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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (90 page)

BOOK: Lo que el viento se llevó
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Al dar la vuelta a la esquina de la calle Peachtree y mirar hacia Five Points, no pudo dejar de exhalar un grito de espanto. A pesar de todo lo que Frank le había dicho acerca de que la ciudad estaba totalmente quemada, ella no había imaginado una destrucción tan completa. En su mente, la ciudad que tanto amaba existía aún, con sus apretados edificios y sus bellas casas. Pero aquella calle Peachtree estaba ahora tan desconocida que era como si jamás la hubiese visto anteriormente. La enlodada calle por la que ella había corrido con la cabeza inclinada y piernas temblorosas cuando las granadas reventaban sobre su cabeza durante el sitio, esa calle que ella había visto por última vez bajo el calor, la premura y la angustia del trágico día de la retirada, le era tan extraña que sintió ganas de llorar.

Aunque habían surgido muchos edificios nuevos en el año transcurrido desde que Sherman salió de la ciudad incendiada y volvieron a ella los confederados, quedaban todavía muchos solares alrededor de Five Points, y en ellos yacían montones de ladrillos rotos entre un cúmulo de escombros, hierbas secas y trozos de escoba. Quedaban las ruinas de unos pocos edificios que Scarlett conocía: paredes de ladrillos sin techos, ventanas sin cristales, chimeneas que se erguían solitarias. Aquí y allá, sus ojos divisaban algo que le era familiar y que había sobrevivido a las granadas y al incendio, y que había sido reparado, destacándose el rojo vivo de los ladrillos nuevos sobre el fondo antiguo... En nuevas tiendas y nuevos escaparates vio con placer nombres que conocía de antes, pero eran pocos, especialmente sobre los rótulos que señalaban los despachos de doctores, abogados y comerciantes de algodón. Hubo tiempos en que conocía en Atlanta a casi todo el mundo, y el ver ahora tantos nombres extranjeros la deprimió. Pero también la reconfortó observar los nuevos edificios levantados a lo largo de la calle.

Había docenas de ellos, ¡y muchos tenían hasta tres pisos! Por todas partes se construía; cuando contempló la calle en toda su largura, tratando de ajustar su mente a la nueva Atlanta, oyó martillazos y rechinar de sierras, vio andamios y hombres que trepaban por las escaleras con cestos de ladrillos sobre la espalda. Miró con afecto la calle que le era familiar y sus ojos se humedecieron.

«Te quemaron —pensó— y te arrasaron. Pero no te vencieron. No pueden vencerte. Revivirás tan grande y tan atrevida como siempre fuiste.»

Según caminaba por la calle Peachtree, seguida por los andares bamboleantes de Mamita, encontró las aceras tan llenas de gente como lo estaban durante el agitado período de la guerra. En la resucitada población se percibía el mismo aire de apresuramiento y de actividad que cuando llegó allí, mucho tiempo atrás, para hacer su primera visita a la tía Pitty. Los vehículos que circulaban traqueteando sobre enlodados baches parecían ser tantos como antes, excepto que ahora no se veían allí las ambulancias de los confederados, y había tantos caballos y muías como en otros tiempos, trabados a los postes de la acera frente a los tejadillos de madera que protegían las tiendas del reflejo del sol. Aunque las aceras desbordaban de gente, las caras que Scarlett veía eran tan desconocidas para ella como los rótulos que leía a su paso, gentes recién llegadas, muchos hombres de tipo ordinario, muchas mujeres vestidas chillonamente. Las calles estaban repletas de negros ociosos, apoyados en las paredes o sentados en el borde de la acera, viendo pasar los coches con la ingenua curiosidad de niños que presencian el desfile de un circo.

—Negros recién emancipados —comentó despreciativamente Mamita—. No han visto en su vida un carruaje de verdad. Y tienen cara de insolentes todos ellos.

Tenían, en efecto, cierto aire descarado, convino Scarlett, porque la contemplaban con insolencia, pero ella no les hizo caso, dominada por la repugnancia de ver allí tantos uniformes azules. La ciudad rebosaba de soldados yanquis, a caballo, a pie, en carros militares, vagabundeando por las calles, saliendo de las tabernas dando traspiés. «Jamás me acostumbraré a verlos! —pensó—. ¡Jamás!» Y gritó por encima del hombro:

—¡Mamita, date prisa! Salgamos de entre este gentío. —Pronto me deshago yo a puntapiés de toda esta basura negra —contestó Mamita en voz alta, esgrimiendo el saco de mano contra un negro presumido que se ponía delante de ella y haciéndole saltar a un lado—. No me gusta esta ciudad, señora Scarlett. Está demasiado llena de yanquis y de negros de nuevo cuño.

—Será más agradable en donde no haya tanta gente. Cuando lleguemos a Five Points, ya caminaremos mejor.

Siguieron andando sobre las resbaladizas piedras que servían de puente para cruzar el barrizal de la calle Decatur y continuaron por la calle Peachtree ya en su parte menos concurrida. Cuando llegaron a Wesley Chapel, en donde Scarlett se había detenido para recobrar el aliento aquel día de 1864 cuando corría en busca del doctor Meade, miró el edificio y rió en voz alta, breve y sarcásticamente. Los vivos ojos de Mamita buscaron los suyos con aire de interrogación y de sospecha, pero su curiosidad no se vio satisfecha. Scarlett recordó con desdén el terror que la había dominado aquel día. Estaba muerta de pavor, torturada por el miedo, aterrorizada por los yanquis, espantada por el próximo nacimiento de Beau.

Ahora se preguntaba por qué había estado tan asustada, tan aterrada como un chiquillo que oye un gran estruendo. ¡Y qué inocente había sido al creer que los yanquis, y el incendio, y la derrota, eran lo peor que podía acontecerle! ¡Qué cosas tan triviales eran éstas comparadas con la muerte de Ellen, la enajenación mental de Gerald y la perpetua pesadilla de la inseguridad! ¡Qué fácil sería ahora mostrar bravura ante un ejército invasor, pero qué difícil afrontar el grave peligro que amenazaba a Tara! No, ya no podría jamás asustarse de nada, excepto de la pobreza.

Por la calle Peachtree subía un carruaje cerrado, y Scarlett se aproximó al borde de la acera para ver si conocía al ocupante, porque la casa de tía Pitty todavía quedaba a bastante distancia. Tanto ella como Mamita se inclinaron para mirar cuando el coche llegó a su nivel, y la cabeza de una mujer asomó un momento por la ventanilla, una mujer con los cabellos de un rojo demasiado vivo debajo de una magnífica capota de piel. Scarlett dio un paso atrás y en ambas fisonomías se denotó el mutuo reconocimiento. Era Belle Watling, y Scarlett percibió unas aletas de nariz dilatadas por el desagrado antes de que el coche pasara de largo. Era curioso que la de Belle fuese la primera cara conocida que encontrase.

—¿Quién es ésa? —preguntó Mamita con desconfianza—. Se ve que la conoce, pero no ha saludado. Jamás he visto pelo de ese color en toda mi vida. Ni siquiera en la familia Tarleton. Para mí que ese pelo es teñido.

—Lo es —dijo Scarlett lacónicamente, caminando más de prisa.

—¿Y usted trata a una mujer con el pelo teñido así? Le he preguntado quién es.

—Es una mala mujer, pero te doy palabra de que no la trato. De modo que cierra el pico.

—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Mamita, quedándose con la boca abierta y mirando el carruaje con apasionada curiosidad.

No había visto a una mala mujer profesional desde que salió de Savannah con Ellen, hacía más de veinte años, y sentía en el alma no haberse fijado en Belle más detenidamente.

—Ciertamente, va bien vestida y tiene un magnífico coche con un cochero —murmuró—. No sé en lo que piensa el Señor cuando permite que mujeres así anden tan florecientes mientras nosotras, que somos buenas, andamos hambrientas y casi descalzas.

—El Señor dejó de pensar en nosotros hace muchos años —contestó Scarlett con amargura—. Y no empieces a decirme que mamá se agitará en su sepultura al oírme decir esto.

Quería sentirse virtuosa y superior a Belle, pero no podía. Si sus planes salían bien, quizá descendiese al mismo plano de Belle y fuera mantenida por el mismo hombre. Si bien no deploraba en lo más mínimo su decisión, la cosa, vista en su verdadero aspecto, la inquietaba.

«No quiero pensar en esto ahora», se dijo, y apresuró el paso.

Pasaron por delante del solar en donde había estado la casa de los Meade y de la que sólo quedaban los peldaños de piedra y un caminito que no iba a ninguna parte. Donde se levantaba antes la casa de los Whiting existía ahora un desnudo erial. Habían desaparecido hasta las piedras de los cimientos y las chimeneas de ladrillo, y se veía el surco de los carros que se habían llevado los últimos restos del edificio. La casa de los Elsing, construida de ladrillos, estaba en pie, con un segundo piso y un tejado nuevos. La de los Bonnell, torpemente remendada y con un tejado de tablas en vez de texas, parecía habitable a pesar de su maltrecha apariencia.

Pero en ninguna de ellas se veía un rostro en la ventana ni una figura viviente en el pórtico, de lo cual se alegró Scarlett. No quería ahora hablar con nadie.

Pronto, el nuevo tejado de pizarra de la casa de tía Pitty, con sus paredes de rojos ladrillos, se hizo visible, y el corazón de Scarlett palpitó. ¡Qué bueno fue Dios al no destruirla del todo! Saliendo del patio trasero, apareció el tío Peter con la cesta del mercado colgada del brazo, y cuando vio a Scarlett seguida de Mamita, una sonrisa tan amplia como incrédula descompuso su negra fisonomía. «Besaría con gusto a ese viejo imbécil, ¡cuánta alegría me da verle!», pensó Scarlett gozosa, y le gritó:

—¡Corre a buscar el frasco de sales de la tía, Peter! ¡Soy realmente yo!

Aquella noche, la ineludible pasta de maíz y los guisantes secos aparecieron en la mesa de tía Pittypat, y mientras Scarlett los comía hizo el voto de que, en cuanto tuviese dinero otra vez, aquellos dos platos no volverían a presentarse a su mesa. Por muchos sacrificios que eso le costara, ella tendría dinero otra vez, y dinero para algo más que pagar meramente los impuestos. De algún modo, algún día ella habría de tener mucho dinero, aunque para conseguirlo tuviese que asesinar a alguien.

A la amarillenta luz de la lámpara del comedor, preguntó a tía Pitty acerca del estado de sus bienes, esperando contra toda esperanza que acaso la familia de Charles pudiese prestarle la suma que necesitaba. Las preguntas no pecaron de delicadas, pero Pitty, con el placer de tener a alguien de la familia con quien hablar, ni siquiera notó el atrevimiento de aquellas preguntas, y se sumergió lacrimosamente en los detalles de sus infortunios.

No sabía exactamente adonde habían ido a parar sus fincas rurales, sus casas urbanas y su dinero, pero todo había volado. Por lo menos, esto era lo que le había dicho su hermano Henry. No había podido pagar la contribución sobre sus propiedades. A excepción de la casa en que habitaba, todo se lo había llevado el diablo, y Pitty jamás se había detenido a pensar que esa casa no era suya, sino de Melanie y de Scarlett conjuntamente. Henry a duras penas conseguía pagar la contribución sobre la casa. Le pasaba una pequeña cantidad al mes, para que su hermana pudiese ir viviendo, y, por humillante que fuera para ella, tenía que aceptarlo.

—Mi hermano Henry dice que no sabe cómo arreglárselas con todas las cargas que tiene que soportar y con unos impuestos tan excesivos; pero, por supuesto, es muy posible que ande sobrado de dinero, aunque no me quiera dar mucho.

Scarlett sabía que el tío Henry no mentía. Las escasas cartas que de él había recibido con referencia a las propiedades de Charles lo demostraban. El viejo abogado batallaba valientemente para salvar la casa y la única parcela de propiedad urbana en donde se levantaba antes el almacén, a fin de que a Scarlett y a Wade les quedase algo del naufragio. Scarlett sabía que pagaba esas contribuciones con gran sacrificio personal.

«Por supuesto, él no tiene dinero —pensó Scarlett sobriamente—. Bien; tanto él como tía Pitty quedan eliminados de mi lista. No hay nadie más que Rhett. Tengo que hacerlo. Debo hacerlo. Pero no puedo pensar en ello ahora... Debo procurar que ella misma hable de Rhett, y así podré yo sugerir que le invite a visitarnos mañana.»

Se sonrió y estrechó afectuosamente entre las suyas las regordetas manos de tía Pitty.

—Queridísima tía —le dijo—. No hablemos más de cosas tan penosas como el dinero. Olvidémoslo y charlemos de otros temas más agradables. Tiene usted que contarme más noticias acerca de nuestros amigos. ¿Cómo están la señora Merriwether y Maybelle? Me dijeron que el criollo de Maybelle había vuelto sano y salvo. ¿Cómo están los Elsing, y el doctor y la señora Meade?

Pittypat se animó con el cambio de tema, y su cara aniñada cesó de temblar con los lloros. Dio informes detallados acerca de sus antiguos vecinos, lo que hacían, lo que vestían, lo que comían y lo que pensaban. Contó con horrorizado acento cómo, antes de que Rene Picard regresase de la guerra, la señora Merriwether y Maybelle iban tirando confeccionando tartas de dulce y vendiéndolas a los soldados yanquis. ¡Era tremendo! A veces, se veían hasta dos docenas de yanquis en el patio trasero de la casa de los Merriwether, aguardando a que terminase la hornada. Ahora Rene, que había vuelto, guiaba todos los días un carro viejo hasta el campamento de los yanquis, y vendía a los soldados tartas, pasteles y bizcochos. La señora Merriwether decía que en cuanto reuniese algún dinerillo iba a abrir una tienda en el centro de la ciudad. Pitty no quería criticar, pero a pesar de todo, ella, por su parte, prefería morirse de hambre a tener tratos con los yanquis. Era para ella cosa de honor mirar con desdén a todo soldado con quien se cruzaba, o atravesar la calle de la manera más insultante posible, aunque esto era incómodo cuando hacía mal tiempo. Scarlett pudo colegir que en lo que concernía a la señorita Pittypat, ningún sacrificio, aunque fuese el de llenarse de barro los zapatos, era demasiado grande para mostrar su lealtad a la Confederación.

El doctor Meade y su esposa habían perdido su casa cuando los yanquis incendiaron la ciudad, y no tenían dinero ni alientos para reconstruirla, ahora que Phil y Darcy habían muerto. La señora Meade decía que ya no quería una casa grande, porque ¿qué era una casa sin hijos y nietos que la habitasen? Se sentían muy solos, y habían ido a vivir con los Elsing, que habían reconstruido la parte deteriorada de su casa. El señor y la señora Whiting también tenían en ella una habitación, y la señora Bonnel hablaba de trasladarse igualmente allí si tenía la suerte de poder arrendar su casa a un oficial yanqui con su mujer.

—Pero ¿cómo pueden meterse allí todos? —exclamó Scarlett—. La señora Elsing, Fanny, Hugh...

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