Los conquistadores de Gor (12 page)

BOOK: Los conquistadores de Gor
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—¿Eras bueno pescando?

—Sí. Lo era.

Volví a dirigir la mirada al gigante rubio.

—¿Dónde guardan la llave de las cadenas? —pregunté.

—Cuelga de uno de los brazos del asiento del esclavo que cuenta el ritmo de los remeros.

Examiné los amplios brazos de la silla y hallé en el derecho una pieza que se deslizaba. Dentro había una cavidad que contenía algunos trapos, cordel de fibra y, en un gancho, una pesada llave de metal. Cogí la llave y abrí las argollas que sujetaban los tobillos del pescador y del labrador.

—Sois hombres libres —dije.

Durante largo rato permanecieron en sus asientos mirándome.

—Sois libres, ya no sois esclavos.

De repente, el gigante rubio se puso en pie lanzando una gran carcajada.

—Soy Thurnock, de los labradores —dijo golpeando su pecho.

—Supongo que eres maestro en el uso del gran arco.

—Thurnock tensa bien el gran arco.

—Sabía que así sería.

Ahora el otro hombre también se puso en pie y se apartó del banco.

—Me llamo Clitus —dijo—. Soy pescador y puedo navegar un barco guiándome por las estrellas. Además, domino el uso de la red y del tridente.

—Eres libre —dijo.

—¡Soy tuyo! —exclamó el gigante.

—¡Yo también! —exclamó el pescador—. ¡Yo también!

—Buscad, entre los cultivadores de rence, a uno llamado Ho-Hak.

—Así lo haremos —respondieron los dos a la vez.

—Cuando lo encontréis, traedlo ante mí.

—Así lo haremos —volvieron a repetir.

Me senté mientras esperaba que mi orden fuera cumplida.

Telima, arrodillada y atada a mi izquierda, levantó la mirada y fijó sus ojos en mí.

—¿Qué hará mi Ubar con sus cautivos? —preguntó.

—Os venderé a todos en Puerto Kar —respondí.

—Por supuesto, puedes hacer lo que gustes con nosotros —dijo riendo.

De nuevo había furia en mis ojos cuando la miré. Puse la hoja de mi espada corta junto a su garganta. Mantuvo la cabeza alta y ni tan siquiera pestañeó.

—¿Tanto disgusto a mi Ubar? —preguntó.

Envainé la espada y la levanté atada para que se enfrentara a mí. Clavé mis ojos en los suyos.

—Es tanto lo que te odio que te mataría —dije.

Cómo podía decirle que ella había sido el instrumento de mi destrucción en el pantano. Ella era la causa de toda mi desesperación, la que me había hecho ver mi cobardía, la que había roto aquella imagen de mí mismo que me acompañó durante tantos años; me había dejado vacío, sólo había resentimiento, degradación, amargura, recriminaciones y un odio atroz hacia mí mismo.

—Has conseguido destruirme —dije, empujándola de manera que cayó rodando los peldaños que conducían al puente del timonel. La madre del niño lanzó un grito y la criatura empezó a llorar. Telima rodó y de pronto quedó quieta medio ahorcada por la cuerda que sujetaba su garganta. Yacía a los pies de la escalera. Luchó hasta lograr arrodillarse de nuevo. Había lágrimas en sus ojos. Me miró y movió la cabeza de un lado a otro en signo negativo.

—Tú no has sido destruido, mi Ubar.

Enojado volví a ocupar mi asiento.

—Si alguien ha sido destruido, ésa soy yo.

—¡Cállate! No sigas diciendo tonterías —ordené, aún enojado.

Bajó la cabeza.

—Mi Ubar puede divertirse conmigo cuando quiera —dijo quedamente.

Me avergonzaba haberla tratado con tanta brutalidad, pero no dejaría que lo supiera. Sabía que era yo quien me había destruido, yo el que había faltado al código del honor de los guerreros, yo el que había deshonrado mi propia Piedra del Hogar y la espada que colgaba de mi cinto. Yo era el único culpable. No era ella la culpable, pero todo mi ser clamaba por otro culpable de mis propias traiciones y decepciones. Y, sin lugar a dudas, ella era la que más me había degradado, la más cruel de todos, ante quien me había sentido más humillado, más esclavizado. Había sido sobre mis labios donde ella dejara aquel terrible beso amoratado y tumefacto del ama. La aparté de mi mente.

Thurnock, el labrador, y Clitus, el pescador, se aproximaban sujetando entre ellos a Ho-Hak, todavía atado de pies y manos y con el collar alrededor del cuello con el trozo de cadena colgando sobre su pecho. Lo colocaron de rodillas a mis pies. Me quité el casco.

—Sabía que serías tú —me dijo.

Nada dije.

—Había más de cien hombres —dijo Ho-Hak.

—También tú luchaste bien en la isla con sólo un remo.

—No lo suficiente —respondió. Me miró. Sus grandes orejas se movieron ligeramente hacia mí—. ¿Lo hiciste solo?

—No —respondí indicando a Telima, quien con la cabeza gacha permanecía a los pies de la escalera.

—Lo hiciste bien, mujer —dijo Ho-Hak.

Levantó la cabeza y sonrió. Aún había lágrimas en sus ojos.

—¿Por qué la que te ayudó está atada a tus pies? —quiso saber Ho-Hak.

—No me fío de ella ni de ninguno de vosotros —respondí.

—¿Qué harás con nosotros?

—¿No temes que te eche atado a los tharlariones?

—No —respondió Ho-Hak.

—Eres valiente. Te admiro. Tan tranquilo y fuerte aun cuando estás atado, desnudo y a mi clemencia.

Ho-Hak me miró.

—No es que sea excepcionalmente valiente; es más bien que sé que no me echarás a los tharlariones.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —pregunté.

—Ningún hombre que haya luchado contra cien con sólo una muchacha a su lado haría tal cosa.

—Os venderé a todos en Puerto Kar —dije.

—Es posible, pero no creo que lo hagas.

—Pero os he ganado, a ti y a todos los tuyos, así como a todos esos esclavos. Sería un modo de vengarme de vosotros por haberme hecho esclavo. Además, me convertiría en un hombre rico en Puerto Kar.

—No creo que lo que hayas hecho por esta razón —dijo Ho-Hak.

—Lo hizo por Eechius —dijo Telima.

—Mataron a Eechius en la isla —comentó Ho-Hak.

—Eechius le dio tarta de rence cuando estaba atado al poste —dijo Telima—. Lo hizo por él.

Ho-Hak me miró. Había lágrimas es sus ojos.

—Por ello te doy las gracias, guerrero.

No podía comprender sus reacciones emotivas.

—Apartadle de mi vista.

Thurnock y Clitus se alejaron arrastrando a Ho-Hak hasta algún lugar en el segundo barco uniéndolo al resto de sus compañeros de desgracia.

Estaba furioso. Ho-Hak no había pedido clemencia, no se había rebajado a hacer tal cosa. Se había mostrado cien veces más hombre que yo.

Odiaba a todos los cultivadores de rence y a toda la humanidad, excepto a aquellos dos que me servían.

Ho-Hak había sido un degradado y exótico esclavo que incluso había servido en las oscuras galeras de Puerto Kar y, no obstante, ante mí se había comportado mil veces mejor que yo. Le odiaba. Y también a todos los demás cultivadores de rence.

Miré a los esclavos atados a los bancos. Cualquiera de ellos a pesar de sus harapos, del cabello trasquilado, los grilletes, las palizas y el hambre, era mejor que yo.

Ya no era merecedor del amor de las dos mujeres que había conocido: Talena, quien tan inútilmente había consentido en ser la Compañera Libre de alguien cobarde y carente de nobleza; y Vella, antes Elizabeth Cardwell en la Tierra, que había depositado todo su amor en aquel que sólo merecía su desprecio. Tampoco merecía el respeto de mi padre, Matthew Cabot, Administrador de Ko-ro-ba, ni el de mi maestro de armas, Tarl el Viejo, ni el de mi pequeño amigo Torm, el escriba. Nunca más sería capaz de volver a mirar a aquellos que fueran amigos míos, Kron de Tharna, Andreas de Tor, Kamchak de los tuchuks, Relio y Ho-Sorl de Ar. Ahora todos ellos me despreciarían.

Bajé la vista hasta Telima.

—¿Qué harás con nosotros? —preguntó.

¿Acaso se burlaba de mí?

—Tú me has enseñado lo que he de hacer —dije—. Soy de Puerto Kar.

—Es posible, mi Ubar, que no hayas comprendido bien la lección.

—¡Silencio! —grité.

—Si hay alguien aquí de Puerto Kar, ésa sería Telima —dijo bajando la cabeza.

Furioso ante su burla salté de la silla y golpeé su rostro con el dorso de la mano. Me sentía avergonzado, pero no iba a demostrarlo. Regresé a la silla. Un hilo de sangre descendía por su mentón donde los dientes habían cortado el labio.

—Si hay alguien de Puerto Kar, ésa es Telima —susurró bajando la cabeza.

—¡Silencio! —volví a gritar.

—Mi Ubar puede divertirse haciendo lo que quiera con Telima —susurró levantando la cabeza.

Miré a Thurnock y a Clitus.

—Voy a Puerto Kar —dije.

Thurnock cruzó sus enormes brazos sobre el pecho y movió la cabeza afirmativamente. Clitus también asintió.

—Sois hombres libres —dije—, no tenéis que acompañarme.

—Te seguiría incluso a las Ciudades del Polvo —dijo con voz retumbante.

—Yo también —añadió Clitus.

Thurnock tenía ojos azules, los de Clitus eran grises. Thurnock era un gigante con brazos como los remos de las galeras; Clitus era más menudo pero había sido primer remero y, consecuentemente, su fuerza habría de ser superior a la que su aspecto físico insinuaba.

—Construidme una nave capaz de transportar más de dos hombres, agua, comida y todo aquello que podamos encontrar en estos barcos y que pueda resultarnos útil.

Los dos marcharon a poner manos a la obra.

Ocupé el asiento y escondí la cabeza entre las manos. Me sentía solo. Aquí era Ubar, pero encontraba el trono amargo; lo hubiera cambiado por ser simplemente Tarl Cabot, el mito, el sueño que me había sido arrebatado.

Cuando aparte la cabeza de las manos se sentía duro, cruel. Estaba solo, pero aún tenía mi brazo y su fuerza, además de la espada goreana. Aquí, en este mundo de madera en el pantano, era Ubar y ahora, como nunca antes lo hiciera, conocía a fondo al hombre. Lo sabía por propia experiencia y reconocía que no había sido más que un estúpido al jurar preceptos y crear ideales superiores a mi capacidad. ¿Qué podía haber por encima del acero de una espada? ¿No era acaso el honor un engaño, y la libertad y el valor un fraude? Una ilusión de los ignorantes, un sueño de los ilusos. ¿No era realmente más sabio aquel que observaba atentamente y tomaba, cuando se le presentaba la ocasión, todo aquello que le interesaba? Los determinantes de aquella postura no eran fantasmas, eran realidades; el oro, el poder, el cuerpo de las mujeres y el acero de la espada. Yo era fuerte y con tales principios podía crearme un puesto destacado en la ciudad de Puerto Kar.

—La nave está lista —dijo Thurnock, cuyo cuerpo brillaba a causa del sudor. Con uno de sus enormes antebrazos se limpiaba el sudor del rostro.

—Hemos encontrado agua, comida, armas y oro —dijo Clitus.

—Bien —dije.

—Hay mucho papel de rence en los barcos. ¿Quieres que llevemos parte de él con nosotros? —preguntó Thurnock.

—No, no quiero papel.

—¿Llevamos algún esclavo?

Dirigí la mirada hacia la proa del primer barco y luego hacia las proas del segundo y tercero, donde estaban atadas las tres hermosas mujeres que habían bailado ante mí y me habían escupido. Reí. Se habían ganado las cadenas de la esclavitud.

Thurnock y Clitus tenían los ojos fijos sobre mí.

—Traedme las chicas de la segunda y tercera proa —ordené.

—Son realmente bellas, muy bellas —dijo Thurnock, iluminando su rostro con una sonrisa a la vez que sacudía su rizada y trasquilada cabellera rubia.

Él y Clitus marcharon en busca de las dos muchachas.

Giré y me encaminé lentamente hacia el puente de mando pasando entre los brazos de los remeros.

La chica atada al mascarón de la nave no podía verme, pues mi cabeza estaba a unos treinta centímetros por debajo de sus tobillos. Sus muñecas habían sido cruelmente atadas a la proa.

—¿Quién está ahí? —preguntó.

No respondí.

—¿Quién está ahí? Por favor —suplicó.

—Calla, esclava —ordené.

Un gemido de angustia escapó de su garganta.

Con el filo de mi espada goreana corté las fibras que sujetaban sus tobillos. Luego, subiéndome en la borda y asiéndome con la mano izquierda sobre la proa, corté primero las fibras que sujetaban su garganta y después las que ataban su estómago al mascarón. Envainé mi espada y, aún atada de muñecas, la bajé lentamente hasta tenerla en pie sobre la borda a mi lado. Fue entonces cuando me giré hacia ella. Me miró y vio mis labios negros y tumefactos. Gritó desesperada.

—Sí, soy yo —dije, y con gran crueldad así su cabeza entre mis manos y la besé salvajemente. Jamás había visto una mujer tan asustada. Lancé una carcajada ante aquel terror. Con gesto despreciativo desenvainé la espada y coloqué la punta bajo su mentón, obligándola a levantar la cabeza. También ella, estando atado al poste, me había obligado a levantar la cabeza.

—Eres una preciosidad, ¿verdad? —comenté en tono burlón.

Sus ojos me miraban con terror.

Bajé la punta de la espada hasta la garganta y ella giró la cabeza cerrando los ojos. Por unos momentos continué presionando su delicada garganta con la punta de la espada, luego bajé el acero y corté la cuerda que aún la sujetaba al mascarón por las muñecas. Cayó al puente de rodillas. Salté de la barandilla y me coloqué ante ella. Luchó por enderezarse, pero estaba agachada y medio loca por el terror y el dolor que tantas horas atada al mascarón producía en su cuerpo. Señale la cubierta con la punta de la espada. Negó con la cabeza, giró y corrió hacia la barandilla a la que se agarró mirando hacia el exterior. Un enorme tharlarión, al divisar su imagen reflejada en las aguas, sacó la cabeza del pantano abriendo las fauces, para luego introducirse de nuevo en el líquido. Dos o tres tharlariones más aparecieron a sus pies. Se apartó de la barandilla gritando. Se giró, me miró y continuó negando con la cabeza. Mi espada continuaba señalando un lugar en la cubierta.

—Por favor —gimió.

Mi espada no alteró su posición. Se acercó hasta donde estaba, cayendo de rodillas ante mí. Tenía la cabeza gacha y las muñecas cruzadas, gesto de sumisión entre las mujeres de Gor. No la até inmediatamente, sino que giré a su alrededor con lentitud examinando con atención el premio adquirido. Hasta aquel momento no había apreciado su belleza. Por fin, asiendo uno de los trozos de fibra que había sujetado sus tobillos al mascarón, até sus muñecas. Levantó la cabeza y me miró. En sus ojos había súplica. Escupí sobre su rostro y ella bajó la cabeza sollozando. Giré y descendí el puente de mando cruzando la nave por entre los remeros hasta alcanzar el puesto del timonel. La chica me seguía. De repente me giré y vi que se limpiaba la saliva de la cara con el dorso de la mano derecha. Bajó las manos atadas y esperó con la cabeza gacha.

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