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Authors: Isaac Asimov

Los egipcios (7 page)

BOOK: Los egipcios
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Hay un monumento que no es una pirámide, construido durante la IV Dinastía, que rivaliza en fama con las propias pirámides. Se trata de una gigantesca escultura que representa a un león echado, erigido junto a la calzada que lleva a la pirámide de Jafre, a sólo 1.200 pies al sudeste de la Gran Pirámide. Se trata de una roca que aflora del suelo, cuya forma sugiere la de un león agazapado. El cincel del escultor hizo el resto.

La cabeza del león es humana, y representa la de un hombre que lleva el tocado real. Se lo considera un retrato de Jafre, y el conjunto es una demostración del poder y de la majestad del monarca.

En siglos posteriores los griegos crearon mitos relativos a monstruos con cuerpo de león y cabeza humana (de mujer más que de hombre, sin embargo), que se inspiraron probablemente en las esculturas egipcias. Los griegos debieron considerar que tales monstruos eran peligrosos para el hombre, pues llamaron a estas mujeres-león
esfinges,
término derivado de la palabra griega que significa «el que estrangula». Existe un famoso mito referido a una esfinge griega; según aquél, el monstruo obligaba a los que pasaban por el lugar a descifrar enigmas, y mataba a los que no los acertaban. Por esta razón, de toda persona que cultiva un aire misterioso se dice que es como la esfinge.

Los griegos aplicaron el mismo nombre a las estatuas egipcias que representaban a leones con cabeza humana, de las que había miles en la región. Aunque sólo una era de gran tamaño, y ésa era la construida por Jafre. Se trata de la «Gran Esfinge», y su silencioso cavilar en el desierto refuerza la idea de misterio que evoca la palabra. El rostro de la Gran Esfinge se encuentra hoy gravemente deteriorado, debido a que los soldados de Napoleón, haciendo gala de un comportamiento criminal, se divirtieron en utilizarlo como blanco en sus prácticas de tiro.

También las pirámides de las dinastías posteriores, aunque de menor tamaño y más toscas, nos son útiles, ya que sus muros interiores están cubiertos de himnos y encantamientos destinados a facilitar la entrada del rey o de la reina en el más allá. Los Textos de las Pirámides, como se los llama, son guías valiosos para el conocimiento del pensamiento religioso egipcio. Además, los textos en cuestión, junto al Libro de los Muertos, son los documentos religiosos más antiguos de que disponemos.

Decadencia

La IV Dinastía terminó sus días hacia el 2500 a. C., pocos años después de la muerte de Menkure y tras un espléndido siglo lleno de hechos grandiosos. ¿Sé debió esto a la prematura muerte del sucesor de Menkure y a la falta de un heredero masculino, o tal vez al triunfo de una rebelión? No hay manera de saberlo. Incluso la leyenda permanece silenciosa.

No hay dudas de que había facciones. Egipto había permanecido bajo un único poder durante cinco siglos antes de la IV Dinastía, pero ello no había podido acabar completamente con las tradiciones separadas de las distintas ciudades ni con la rivalidad entre ellas. Dicha rivalidad cobraba expresión en el ámbito de lo religioso, ya que cada ciudad poseía sus dioses particulares, como resto de los viejos días de la desunión. Un cambio dinástico significaba a menudo un cambio en el carácter del culto religioso, lo que a su vez podía inducir a los diferentes grupos de sacerdotes a intrigar con el fin de cambiar la dinastía al primer signo de debilidad del monarca reinante.

Así, los reyes de la IV Dinastía rendían culto a Horus, en particular, y lo consideraban el antepasado real. Y como el dios de la ciudad de Menfis era Ptah, creador del Universo según la tradición menfita, y patrón de las artes y oficios, a éste también se le hacía objeto de culto especial.

Sin embargo, treinta millas al norte de Menfis, estaba Onu, donde el dios-sol Ra gozaba de especial consideración. La ciudad permaneció fiel a Ra durante miles de años, por lo que los griegos, siglos más tarde, la llamaron Heliópolis, esto es, la «ciudad del sol».

Los sacerdotes de Ra eran poderosos; tan poderosos, que incluso los grandes reyes de la IV Dinastía consideraron oportuno halagarlos incorporando el nombre del dios-sol a sus nombres reales, como fue el caso de Jafre y de Menkure.

Por esto, cuando la IV Dinastía se fue debilitando —por las razones que sean—, tras la muerte de Menkure, los sacerdotes de Ra aprovecharon el momento y de alguna manera lograron colocar a uno de ellos en el trono. Comenzaba así la V Dinastía, que duró un siglo y medio, y fue sustituida por la VI Dinastía hacia el 2340 a. C.

La construcción de pirámides comenzó a decaer bajo las Dinastías V y VI. Ya no se erigieron más monstruos, sino sólo edificios pequeños. Es posible que los egipcios se hubiesen cansado de lo demasiado grande, una vez que la novedad había pasado. Quizá se debió a que su construcción consumía una proporción excesiva del esfuerzo nacional y se había convertido en un claro factor de debilitamiento del país.

Las artes continuaron floreciendo, con todo, y en el campo militar los egipcios progresaron notablemente. El momento culminante de los éxitos militares se alcanzó bajo Pepi I, el tercer rey de la VI Dinastía, nativo de Menfis. Pepi I dejó más monumentos e inscripciones que cualquier monarca del Imperio Antiguo, y hay una pequeña pirámide en Saqqara que es suya.

Este tenía un general llamado Uni, al que conocemos por una inscripción. De oscuro oficial de la corte pasó a ser jefe de un ejército. Logró rechazar hacia el noroeste a los nómadas del desierto, por cinco veces, conservar y reforzar la península del Sinaí, posesión egipcia rica en metales, e incluso fue capaz de penetrar en los territorios asiáticos al noroeste del Sinaí. Supervisó también expediciones al sur de la Primera Catarata.

Es posible, sin embargo, que las aventuras militares —junto a los efectos acumulados de la construcción de pirámides y templos— agotasen los recursos egipcios de esa época, y sirviesen para profundizar el declive de la prosperidad del país. Entre otras cosas, a medida que el dominio y las obras del reino aumentaban, el rey se vio obligado a delegar su poder, al tiempo que crecía el poder de los funcionarios, generales y dirigentes provinciales. Y de modo proporcional, mientras el poder de éstos se hacía mayor, el del rey decrecía.

Las exigencias de la aristocracia con vistas a obtener enterramiento y momificación independientes, así como su reclamación de un acceso al más allá también individual, se hicieron muchos más fuertes en esta época. En cierto sentido, cabe considerarlas como demandas progresistas, pues llevaban implícita la idea de salvación individual, basada en el comportamiento y los actos de cada individuo, independientemente de su posición social y tendían al rechazo de la idea de que el pueblo, como parte del alma real, pudiese alcanzar el más allá de un modo automático. Sólo a través de una democratización de este estilo y de la religión era posible incluir en ella un alto contenido ético.

Por otro lado, cuando los nobles se hacen poderosos, suelen pelearse entre sí, y las energías que así se gastan no se emplean en resolver los problemas comunes de la nación, y es el pueblo, en su conjunto, el que sufre las consecuencias.

En el año 2272 a. C., un hijo menor de Pepi I subió al trono de su padre con el nombre de Pepi II, pero debía de ser apenas un niño en aquel tiempo: sabemos esto porque en cierto sentido, su reinado fue único en la historia. Duró, con arreglo a los elementos de juicio de que disponemos, noventa años. Es el reinado más largo que se registra en la historia.

Precisamente la larga duración del reinado resultó desastrosa para Egipto.

En primer lugar, durante la primera década, aproximadamente, del reinado, un monarca tan joven es incapaz de gobernar, y el poder ha de estar necesariamente en manos de algún regente o funcionario de la corte. Tales regentes no suelen tener hacia el rey todo el respeto debido, y la designación para el cargo suele dar ocasión a continuas intrigas palaciegas. La permanencia de un muchacho en el trono durante muchos años (como vemos en la historia moderna) se presta a acelerar la tendencia general al traslado del poder del rey a la nobleza.

Esto debió de suceder durante el reinado de Pepi II. Las tumbas de los aristócratas fueron cada vez más elaboradas, y aunque el comercio egipcio aumentó, éste se hallaba en manos de ciertos nobles en vez de estar en las del gobierno central.

Cuando Pepi II se convirtió en rey propiamente dicho, la nobleza era ya demasiado fuerte como para ser manejada fácilmente, y el rey hubo de moverse con cautela. Más tarde, en los últimos decenios de su reinado, cuando ya era viejo y débil —quizá incluso senil—, sus débiles dedos debieron de dejar escapar las riendas totalmente. Es posible que no fuera más que la sombra de un rey, encerrado en su palacio y esperando morir. Los nobles lo alababan de boquilla y esperaban su muerte.

Pepi II murió en 2182 a. C, y en menos de dos años Egipto se desintegró. Ningún rey fue capaz de someter a la pendenciera nobleza. La VI Dinastía, y con ella el Imperio Antiguo, llegó a su fin, tras casi cinco siglos.

Todas las ventajas de la unificación se habían perdido en Egipto, que se hundió en la anarquía más espantosa.

Pero un papiro ha sobrevivido, perteneciente (quizá) a los últimos tiempos de la VI Dinastía. Su autor, Ipuwer, se lamenta de los desastres que agobian al país a causa del caos y de la apatía. Es posible que sus quejas hayan sido poéticamente exageradas, pero aun así, se trata de una gráfica descripción de un país en decadencia y de un pueblo que sufre.

Tan gráficas son las descripciones de Ipuwer
[1]
que el escritor israelí Immanuel Velikovsky, en un libro publicado en 1950,
Worlds in Collision,
sostiene que las palabras de Ipuwer describen las plagas bíblicas contenidas en el Libro del Éxodo, plagas que sobrevinieron por causa de una gigantesca catástrofe astronómica.

Esto, con todo, es mera fantasía. Las catástrofes astronómicas del libro de Velikovsky son científicamente imposibles, e Ipuwer (cuyas exageraciones poéticas no deben ser tomadas al pie de la letra) escribió acerca de un período que antecede en casi mil años a la fecha en que, según todos los indicios, se escribió el Libro del Éxodo.

4. El Imperio Medio
Tebas

Luego siguió un siglo de confusión, una «Edad Oscura» de guerra civil, inquietud y pretendientes en lucha por el trono. Durante este período fueron saqueadas todas las magníficas tumbas de los faraones constructores de las grandes pirámides.

No se conoce prácticamente ningún detalle de la historia de los diversos fragmentos de Egipto en este período. Sus insignificantes gobernantes precisaban de todas sus fuerzas para sobrevivir, y no les quedaba energía para preocuparse de monumentos e inscripciones.

Manetón enumera cuatro dinastías en este intervalo de tiempo, pero cada uno de los reyes es una figura borrosa, que no puede haber tenido mucha importancia. Es probable que fueran jefes locales que aspiraban a la dignidad real, pero con escaso poder fuera de su propio territorio.

La VII y VIII Dinastías operaban desde Menfis y probablemente basaron sus pretensiones en el prestigio de la ciudad, capital del Imperio Antiguo. La IX y X Dinastías tuvieron su sede en Heracleópolis —como los griegos la llamaban—, en el lago Moeris.

Indiscutiblemente, si Egipto hubiera sido cualquier otro país del mundo de esa época (o de cualquier otro siglo posterior) este período de fragmentación habría constituido una terrible tentación para las naciones circundantes. El país habría sido invadido y ocupado por quién sabe cuánto tiempo. Fue una suerte para Egipto que su debilidad coincidiese con una época en que ningún país vecino se encontraba en situación de sacar partido de ello.

Finalmente, la salvación llegó de una lejana ciudad del Sur —en realidad se hallaba a 330 millas al sur de Menfis y sólo a 125 millas al norte de la Primera Catarata—. El principal dios de la ciudad era Amón, o Amén, dios de la fertilidad, completamente desconocido en tiempos del Imperio Antiguo, pero cuya importancia iba creciendo a medida que la ciudad se fortalecía en este período de general debilidad. Se llamaba a sí misma Nuwe, que significa «la ciudad», es decir, «la ciudad de Amón», y de aquí proviene el nombre bíblico de No, que se utiliza para designarla. Cuando algunos siglos después llegaron los griegos, la ciudad había crecido y se había engrandecido con magníficos templos. De ahí que los griegos la llamaran Dióspolis Magna o «gran ciudad de los dioses». El nombre de uno de los suburbios de la ciudad sonaba a oídos griegos como Tebas, que era el nombre de una de sus propias ciudades. Así aplicaron también este nombre a la ciudad egipcia. De este modo, Tebas es el nombre con que mejor se conoce a la ciudad y aunque no es una denominación muy conveniente debido a su posible confusión con la ciudad griega, es el que debe ser utilizado.

Tebas debió prosperar durante las Dinastías V y VI, con la ampliación de las rutas comerciales hasta más allá de la Primera Catarata. Y se libró del peor de los desórdenes que debilitaron el poder del Bajo Egipto, cuando Menfis, Heliópolis y Heracleópolis lucharon encarnizadamente entre sí por el poder.

En el año 2132 a. C, hacia mediados de este siglo oscuro, llegó al poder en Tebas una estirpe de gobernantes capaces, que pusieron bajo su control sectores cada vez mayores del Alto Egipto. Manetón los incluye en una XI Dinastía. Durante ocho años éstos lucharon contra los monarcas heracleopolitanos y, finalmente, hacia el 2052 a. C. el quinto rey de la dinastía, Mentuhotep II, completó la conquista.

Una vez más, ciento treinta años después de la muerte de Pepi II, Egipto se halló bajo el control de un único monarca. Puede decirse que el período del «Imperio Medio» había comenzado. El nuevo período se reflejó también en la religión, pues el dios tebano Amón era ahora tan poderoso (desde que su ciudad era la sede de la dinastía gobernante) que los sacerdotes del gran Ra se vieron forzados a reconocer al nuevo dios como un segundo aspecto del suyo. Los egipcios comenzaron a hablar del dios Amón-Ra como del más importante de los dioses.

También en esta época Tebas comenzó a crecer y a prosperar, y empezó a enriquecerse con tumbas y monumentos. E incluso logró sobrevivir a su dinastía. Transcurrido apenas medio siglo tras la fundación del Imperio Medio, la XI Dinastía atravesó tiempos difíciles. Los últimos Mentuhotep (tanto el IV como el V) contaron con un capaz primer ministro llamado Amenemhat, que también era de familia tebana, lo cual puede inferirse del hecho de que el dios Amón (o Amén) forma parte de su nombre.

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