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Authors: Joan Manuel Gisbert

Tags: #Infantil y juvenil, intriga

Los Espejos Venecianos (9 page)

BOOK: Los Espejos Venecianos
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Al ir acostumbrando los ojos a la negrura, pudo percibir un fulgor lejano que procedía del interior del edificio. Aquella luminosidad era levemente trémula, parecía la de una llama.

Giovanni temió que los otros, en su desbandada, hubiesen provocado algún incendio. No había casi nada que pudiese arder en el palazzo, pero la reseca madera de alguna de las pocas puertas que quedaban podía haber prendido fácilmente.

Corrió temiendo por los espejos venecianos. Pronto comprobó que no se trataba de ningún incendio. Los buscadores de emociones habían abandonado allí sus cirios. La mayor parte, encendidos en el suelo; algunos estaban cerca de la cámara de los espejos; tres dentro de ella.

En el suelo empolvado había un gran desbarajuste de pisadas. No parecía que hubiesen entrado cinco allanadores, sino cincuenta.

Sobre las losas habían trazado símbolos ocultistas, zafia invocación al más allá. Giovanni esbozó una mueca de desprecio.

Como temía, también los espejos habían sido objeto de la atención de los visitantes. No obstante, no les habían causado ningún daño. Observó las figuras esotéricas que burdamente habían dibujado en la superficie de las lunas.

Tomó una de las sábanas tiradas en el suelo y se apresuró a borrar aquellos garabatos. Luego, apagó todos los cirios que consideraba innecesarios. Podían llegar hasta afuera destellos que delataran que el palazzo no estaba en la soledad acostumbrada. Sólo dejó encendidos los tres que estaban entre los espejos venecianos.

Adoptada aquella precaución, continuó frotando los cristales con la intención de dejarlos lo más brillantes que le fuera posible. Estuvo un largo rato totalmente dedicado a aquella actividad. La concentración le ayudaba a alejar aprensiones y temores.

La sugestión de los espejos parecía mucho mayor tras el abrillantado. Los tres cirios y la figura de Giovanni encontraban en ellos senderos de propagación múltiple que llegaban mucho más lejos de lo que la vista podía apreciar.

Giovanni se acordó entonces de lo que había leído, y miró si los marcos tenían las iniciales del maestro Forlani. Las encontró enseguida. En ambos figuraban la
G
y la
F
, grabadas en plata y en el lugar indicado.

Tal vez eran los últimos ejemplares del artífice veneciano que quedaban en el mundo. Se habían librado del deterioro y de la desaparición gracias a que estaban firmemente encajados en los muros.

El napolitano tenía la sensación de estar cerca de un abismo tenebroso del que nada conocía. Eso le producía una inquietud cada vez mayor. No olvidaba que Giorgio y los otros habían visto o notado algo que fue cambiando sus risas iniciales por sensaciones de pánico, hasta hacerlos escapar acobardados.

Se notaba muy tenso. Sentía en los oídos un silbido lejano. Pero no quería ni pensar en renunciar o volverse atrás. Veía en los espejos algo más que los múltiples reflejos de su cuerpo y de las llamas de los cirios. La materia de aquellos azogues mercúricos, cuya secreta composición sólo Forlani había conocido, generaba resplandores y formas que no tenían relación con lo que estaba ante las lunas. Surgían misteriosamente de los espejos.

Recordó el párrafo subrayado en el libro, en el que se advertía de lo peligrosas que podían ser las manifestaciones de los espejos Forlani para la estabilidad emocional de las personas.

Con el recuerdo de aquellas palabras, volvió a examinar los marcos. No tardó en hallar algo: en ambos figuraba otra señal, además de las iniciales de Forlani.

Era el símbolo utilizado a veces como marca de regalo nupcial: dos alianzas unidas. La fecha correspondía a la primera juventud de Beatrice. Su presencia era casi imperceptible entre las figuras talladas en la madera. Sólo alguien que específicamente las buscara podía encontrarlas. Para los demás quedarían siempre confundidas en la profusión de ornamentos de los marcos. Aquel descubrimiento confirmaba las sospechas de Giovanni.

De pronto, oyó el rumor de unas voces. Aguzó el oído. Pensó con inquietud que provenían del edificio contiguo. Volvió a pensar en Alessandra y en el hombre inerte que yacía boca abajo.

El rumor de las voces crecía. Sonaban destempladas. Pero no procedían del patio porticado, sino de la zona que daba a la plazuela.

Giovanni apagó los tres cirios. Al quedarse a oscuras en la cámara, pudo verificar una vez más que el espejo de los símbolos poseía un fulgor propio, cambiante, que desafiaba toda lógica y se reflejaba en el de las máscaras, creando así un ámbito luminoso entre ambos que confería una estremecedora rareza.

Las voces le llegaban ahora con cierta claridad. Se sustrajo de la influencia hipnótica de los espejos y caminó hacia la procedencia de los rumores.

Mientras se acercaba a las salas que daban a la fachada principal, pensó si podía tratarse de Giorgio y sus acompañantes, nuevamente armados de valor para repetir su intentona.

Pronto comprendió que no eran ellos. Las voces correspondían a gente de más edad. Estaban haciendo un alboroto considerable. Giovanni creyó haber llegado a la deducción certera: «Alguien se ha dado cuenta de que las cadenas del portón lateral han sido violentadas y ha corrido la voz. Se han llamado unos a otros. Lo ven como un acontecimiento que ha de ser aireado e investigado. En unos momentos entrarán en tromba».

Con gran contrariedad, se propuso salir cuanto antes. Aprovecharía la algarabía del exterior para no ser descubierto allí, como un solitario allanador.

Pero antes, el instinto estratégico que había desarrollado en aquellos días le hizo adoptar una medida: fue a la planta superior y, con suma precaución para no ser oído, manipuló uno de los ventanales.

Lo dejó aparentemente cerrado, pero no resistiría una presión desde fuera.

Bajó a toda prisa las escalinatas. El clamor de las voces arreciaba. Procedía de la plaza. Allí parecían estar todos congregados.

Giovanni abrió el portón lateral muy despacio. Sus esperanzas de salir sin ser visto eran escasas. No obstante, quiso intentarlo.

Fue una gran suerte que aquella salida no diera a la plaza. Gracias a ello, nadie le vio abandonar el edificio.

Pudo entornar el portón, retroceder un poco y luego volver sobre susu pasos en dirección a la plaza, como si viniera desde alguna de las callejas cercanas.

Al ver al grupo, comprendió su error. Eran unos doce hombres que no le prestaban ninguna atención al palazzo Balzani. Se trataba de un grupo de beodos en plena algazara.

Cuando le vieron aparecer, le saludaron con un coro de ruidosas carcajadas. No eran de burla; saludaban así la aparición de un nuevo partícipe en la juerga. Algunos se acercaron a él, ofreciéndole vino como invitación para que se sumara al grupo.

Giovanni lo rechazó sin brusquedad. Sólo pensaba en volver a entrar enseguida en el palazzo. Quizá pudiera hacerlo sin que ellos se dieran cuenta. La causa por la que había decidido salir del edificio era injustificada. Nada le impediría continuar su investigación de los espejos venecianos.

La impaciencia le hizo descuidarse. Se fue hacia la fachada lateral sin darse cuenta de que dos de aquellos hombres le seguían, aún decididos a convencerle de que se uniera a ellos. Les movía la tenacidad caprichosa e incansable de los ebrios.

Cuando Giovanni les vio, el desliz ya no tenía remedio. Ellos, a pesar de las nieblas del licor, habían visto en su actitud algo raro. No tardarían en descubrir que el portón estaba abierto.

El estudiante echó a correr. No quería estar ni un segundo más ante aquellos hombres; podrían reconocerle después. Confió en que no hubiesen visto su cara lo bastante.

Ellos le llamaron a voces, extrañados por su súbita escapada. Alguien, en una de las casas próximas, masculló una imprecación a través de una ventana. Entonces, por unos momentos, callaron los borrachos.

MIRADAS AL PASADO

EL profesor Amadio entró convulso en el aula. La indignación crispaba las comisuras de sus labios.—Para mi desgracia —anunció sonoramente—, se me ha comunicado que anoche unos alumnos entraron ilícitamente en la antigua mansión Balzani. Se trata de una falta muy grave. Como ladrones, forzaron las cadenas de una de las entradas. Una conducta vergonzosa y deplorable.

Giovanni se preguntó si sólo sabía lo del grupo de Giorgio o estaba también enterado de lo suyo. Amadio se estaba dirigiendo a todo el grupo en general. Hasta aquel momento no se había detenido a mirar a nadie en concreto.

—El hecho de que un edificio esté en situación de abandono —siguió perorando Amadio—, no les autoriza a ustedes, ni a nadie, a servirse de él para celebrar en su interior memeces y necedades. No abochornaré a los infractores nombrándoles uno a uno —concedió, mirando a diestra y siniestra, y sugiriendo que podía hacerlo porque conocía sus identidades—. Ellos saben muy bien de quién estoy hablando. Con lo dicho, sobra y basta. Espero no verme obligado a referirme otra vez a asuntos de esta índole. No lo advertiré dos veces: si se reincide en tan censurables comportamientos, habrá sanciones ejemplares que pueden llegar hasta la expulsión de la universidad. En determinados casos no hay nada mejor que los escarmientos definitivos.

Amadio hizo una pausa. Parecía esperar a que sus palabras calaran totalmente en el ánimo de los estudiantes. Después, sin volver a referirse a los hechos del palazzo, inició una de sus disertaciones magistrales acerca del estudio del pasado a través de vestigios y documentos.

Sus ultimas palabras, a modo de resumen, fueron:

—El cronista histórico digno de tal nombre deberá manejar siempre documentos fidedignos y auténticos. Dejará escrupulosamente a un lado todo lo que huela a falsedad, superstición, habladurías sin fundamento, deformaciones legendarias y añadidos fantasiosos. Su mente estará siempre fría y lúcida, sin dejarse arrastrar por arrebatos ni corazonadas. Podrá apasionarse en su trabajo, a veces le será incluso necesario, pero siempre considerará los hechos de manera distanciada. No olviden nunca estas exigencias fundamentales.

Giovanni se sentía parcialmente en desacuerdo con las ideas del catedrático. Sus experiencias en los últimos días le habían abierto los ojos hacia otras posibilidades.

—Abramos un debate —dijo el profesor—. ¿Quién desea tomar la palabra?

Hubo el silencio acostumbrado. Muchas veces parecía que Amadio proponía discusiones sólo para demostrar que sus teorías no admitían oposición ni diferencias de criterio.

Giovanni, cediendo a un impulso no meditado, levantó el brazo.

—Hable, Conti —indicó Amadio.

—Gracias, profesor. Sólo para decir que… —Giovanni se dio cuenta enseguida de que había cometido una imprudencia. No sabía cómo expresar su opinión sin delatarse. Aún no podía hablar con claridad de lo que estaba viviendo. No todavía—… si a veces es difícil interpretar debidamente un hecho histórico normal, mucho más ha de serlo llegar a la comprensión de acontecimientos que se produjeron por la intervención de… factores anormales.

—¿A qué factores se refiere? —inquirió el profesor.

Giovanni lamentaba haber tomado la palabra, pero no podía dejar su intervención en el aire. Como buenamente pudo, prosiguió:

—Cuando los documentos no existen o se han perdido, podemos encontrar otras vías para llegar a las fuentes de un hecho del pasado. No a través del frío análisis. que en tal caso es imposible, sino con la ayuda de la intuición y de la… implicación emotiva.

Amadio parecía incómodo y contrariado. Exigió:

—¿No puede explicarse mejor? Ponga un ejemplo que todos entendamos. Giovanni se sabía en un apuro. Claro que tenía un ejemplo; por eso estaba hablando de aquel modo. Sin embargo, en modo alguno quería utilizarlo. No vio otra solución que la de dar una ambigua respuesta:

—El pasado es en parte misterio. Y son diversas las vías que nos pueden acercar a su esclarecimiento.

—¿Eso es todo lo que tiene que decir? —preguntó Amadio despectivamente.

—Sí, profesor—repuso Giovanni con modestia.

—Pues, de ahora en adelante evite las divagaciones fuera de lugar. Por lo que se ve, no le llevan más que a confusiones. Una cosa son los procedimientos de poetas y artistas, y otra cosa muy distinta los de los cronistas históricos. ¿Estamos?

A Giovanni le dolió la reconvención. Sin embargo, celebró que Amadio hubiese dado la cuestión por zanjada.

Las miradas del napolitano y de Lena se encontraron. Ella le dirigió una sonrisa apenas esbozada. Paolo estaba más al fondo, con cara adormecida. Tenía los ojos puestos en Amadio. Su atención, no obstante, no se sabía dónde estaba.

El catedrático añadió algunas consideraciones acerca de los métodos de la investigación histórica y después anunció algo que resultó del mayor interés para Giovanni:

—Como es ya tradicional, las dos próximas jornadas las dedicaremos a efectuar una visita en grupo a la ciudad de Venecia. No crean que el viaje tendrá un carácter meramente recreativo; allí desarrollaremos algunas actividades de estudio. Los carruajes de la comitiva saldrán mañana a las nueve en punto de la puerta principal de la universidad. Excuso decir que no esperaremos a los que lleguen con retraso.

Giovanni comprendió enseguida que aquella circunstancia le podía ser muy favorable. Iba a disponer de dos días y dos noches de plena libertad de movimientos. Acabada la sesión, se acercó a Amadio y le dijo:

—Con su permiso, profesor.

—Dígame, Conti. ¿Quiere insistir en su desafortunada intervención de hace unos momentos?

—No, está olvidada.

—Me alegro. ¿De qué se trata, entonces?

—A causa de mi incorporación tardía y de mis dolores de cabeza, no voy muy al día en las materias del curso. He decidido, aunque me duele, renunciar a la visita a Venecia. Así aprovecharé las dos jornadas para recuperar lo perdido.

Amadio, con visible agrado, contestó:

—Apruebo su decisión, Conti. Y reconozco que me estaba formando una opinión equivocada de usted. Muchos en su lugar se sumarían al viaje sin preocuparse de nada más. De acuerdo, quédese en Padua y aproveche el tiempo al máximo. A mi regreso hablaremos de nuevo. —Gracias, profesor —sonrió el estudiante, satisfecho al ver que el ardid había resultado convincente.

Más tarde, en uno de los corredores que conducían al claustro. Giovanni dispuso de una ocasión para hablar con Lena y Paolo sin oídos indeseables alrededor.

—Creo que ya sé por qué Beatrice Balzani cayó en su extraña enfermedad del sueño.

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