Read Los intrusos de Gor Online

Authors: John Norman

Los intrusos de Gor (27 page)

BOOK: Los intrusos de Gor
3.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Casi en el centro del campamento había un rebaño de ganado de los Kurii un tanto diferente. Era a ese redil adonde llevaban a la hija de Thorgard de Scagnar. Ella cruzó rauda los travesaños y, en un momento, se encontró en la pisoteada hierba del interior, convertida en otro miembro del rebaño. Era lo que habíamos planeado.

—Me gustaría —manifestó Ivar Forkbeard— tener un rebaño como éste.

El rebaño, claro está, consistía en hermosos y bien alimentados animales, de piel lechosa y bípedos. Debía de haber unos tres o cuatro mil de ellos encerrados en el redil.

—Algunas de las muchachas son tuyas —le recordé.

—Y pienso recuperarlas —repuso. En ese rebaño, suponía, se encontraban varias de nuestras mujeres: Thyri, Aelgifu o Budín, Gunnhild, Olga, Morritos, Lindos Tobillos, la ex—señorita Stevens, de Connecticut, ahora Pastel de Miel, la muchacha llamada Leah, de Canadá, y otras.

Aun ahora, Hilda estaría comunicando nuestras instrucciones a las aterradas muchachas, esclavas en su mayor parte. Pronto comprobaríamos a quiénes temían más: si a eslines y a Kurii, o a los machos goreanos, sus dueños. Si se negaban a obedecer, morirían. No tenían elección.

El sol ya bañaba, intenso y hermoso, las cumbres del Torvaldsberg.

—Ataos las bufandas —dijo Svein Diente Azul.

El aviso pasó rápidamente de hombre a hombre. También los del otro lado del valle estarían efectuando la misma acción. Todos nos atamos alrededor del hombro izquierdo una bufanda amarilla. Fue por medio de este recurso como los Kurii habían reconocido a sus cómplices entre los hombres de Thorgard de Scagnar. Nosotros también llevaríamos de esas bufandas. Ésta era nuestra venganza en aquellos que habían traicionado a su especie.

—Preparad las armas —ordenó Svein Diente Azul. Los hombres se movieron: sacaron las espadas de sus vainas; encajaron las flechas en el bordón, asieron con más firmeza las lanzas.

Me causaba extrañeza el que hombres, tan sólo hombres, se atrevieran a enfrentarse con los Kurii.

Claro que entonces no sabía nada de la furia.

Svein Diente Azul había bajado la cabeza.

Lo noté primero en el gigante, Rollo. No era un sonido humano. Era como el gruñido que emite el larl al despertar. Se me erizó el vello de la nuca. Me giré. La enorme cabeza se estaba irguiendo despacio, y volviéndose. Vi la sangre comenzar a recorrer las venas de su frente. Diríase que sus ojos despedían un terrible fulgor que parecía venir de muy adentro, borrando aquella mirada bobalicona. Vi sus puños cerrarse y abrirse. Tenía los hombros encorvados. Se agachó a medias, como si esperase, tenso, mientras el frenesí empezaba a arder en su interior.

—Ya empieza —me dijo Ivar Forkbeard.

—No lo entiendo —repuse.

—Calla —ordenó—. Ya empieza.

Entonces Svein Diente Azul, el poderoso Jarl de Torvaldsland, irguió la cabeza; pero en aquel momento no parecía ser él; era como si su rostro hubiese cambiado. De pronto se hirió el antebrazo con la amplia cuchilla de su lanza. Para mi horror, le vi succionar su propia sangre.

Vi a un hombre que se arrancaba puñados de cabellos para resistir el frenesí. Mas éste le invadía de tal modo que no podía dominarlo.

Los demás estaban inquietos. Algunos removían la tierra con las botas. Otros miraban en tomo suyo, sobrecogidos.

A un hombre comenzaron a girarle los ojos en las órbitas; un violento temblor se adueñó de su cuerpo y murmuraba incoherencias.

Otro hombre arrojó a un lado el escudo y se rasgó la camisa, mirando hacia el valle.

A otros los oía gemir, para que al cabo los gemidos dieran lugar a bramidos de incontenible furia.

—Matar Kurii —rezongaban—. Matar Kurii.

Vi a un hombre cegarse con sus propias uñas, sin dolor alguno. Con el ojo intacto miraba fijamente hacia el valle. Tenía espuma en la comisura de la boca, y su respiración era un terrible resuello.

—Fíjate en Rollo —dijo Forkbeard.

Las venas abultaban en el cuello y la frente del gigante, hinchadas con el latir de la sangre. No pude mirarle a los ojos. Mordía el borde del escudo, arrancando la madera, haciéndola trizas con los dientes.

—Es el frenesí de Odín —murmuró Forkbeard.

Hombre tras hombre, corazón tras corazón, la furia fue poseyendo al ejército de Svein Diente Azul. Al principio fue como una espantosa infección, una plaga; y después como un fuego invisible y consumidor.

De repente, Ivar Forkbeard echó la cabeza hacia atrás y, silenciosamente, gritó al cielo.

El frenesí le había poseído.

Oía el rechinar de los dientes en el acero, el sonido de los hombres mordiendo sus propias carnes.

Ya no podía mirar a Ivar Forkbeard: no era el hombre que había conocido. Su lugar lo ocupaba una bestia.

—¡Matar Kurii! —oía.

Miré hacia el valle. Me acordaba muy bien de la horrible y despiadada masacre que los Kurii habían hecho en la casa de Svein Diente Azul. Y llevaba conmigo, aun ahora, el brazal de oro que un día luciera Telima.

Entonces sentí en mi interior, como lava, el inicio de una extraña sensación.

—No —me dije—, he de resistir esta locura.

Saqué el brazal y me lo colgué al cuello con un trozo de cuerda.

Cerré los ojos. Aspiré por entre los dientes.

Abrí los ojos. Sentí una oleada de frenesí en mi interior; todo el valle pareció teñirse de rojo sangre. Quería destrozar, golpear, destruir.

Svein Diente Azul levantó la lanza de señales. Mil hombres retuvieron el aliento por un instante.

El sol destelló en el escudo. La lanza señaló hacia el valle.

Con un alarido frenético, el ejército, furioso, se precipitó hacia delante desde ambas laderas del valle.

—¡Los hombres de Torvaldsland —gritaron— han caído sobre vosotros!

18. LO QUE OCURRIÓ EN EL CAMPAMENTO DE LOS KURII

El Kur cayó ante la espada. Dando alaridos salté sobre otro, hiriéndolo antes de que pudiera incorporarse; luego me ocupé de un tercero.

Al mismo tiempo que iniciábamos el ataque, las muchachas del redil, siguiendo las órdenes que Hilda acababa de comunicarles, huyeron de allí a centenares, gritando, corriendo en tropel por el campamento. Los eslines pastores se lanzaron en medio de ellas, pero, aturdidos por su ingente número, tuvieron dificultades en escoger a mujeres para devolverlas al redil.

Muchos Kurii, saliendo repentinamente de sus tiendas, aturdidos, sólo vieron en principio al ganado bípedo que pasaba sin interrupción, quizá hasta que las hachas cayeron sobre ellos. La índole del ataque, y su gravedad, eran cosas que no podían determinar.

Un Kur alzó su gran hacha. Yo cargué contra él, asestándole un mandoble antes de que pudiera golpearme.

Torcí violentamente la hoja del hacha, al desplomarse la bestia, desprendiéndola de su maxilar y su hombro.

—¡Tarl Pelirrojo! —oí gritar. Era la frenética voz de una muchacha. Me volví. Ahora me doy cuenta de que era Thyri, pero no la reconocí en aquel momento. Yo, poderoso y temible, con el hacha a punto y la ropa empapada en sangre, la miré fijamente, mientras que a mis pies el Kur expiraba entre convulsiones. Ella se puso la mano delante de la boca, los ojos aterrados, y echó a correr.

Vi a un Kur agarrar a un hombre del campamento de Thorgard de Scagnar y arrancarle la cabeza.

Los atacantes, al igual que los hombres de Thorgard de Scagnar, llevaban bufandas amarillas en los hombros. Muchos Kurii, desconcertados al principio, habían sucumbido bajo las hachas de aquéllos, en teoría sus aliados. Ahora, sin embargo, trataban de aniquilar indiscriminadamente a todos los humanos armados. Muchos fueron los hombres de Thorgard que sucumbieron bajo los dientes y el acero de los Kurii, y varios los Kurii que cayeron ante las armas de los hombres de Thorgard, mientras luchaban furiosamente para defenderse.

Una vez vi que Ivar Forkbeard trataba de alcanzar a Thorgard de Scagnar. Pero Ivar se vio bloqueado por Kurii y guerreros y entró de nuevo en el combate.

Oía el griterío de las esclavas.

Vi que dos Kurii se dirigían a Gorm. Dos veces el hacha se desplazó lateralmente, desde atrás: la primera hacia la izquierda y la segunda hacia la derecha, seccionándoles los espinazos.

Un eslín de seis patas, de casi cuatro metros de longitud, pasó a todo correr, rozándome el muslo.

Gorm, enloquecido, se dedicaba a descuartizar, chillando, los cuerpos de los Kurii caídos a sus pies.

—¡Protegedme! —oí.

Una hembra se arrojó a mis pies, y me apoyó la cabeza en el tobillo.

—¡Protegedme! —lloriqueó. Miré hacia abajo. Ella levantó la cara, aterrada, manchada de lágrimas. Era Leah, la muchacha canadiense. La rechacé con el pie. Había trabajo de hombres que hacer.

Recibí de lleno el ataque del Kur. El mango de su hacha golpeó el de la mía en la mitad, haciéndome caer sobre la rodilla. Poco a poco me fui levantando, empujando el mango, que el Kur sujetaba ahora con las dos zarpas, hacia arriba y hacia atrás. La bestia volvió a empujar con todas sus fuerzas y su peso, convencida de que podría acabar con la insignificante resistencia de un humano. Lo sostuve el tiempo suficiente para convencerme de que podía, y entonces retiré el mango rápidamente, lanzándome a un lado y levantando el hacha. El Kur cayó de bruces, sobresaltado. Pisé el mango del hacha. Él trató de sacarlo, y furiosamente se revolcó hacia un lado. En ese momento le propiné un hachazo que le partió el omóplato izquierdo. Aullando, el Kur se puso en pie de un salto, reculando ante mí, descubriendo los colmillos. Lo seguí. Se giró de repente y dio un brinco apartándose. Lo atrapé delante de la abertura de una tienda vestuario, una de las de Thorgard de Scagnar, acaso la suya propia. El Kur, dando la vuelta, ahora mirándome, retrocedió; tropezó contra la cuerda de una tienda, arrancando de cuajo su estaca. Salté hacia delante, hiriéndole de nuevo, esta vez en la cadera izquierda. El costado de su peluda pierna estaba empapado en sangre. Encorvado, gruñendo, entró en la tienda caminando de espaldas. Le seguí. Un griterío surgió de la tienda, el griterío de las chicas de seda de Thorgard; muchas de ellas eran bajas y rollizas, con cuerpos deliciosos. Algunas estaban encadenadas por el tobillo izquierdo. Las sedas que vestían, ceñidas y transparentes, no habían sido diseñadas para ocultar su belleza, sino para realzarla y subrayarla, para exponerla sensualmente a la inspección de un dueño. Ellas retrocedieron medrosas, refugiándose entre los cojines, reculando hasta el lateral de la tienda. Apenas les eché un vistazo. Pasarían a ser propiedad de los vencedores.

El Kur, sin dejar de retroceder, arrancó del suelo uno de los mástiles de la tienda. Ésta cedió de su lado, y la bestia dio un gruñido. Empuñó el mástil y avanzó con la punta del mismo por delante, como si se tratara de una lanza. Luego lo blandió, en un conato de ataque. Esperé. La pérdida de sangre los había debilitado. Volvió a girar sobre sí mismo y corrió hacia la pared opuesta de la tienda. Hizo un vano esfuerzo por rasgar la seda, y fue allí donde acabé con él. Desprendí el hacha del cuerpo y volví la cara hacia las mujeres. Me acerqué resueltamente a ellas, que estaban de rodillas, abrazadas unas con otras. Bajaron la vista, temblorosas. Salí de la tienda.

—¿Dónde está Thorgard de Scagnar? —preguntó Ivar Forkbeard. Llevaba la camisa medio arrancada. Tenía sangre de Kur en el pecho y en la cara.

—No lo sé —respondí.

Detrás de Ivar Forkbeard, desnuda, con su collar, iba Hilda, la hija de Thorgard.

—¡Hay Kurii replegados junto a los corrales de verros! —gritó un hombre.

Ivar y yo nos dirigimos allí a toda prisa.

El repliegue estaba condenado al fracaso. Las lanzas cayeron en medio de los resueltos Kurii. Varios de ellos se desplomaron en el barro y la porquería de los corrales de verros, y los animales, chillando despavoridos, huyeron a la desbandada saltando por encima de los cuerpos.

En las inmediaciones de los corrales de verros hallamos a esclavos encadenados, apresados por los Kurii en sus expediciones de pillaje, y utilizados como porteadores. Había más de trescientos de tales infelices.

Svein Diente Azul estaba en los corrales, encabezando la partida que había deshecho el repliegue. Éste lo capitaneaba el Kur que tuviera el mando en el ataque a su casa. Parecía ser que dicho Kur había huido, dispersándose con los otros. Diente Azul pasó por encima del cadáver de un Kur. Con la mano señaló los esclavos encadenados.

—Soltadlos —ordenó— y dadles armas. Aún hay trabajo que hacer.

No bien les hubieron quitado los grillos, los esclavos, afanosos, recogieron las armas y fueron en busca de Kurii.

—No permitas que los Kurii escapen hacia el sur —le dijo Svein Diente Azul a Ketil, guardián de su granja montañesa, que era un afamado luchador de lucha libre.

—Una numerosísima manada de boskos les cierra la salida —anunció Ketil—. Algunos han resultado pisoteados y todo.

—¡Nos han engañado! —vociferó un hombre—. ¡El verdadero repliegue de Kurii está al otro lado del campamento! ¡Cientos de ellos! ¡No hay defensa! ¡Ha sido una estratagema para atraernos aquí, permitiendo que los Kurii se reagrupasen masivamente en otra parte!

Mi corazón dio un vuelco.

No era de extrañar que el jefe de los Kurii hubiera desaparecido, abandonando a su ejército. Me preguntaba si sabrían que su auténtico objetivo se hallaba en otro sitio. No pude sino admirarlo. Era un verdadero general, un enemigo de lo más peligroso y mortífero, desaprensivo y brillante.

—Parece —comentó Ivar Forkbeard, sonriendo con desidia— que tenemos un adversario respetable.

—¡La batalla se vuelve contra nosotros! —gritó uno.

—¡Hemos de contenerlos! —exclamó Ivar Forkbeard. Oíamos los alaridos de los Kurii, procedentes del otro lado del campamento, a casi un pasang de distancia. También nos llegaban los gritos de los hombres.

—Unámonos a la lucha, Tarl Pelirrojo —invitó Forkbeard.

Hombres que huían pasaron a toda carrera frente a nosotros. Forkbeard golpeó a uno, derribándole.

—A la batalla —dijo. El hombre se volvió y, empuñando su arma, regresó al combate—. ¡A la batalla! —gritó Forkbeard—. ¡A la batalla!

—¡No podemos contenerlos! —bramó un hombre—. ¡Arrasarán el campamento!

—¡A la batalla! —repitió Forkbeard.

Corrimos furiosamente en dirección al combate.

Allí, alzada ya, vimos la lanza de señales de Svein Diente Azul. A su alrededor se agolpaban los Kurii. Era como una bandera en una isla. Debajo de ella se encontraba el invencible Rollo, repartiendo hachazos a diestra y siniestra. Todo Kur que se aproximaba a la lanza de señales moría en el acto. Cientos de hombres, en hileras desordenadas y dispersas, extendidas lateralmente, nos acompañaban. Al tropezarse con esta nueva resistencia, los Kurii, excesivamente desplegados, profirieron penetrantes chillidos y se replegaron a fin de reagruparse para otro ataque.

BOOK: Los intrusos de Gor
3.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

We Are Unprepared by Meg Little Reilly
The Cracked Earth by John Shannon
Never Enough by Lauren DANE
The Train Was On Time by Heinrich Boll
Formerly Shark Girl by Kelly Bingham
She Lies Twisted by C.M. Stunich