran invariablemente de hojas de palmera que volarían al primer viento huracanado.

Sobre una colina se levantaba lo que parecía ser el palacio del rajá, una edificación grandiosa que contrastaba con la pobreza de los moradores de la isla.

Cientos de juncos y barcazas atracaban unos junto a otros formando una maraña que, a juzgar por las mujeres y niños que las poblaban, servía de hogar permanente a una gran parte de la población. El único desembarcadero estaba en estado ruinoso, hecho con bambúes, y en él se agolpaba una muchedumbre que amenazaba con derrumbarlo de un momento a otro.

Mientras el esquife de la
Trinidad
se acercaba a tierra, los artilleros cebaban los cañones con la pólvora que los grumetes habían subido en cubos de las bodegas. Y; aunque no se esperaba acción militar, junto a cada cañón se apilaban media docena de bolas redondas de hierro que podían ser cargadas en las bocas de las bombardas en pocos segundos. En el momento en que los dos enviados subían por las escaleras, el capitán general, deseando dar un aire solemne al acontecimiento y un carácter impresionante, dio la orden de disparar una salva a todas las naves. Aquellos terribles truenos produjeron un pánico atroz, la muchedumbre que segundos antes se apiñaba curiosa desapareció como por encanto, presa de terror, y en pocos segundos el muelle quedó completamente desierto, mientras que San Martín y Enrique proseguían su avance majestuoso apenas pudiendo contener la risa que les producía aquel pavor colectivo.

El rajá era un hombre bajo, grueso y moreno, tenía la cara ancha con pómulos altos y nariz aplastada. En las orejas lucía zarcillos de oro y sus dedos estaban cubiertos con sortijas también de oro y pedrería. Se cubría con un turbante de seda amarilla, y sobre una túnica del mismo color lucía un collar de perlas.

Haciendo pasillo hacia el trono, se mostraban respetuosamente obsequiosos una doble fila de cortesanos, todos ellos portadores de vistosos turbantes y túnicas de seda que les llegaban a la rodilla. Metido en la faja, lucían el famoso
kriss
malayo, puñal hecho de cobre con hoja ondulada y empuñadura de hueso con incrustaciones de oro.

Detrás del monarca había un hombre que, a primera vista, tanto su indumentaria como su aspecto un tanto achinado delataban que no era natural del país. Vestía camisa y ceñidor de seda, pantalones de algodón y babuchas de paño, mientras que los cebutíes llevaban las piernas al aire.

El rajá estaba quizá demasiado concentrado en chupar vino de palmera por un junquillo, intentando dar una sensación de indiferencia que estaba lejos de sentir. Al aproximarse los dos enviados, suspendió la libación para coger un huevo de tortuga de un recipiente de laca china que había a su lado y llevárselo a la boca con una despreocupación muy estudiada.

Enrique le saludó con la más cumplida reverencia.

—Os saludamos, oh, gran rajá. Venimos de parte de nuestro señor, Fernando de Magallanes, a ofreceros nuestra amistad. Los truenos que acabáis de oír son un saludo afectuoso y cordial en señal de paz. Al mismo tiempo, es un honor que dispensa al rajá y a su gran isla.

—¿Quiénes sois y qué queréis? —preguntó el dignatario del monarca, quien seguía pretendiendo mostrar una gran indiferencia.

—Venimos del otro lado del mundo. Hemos navegado durante casi dos años para llegar aquí. Nuestro jefe es súbdito del rey más grande y poderoso de la Tierra, y la finalidad de nuestro viaje es llegar al Moluco, pero al detenernos en Massawa con el fin de avituallarnos, su rey nos ponderó tanto la importancia y riqueza de Cebú, que nuestro señor decidió venir a visitaros para ofrecer su amistad y comprar víveres, dando a cambio diversas mercancías.

El rey escuchaba a Enrique con impasibilidad no desprovista de un cierto aire de desdén. En un esfuerzo por romper el hielo, Andrés de San Martín ofreció al rajá dos búcaros de cristal veneciano incrustados en oro. El centelleo de avaricia que cruzó por los ojos del rajá no pudo ser ocultado completamente por el revestimiento de indiferencia con el que el soberano dejó el valioso regalo a un lado, sin hacer la menor observación. Continuó callado un corto espacio de tiempo mientras mascaba concienzudamente nueces de areca. Por fin, por medio de su dignatario, manifestó que les daba la bienvenida y que le satisfacía la visita, pero al mismo tiempo les prevenía que todos los navíos que entraban en su puerto para comerciar tenían que pagarle un impuesto como lo había hecho el comerciante de Siam que estaba detrás de él.

Enrique tradujo rápidamente lo que pretendía el rey, a lo que San Martín se negó en rotundo.

—Dile claramente que no. Nuestro capitán, representante de un monarca tan grande y elevado, jamás pagará impuestos a rey alguno. Dile que le ofrecemos la paz, pero que si quieren la guerra, la tendrán, y ¡ay de ellos y de su país!

La arrogancia con la que Enrique comunicó al rey el mensaje del cosmógrafo hizo perder al rajá su imperturbabilidad, y contrajo la cara con un claro gesto de enojo. Los cortesanos pusieron la mano en los
kriss
, prontos a sacarlos de sus vainas y hacerlos caer sobre los osados emisarios, pero, a pesar de tan amenazadoras actitudes, los dos hombres no se arredraron; al contrario, observaron con mirada retadora al monarca de la isla. El desenlace de la situación podría haber sido muy diferente si el comerciante de Siam no se hubiera inclinado al oído del rey.

—Tened cuidado, señor. Estas gentes son las que han conquistado Malaca, Calicut y todas las Grandes Indias, son muy poderosos. Provocarlos podría ser fatal. Su amistad, sin embargo, puede ser muy provechosa.

Enrique, que había oído lo que decía el comerciante, se dirigió en voz queda a San Martín:

—Nos toman por portugueses. Le acaba de decir que somos un enemigo terrible.

—Bien —asintió San Martín—, mejor que sigan creyéndolo, de momento.

El rajá, que empezaba verdaderamente a asustarse, manifestó por medio de su dignatario que consultaría con los suyos y que al día siguiente les daría la respuesta.

Al día siguiente, San Martín y Enrique saltaron a tierra saliendo el rey a su encuentro acompañado de sus jefes y cortesanos. Su gesto no era ya hosco e indiferente, sino que sus gruesos labios se distendían en una amplia sonrisa de bienvenida. Sin duda, las advertencias del comerciante y una charla sostenida con el reyezuelo de Massawa habían obrado el milagro. Enrique le comunicó que el rey del país del cual venían era mucho más poderoso que el que había conquistado Calicut y Malaca, y que su única pretensión era gozar del privilegio de un comercio exclusivo con la isla. El rey accedió gustoso y aseguró que si el capitán deseaba verdaderamente ser su amigo, no tenía más que sacarse un poco de sangre del brazo y enviársela. Él haría lo mismo por su parte.

El día 8 el rey de Massawa se acercó a la
Trinidad
acompañado del comerciante de Siam. Venían portadores de un mensaje real: el rajá manifestaba que se estaban reuniendo víveres para regalárselos. Por la tarde, aseguraron, vendría el heredero del trono para establecer la paz.

En efecto, después de comer se presentó el joven heredero del trono, sobrino del rajá, junto con el rey de Massawa, el comerciante siamés y otros jefes de la isla dispuestos a concertar un tratado de paz.

Magallanes los recibió ostentoso, sentado en un sillón de terciopelo rojo y, por medio del intérprete, el capitán general comenzó un pequeño discurso en el cual les indicó las ventajas que supondría la alianza para ambas partes. La perorata de Magallanes fue poco a poco convirtiéndose en un sermón, que parecía encaminado a infundir a los visitantes amor y respeto por la religión católica.

—Pregúntales si el rey tiene hijos varones —dijo a Enrique.

Después de hacer la pregunta al heredero del trono y escuchar su respuesta, se volvió al portugués:

—El rey sólo tiene hijas, de las cuales la mayor es la mujer de este hombre, que es su sobrino. Al parecer, cuando los padres alcanzaran cierta edad, el mando pasa a los herederos sin consideración alguna.

Magallanes se mostró escandalizado.

—Dios es el creador del cielo y la tierra —aseguró inflamado repentinamente por un celo evangélico—, y es también el que designa los reyes y príncipes de esta tierra. Todos debemos obediencia a las leyes divinas.

Siguió explicando una serie de pasajes bíblicos, empezando por la creación, Adán y Eva y el principio del mundo, animándolos a instruirse en los principios del cristianismo. A través del intérprete, el sobrino del rajá se mostraba muy interesado en el tema.

—Quiere que les dejemos algunos hombres que les instruyan en nuestra religión —dijo Enrique—. Serán respetados como es debido.

—Siento no poder complacerlos ahora —exclamó el portugués contrariado—, pero diles que el único hombre capacitado para ello es el capellán que va a bordo y que no puedo de manera alguna desprenderme de él. Pero que volveremos con otros sacerdotes y frailes, que son los ministros de Dios, que se encargan de cumplir la misión de instruir a la gente en los misterios de nuestra santa y verdadera religión. De todas formas —continuó—, lo más importante es recibir el bautismo, y eso es algo que se puede hacer antes de que abandonemos la isla.

Los comisionados consultaron entre sí y declararon que les agradaría mucho recibir este bautismo, pero que no lo podían hacer sin antes recibir el permiso del rey.

—Diles que no deben recibir el bautismo por temor o por la esperanza de obtener ventajas materiales —exclamó Magallanes majestuosamente—. Aunque, lógicamente, los que ingresen en la grey del Señor serán preferidos y tratados con mayores consideraciones.

Todos se apresuraron a decir que si querían ser cristianos era por propia voluntad y no por temor o por obtener ventajas.

—Hazles saber —insistió Magallanes—, que no sólo deben ellos recibir las aguas bautismales, sino sus mujeres e hijos, pues si ellas no se bautizan, tendrían que separarse so pena de caer en pecado mortal.

Los isleños le aseguraron que si el rajá les autorizaba, tanto los hombres como las mujeres entrarían en aquella religión tan sorprendente como dulce.

Además —dijeron—, así no sufrirían aquéllas tan frecuentes y horribles apariciones del diablo que les causaban tanto pavor.

—Nunca se atreverá el diablo a presentarse ante ellos —exclamó enfervorecido el navegante—, y si lo hiciera bastaría que hicieran la señal de la cruz para alejarlo.

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