Por esas mismas fechas, Richard creaba
Walnut Surprise
, su nuevo grupo de country alternativo, con tres chicos cuyas edades sumadas no eran muy superiores a la suya. Richard podría haber perseverado con los
Traumatics
, y lanzar más discos al vacío, a no ser por un extraño accidente que sólo podía ocurrirle a Herrera, su viejo amigo y bajista, una persona cuyos niveles de dejadez y desorganización eran tales que a su lado Richard parecía el hombre del traje gris. Tras decidir que Jersey City era un sitio demasiado burgués (!) y no lo bastante deprimente, Herrera se había mudado a Bridgeport, Connecticut, instalándose en una barriada. Un día fue a una concentración de apoyo a Ralph Nader y otros candidatos del Partido Verde celebrada en Hartford y allí montó un espectáculo que llamó
Pulpodoppler
, que consistió en alquilar un pulpo de feria en cuyos tentáculos se sentaron él y siete amigos suyos para interpretar música fúnebre por medio de amplificadores portátiles, mientras el aparato los zarandeaba y distorsionaba la música produciendo un interesante sonido. Más tarde, la novia de Herrera le contó a Richard que el
Pulpodoppler
había sido «increíble», un «gran éxito» entre las «más de cien» personas que asistieron a la concentración, pero después, cuando Herrera estaba recogiendo el equipo, su furgoneta empezó a rodar cuesta abajo, y Herrera salió corriendo detrás y metió los brazos por la ventanilla y agarró el volante, con lo que la furgoneta viró contra una tapia de ladrillo y lo aplastó. A saber cómo, consiguió acabar de recoger y regresar a Bridgeport, escupiendo sangre, donde habría expirado a causa de una rotura de bazo, cinco costillas rotas, una fractura de clavícula y un pulmón perforado si su novia no lo hubiese llevado al hospital. El accidente, posterior a la decepción de
Demencialmente feliz
, fue para Richard como una señal cósmica, y como no podía vivir sin hacer música, formó equipo con un joven fan suyo que tocaba de muerte la guitarra acústica con pedal, y así nació
Walnut Surprise
.
La vida personal de Richard no iba mucho mejor que la de Walter y Patty. Había perdido unos miles de dólares en la última gira de los
Traumatics
y le había «prestado» a Herrera, que no tenía seguro, otros pocos miles para gastos médicos, y su situación doméstica, tal como se la describió a Walter por teléfono, se desmoronaba. Lo que había hecho viable toda su existencia, durante casi veinte años, era el enorme apartamento en una planta baja de Jersey City por el que pagaba un alquiler tan bajo que podía considerarse literalmente simbólico. Richard nunca se tomaba la molestia de deshacerse de nada, y en el apartamento tenía tanto espacio que tampoco le hacía falta. Walter había estado allí en uno de sus viajes a Nueva York y después había contado que el rellano, ante la puerta de Richard, estaba lleno de equipos estéreo desechados, colchones y piezas de recambio de su pickup, y que el patio trasero estaba llenándose de pertrechos y material sobrante de su oficio de techador. Lo mejor era la habitación del sótano justo debajo del apartamento, donde antes los
Traumatics
podían ensayar (y más tarde grabar) sin molestar más de la cuenta a los otros inquilinos. Richard siempre había procurado mantener buenas relaciones con ellos, pero después de su ruptura con Molly había cometido el error garrafal de dar un paso más y liarse con una vecina.
En su día, nadie lo vio como un error excepto Walter, que se consideraba la única persona apta para detectar los fantaseos en el trato de su amigo con las mujeres. Cuando Richard dijo, por teléfono, que había llegado el momento de dejar atrás las puerilidades y mantener una relación auténtica con una mujer adulta, todas las alarmas se dispararon en la cabeza de Walter. La mujer era una ecuatoriana llamada Ellie Posada. Se acercaba a la cuarentena y tenía dos hijos cuyo padre, un chófer de limusina, había muerto al ser embestido por otro vehículo cuando su coche se averió en la Pulaski Skyway. (A Patty no le pasó inadvertido que, si bien Richard se tiraba a muchas chicas muy jóvenes por diversión, las mujeres con quienes tenía relaciones más largas eran de su edad o incluso mayores.) Ellie trabajaba para una compañía de seguros y vivía en el apartamento de enfrente, al otro lado del rellano. Durante casi un año, Richard le ofreció a Walter informes optimistas sobre lo inesperadamente bien que los hijos de ella lo aceptaban, y él a ellos, y lo maravilloso que era encontrarse con Ellie al volver a casa, y el poco interés que le despertaban las otras mujeres que no eran Ellie, y que no comía tan bien ni se sentía tan sano desde los tiempos en que vivía con Walter, y (esto ultimo activó ya del todo la alarma de Walter) lo fascinante que era el mundo de los seguros. Walter le explicó a Patty que percibía algo reveladoramente abstracto, o teórico, o remoto, en la voz de Richard durante ese año ostensiblemente feliz, y no lo cogió por sorpresa cuando la verdadera naturaleza de Richard por fin se impuso. Resultó que la música que había empezado a hacer con
Walnut Surprise
era incluso más fascinante que el mundo de los seguros, y resultó que las tías flacas en la órbita de sus jóvenes compañeros de grupo sí le despertaban, después de todo, más interés del que creía, y resultó que Ellie era estrictamente textualista en lo tocante a contratos sexuales en exclusiva, y Richard no tardó en temer volver a casa por la noche, a su propio edificio, porque Ellie lo esperaba allí emboscada. Al poco tiempo, Ellie organizó a los demás inquilinos del edificio para quejarse de su descarada apropiación del espacio comunitario, y su casero, hasta entonces ausente, le envió severas cartas por correo certificado, y Richard se quedó sin casa, a la edad de cuarenta y cuatro años, en pleno invierno, con el límite de crédito superado en todas sus tarjetas y un recibo de trescientos dólares mensuales de un guardamuebles por almacenar allí sus trastos.
Ese fue el momento de gloria de Walter como hermano mayor de Richard. Le ofreció una manera de vivir exenta de alquiler, dedicarse en soledad a componer canciones y ganar un buen dinero a la vez que ponía en orden su vida. Walter había heredado de Dorothy su encantadora casita a orillas de un lago, cerca de Grand Rapids. Tenía planeado llevar a cabo ciertas obras de rehabilitación en el interior y el exterior, y desde que había dejado 3M y se había incorporado a Nature Conservancy, estaba desesperado porque no encontraba nunca tiempo para ocuparse él mismo, así que le propuso a Richard ir a vivir a la casa, empezar de firme con la reforma de la cocina y luego, cuando llegara el deshielo, construir una amplia terraza en la parte trasera, con vistas al lago. Richard recibiría treinta dólares por hora, más electricidad y calefacción gratis, y podría trabajar conforme a su propio horario. Y Richard, que atravesaba horas bajas y (como dijo a Patty más tarde, con conmovedora sencillez) había llegado a considerar a los Benglund lo más parecido que tenía a una familla, necesitó sólo un día para pensárselo antes aceptar el ofrecimiento. Para Walter, su asentimiento fue una grata confirmación más de que Richard lo quería de verdad. Para Patty, en fin, aquello ocurrió en un momento peligroso.
Richard se detuvo con su vieja pickup Toyota cargada hasta los topes para pasar la noche en Saint Paul de camino al norte. Patty había dado ya cuenta de una botella entera cuando él llegó, a las tres de la tarde, y no desempeñó bien su papel de anfitriona. Walter cocinó mientras ella bebía por los tres. Fue como si ambos hubiesen estado esperando a ver a su viejo amigo para airear sus versiones en conflicto de por qué Joey, en lugar de cenar con ellos, estaba jugando al hockey de mesa con un cretino de derechas en la casa de al lado. Richard, perplejo, salía una y otra vez a fumar y fortalecerse para el siguiente asalto de tirantez entre los Berglund.
—Todo se arreglará —dijo al volver a entrar una de las veces—. Sois unos padres excelentes. Es sólo que, ya sabéis, cuando un chico tiene una gran personalidad, pueden surgir grandes conflictos de individuación. Lleva su tiempo resolver esas cosas.
—Dios mío —exclamó Patty—. ¿Cómo es que sabes tanto?
—Richard es una de esas raras personas que aún leen libros y realmente piensan acerca de las cosas —comentó Walter.
—Ya, no como yo, ya lo sé. —Se volvió hacia Richard—. Resulta que muy de vez en cuando no leo todos los libros que él me recomienda. A veces decido... saltarme alguno, así sin más. Creo que aquí ése es el subtexto. Mi intelecto inferior.
Richard le lanzó una mirada severa. —Deberías aflojar un poco con la bebida —dijo.
Eso le sentó a Patty como un puñetazo en el esternón. Así como la desaprobación de Walter fomentaba activamente su mala conducta, la de Richard tenía el efecto de poner en evidencia su infantilismo, de sacar a la luz su lado menos atractivo.
—Patty está sufriendo mucho —explicó Walter en voz baja, como para advertirle a Richard que seguía depositando en ella su lealtad, por inexplicable que eso fuera.
—Por mí puedes beber todo lo que te dé la gana —dijo Richard— Lo que estoy diciendo es que si quieres que el chico vuelva a casa, puede que sirva de algo tener la casa en orden.
—Ni siquiera sé muy bien si lo quiero en casa en estos momentos —declaró Walter—. En cierto modo, no me ha venido mal descansar un poco de su desprecio.
—Vamos a ver —dijo Patty—. Tenemos individuación para Joey, tenemos alivio para Walter, pero ¿qué hay para Patty? ¿Qué recibe ella? Vino, supongo. ¿No? Patty recibe vino.
—¡Vaya! —exclamó Richard—. Ahí detecto cierta autocompasión.
—Por el amor de Dios —dijo Walter.
Para Patty, era espantoso ver, a través de los ojos de Richard, en qué se había convertido. A dos mil kilómetros de distancia había sido fácil sonreír ante las complicaciones amorosas de Richard, su eterna adolescencia, su fallida determinación de dejar atrás las puerilidades, y sentir que allí, en Ramsey Hill, se desarrollaba una clase de vida más adulta. Pero ahora Patty estaba en la cocina con Richard —siendo su estatura, como siempre, una sobrecogedora sorpresa para ella, sus facciones gaddafianas ahora curtidas y más pronunciadas, su mata de cabello oscuro salpicada de atractivas canas—, y en un instante él puso al descubierto hasta qué punto, encerrándose entre las cuatro paredes de su preciosa casa, se las había arreglado para seguir siendo una niñita ensimismada. Había huido del infantilismo de su familia sólo para ser ella misma igual de infantil. No trabajaba, sus hijos eran más adultos que ella, apenas había sexo en su vida. Le daba vergüenza que él la viera. Durante todos esos años, había guardado como un tesoro el recuerdo de aquel viaje por carretera, lo había tenido a buen recaudo en algún rincón profundo de su interior, dejándolo envejecer como un vino, de forma que, simbólicamente, lo que podría haber ocurrido entre los dos permaneció vivo y acumuló años a la vez que ellos. La naturaleza de la posibilidad se alteró al envejecer en su botella herméticamente cerrada, pero no se echó a perder, siguió siendo potencialmente bebible. Era como si le diese tranquilidad: el casquivano Richard Katz la había invitado en su día a irse a Nueva York con él, y ella se había negado. Y ahora se daba cuenta de que no era así como se hacían las cosas. Tenía cuarenta y dos años y la nariz cada vez más roja a fuerza de beber.
Se levantó con cuidado, procurando no tambalearse, y vertió por el desagüe el resto de una botella medio extinta. Dejó su copa vacía en el fregadero y anunció que subía a echarse un rato, y que los hombres podían cenar sin ella.
—Patty —dijo Walter.
—Estoy bien. De verdad que estoy bien. Es sólo que he bebido demasiado. Puede que baje después. Lo siento, Richard. Me he alegrado mucho de verte. Lo que pasa es que estoy un poco alterada.
Aunque Patty adoraba la casa del lago y se retiraba allí sola durante semanas enteras, no fue ni una sola vez en la primavera que Richard pasó allí reformándola. Walter encontró tiempo para ir varios fines de semana largos y echar una mano, pero a Patty la vencía la vergüenza.
Se quedó en casa y se puso en forma: siguió el consejo de Richard en cuanto a la bebida, empezó a comer y a correr otra vez, ganó suficiente peso como para rellenar las arrugas más visibles en su rostro demacrado, y en general reconoció las realidades de su aspecto físico que venía pasando por alto en su mundo de fantasía. Una de las razones por las que se había resistido a someterse a cualquier cambio de "look" era que su detestable vecina Carol Monaghan había hecho precisamente eso cuando Blake, su detestable gigoló, apareció en escena. Todo lo que hacía Carol era por definición anatema para Patty; aun así, aceptó la humillación y siguió el ejemplo de Carol. Se quitó la cola de caballo, se tiñó el pelo, se hizo un peinado acorde con su edad. Se esforzaba por ver más a menudo a sus viejas amigas del baloncesto, y ellas la premiaban diciéndole lo guapa que estaba.
En principio, Richard tenía intención de volver al este a finales de mayo, pero, como era Richard, trabajaba aún en la terraza a mediados de junio, cuando Patty fue a disfrutar de unas semanas en el campo.
Walter la acompañó y se quedó los cuatro primeros días. Iba de camino a una excursión de pesca para personas importantes, organizada con fines recaudatorios por uno de los principales donantes de Nature Conservancy en su «campamento» de lujo en Saskatchewan. Para compensar su deplorable espectáculo de ese invierno, Patty fue un torbellino de hospitalidad en la casa del lago, preparando magníficas comidas para Walter y Richard mientras ellos daban martillazos y serraban en el jardín trasero. Permaneció orgullosamente sobria todo el tiempo. Por la noche sin Joey en la casa, no sintió el menor interés por la televisión. Se sentaba en la butaca preferida de Dorothy a leer
Guerra y paz
por recomendación, ya antigua, de Walter, mientras los hombres jugaban al ajedrez. Afortunadamente para todos los afectados Walter era mejor que Richard en el ajedrez y solía ganar, pero Richard era terco y siempre quería jugar una partida más, y Patty sabía que eso era duro para Walter, que se esforzaba mucho por ganar, poniéndose muy tenso, y después tardaba horas en conciliar el sueño.
—Ya estamos con el rollo de apelotonar piezas en el centro del tablero —se quejó Richard—. Siempre estás acaparando el centro. Eso me fastidia.
—Soy un apelotonador del centro —afirmó Walter con voz ahogada por contener el júbilo competitivo.