Authors: Anne Rice
Me detuve. Había notado en mi voz un tono de urgencia, con atisbos de histeria. No podía imaginarla escribiendo una carta o mandándola al correo o haciendo ninguna de las cosas que los mortales hacían habitualmente. Era como si no nos hubiera unido, ni entonces ni nunca, una naturaleza común.
—Espero que aciertes en esa valoración de ti mismo —comentó.
—Yo no creo en nada, madre —respondí—. Hace mucho tiempo le dijiste a Armand que creías que hallarías respuestas en los bosques y las grandes junglas, que las estrellas te revelarán algún día una gran verdad. Yo, en cambio, no creo en nada y eso me hace más fuerte de lo que piensas.
—Entonces ¿por qué tengo tanto miedo por ti? —insistió. Su voz era apenas un jadeo. Creo que tuve que seguir el movimiento de sus labios para oír lo que decía.
—Tú percibes mi soledad —contesté—, mi amargura al quedar al margen de la vida. Mi amargura de ser el mal, de no merecer ser amado y, a pesar de todo, necesitar desesperadamente el amor. Mi horror de no poder mostrarme nunca a los mortales. Pero estas cosas no me detienen, madre. Soy demasiado fuerte para que me detengan. Como una vez dijiste, soy muy bueno en ser lo que soy. Estos temas, simplemente, me hacen sufrir de vez en cuando, eso es todo.
—Te quiero, hijo mío.
Quise añadir algo acerca de su promesa, de los agentes en Roma, de que escribiera. Quise decirle...
—Recuerda tu promesa —murmuró.
Y, de pronto, supe que aquél era nuestro último momento juntos. Lo supe y me di cuenta de que no podía hacer nada por cambiarlo.
—¡Gabrielle! —musité.
Pero ya se había marchado.
La sala, el jardín exterior, la noche misma, estaban en calma y en silencio.
En algún momento antes del amanecer, abrí los ojos. Estaba tendido en el suelo de la casa, donde me había derrumbado llorando hasta caer dormido.
Recordé que debía partir hacia Alejandría, avanzar cuanto pudiera, y luego enterrarme bajo la arena cuando saliera el sol. Sería magnífico dormir en el suelo arenoso. También recordé que la puerta del jardín había quedado abierta. Y que ninguna de las puertas estaba cerrada con llave.
Pero no conseguí moverme. De una manera fría y muda, me imaginé buscándola por El Cairo, llamándola, diciéndole que volviera. Por un momento, casi me pareció que lo había hecho, que había corrido tras ella completamente humillado y que había tratado de hablarle otra vez del destino que me conducía a perderla igual que a Nicolás le había llevado a perder las manos. De algún modo, teníamos que trastocar el destino. El triunfo final debía ser nuestro.
Una idea sin sentido. Y tampoco había corrido tras ella. Había salido de caza y había vuelto. Para entonces, ella ya estaría lejos de El Cairo, tan perdida de mí como un leve grano de arena en el aire.
Finalmente, largo rato después, volví la cabeza. Un cielo carmesí sobre el jardín, una luz carmesí resbalando por el otro lado del tejado. La llegada del sol..., y la llegada del calor y el despenar de mil y una voces por las tortuosas callejas de El Cairo y un sonido que parecía surgir de la arena y de los árboles y de los campos sembrados.
Y, muy lentamente, mientras escuchaba estos sonidos y entreveía el fulgor luminoso agitándose en el tejado, advertí la proximidad de un mortal.
Estaba en el umbral de la puerta del jardín, contemplando mi silueta inmóvil en el interior de la casa. Era un joven europeo de cabellos rubios vestido de árabe. Bastante guapo. Y, con las primeras luces del día, me distinguió allí: un europeo como él, tendido en el suelo de baldosas de una casa abandonada.
Me quedé mirándole mientras se adentraba en el jardín desierto; la luminosidad del cielo me calentaba los ojos y empezaba a quemarme la suave piel en torno a ellos. Con su túnica y su limpio turbante, era como un fantasma cubierto por una sábana blanca.
Me di cuenta de que debía escapar. Tenía que huir lejos inmediatamente, y esconderme del sol naciente. Ya no tenía tiempo de llegar a la cripta. El mortal estaba en mi guarida. No me quedaba tiempo ni para matarle y librarme de él, pobre mortal infortunado.
Pero no me moví. Y él se acercó aún más. Todo el cielo fluctuaba detrás de él mientras su silueta se definía y formaba una sombra.
—¡Monsieur!
El susurro solícito, como el de la mujer de Notre Dame que, tantos años atrás, había intentado ayudarme antes de que la convirtiera en mi presa junto a su inocente pequeño.
—¿Qué le sucede, monsieur? ¿Puedo ayudarle en algo?
Un rostro tostado por el sol bajo los pliegues del blanco turbante, unas cejas doradas destellantes, unos ojos grises como los míos.
Me di cuenta de que estaba poniéndome en pie, pero no lo hice por propia voluntad. Me di cuenta de que mis labios dejaban los dientes al descubierto. Y entonces oí un rugido que surgía de mí y advertí la sorpresa en su rostro.
—¡Mira! —dije en un susurro, apoyando los colmillos en el labio inferior—. ¡Mira bien!
Y, corriendo hacia él, le así por la muñeca y le obligué a poner la mano abierta sobre mi rostro.
—¿Has creído que era humano? —grité. Y luego le levanté, manteniendo a distancia sus pies mientras él los sacudía y se debatía inútilmente—. ¿Has pensado que era tu hermano?
El muchacho abrió la boca con un gemido seco, un carraspeo y, luego, un grito.
Le lancé por los aires y le vi volar sobre el jardín con el cuerpo girando y los brazos y las piernas extendidos, hasta desaparecer por encima del tejado deslumbrante.
El cielo era un fuego cegador.
Salí corriendo por la puerta del jardín y me interné en el callejón. Corrí bajo pequeñas arcadas y crucé calles extrañas. Probé puertas y verjas y aparté de mi camino a algunos mortales. Atravesé incluso paredes que surgían ante mí y de las que se alzaban nubes de polvo de yeso que amenazaban con sofocarme, para salir de nuevo a una calleja embarrada de olor rancio. Y la luz continuó detrás de mí como si se tratara de una cacería a pie.
Y cuando encontré una casa quemada con las celosías en ruinas, irrumpí en ella y me enterré en el jardín. Cavé mas y más hondo, hasta que no pude ya seguir moviendo los brazos ni las manos.
Estaba refugiado en el frío y la oscuridad.
Me hallaba a salvo.
Me estaba muriendo. O eso pensé. Era incapaz de contar las noches que habían transcurrido. Tenía que levantarme e ir a Alejandría. Tenía que cruzar el océano. Pero eso significaba moverse, abrirse paso en la tierra, rendirse a la sed.
No cedería a ella.
La sed llegó. La sed pasó. Fue el tormento y el fuego, y mi mente padeció la sed igual que la sufría mi corazón, y éste se hizo más y mas grande, su latir más y más sonoro. Pero, a pesar de todo, seguí sin ceder.
Tal vez los mortales, encima de mí, pudieran oír mi corazón. De vez en cuando, les vi como breves llamaradas en la oscuridad y escuché sus voces parloteando en una lengua extranjera. Sin embargo, la mayor parte del tiempo sólo vi la oscuridad. Sólo escuché las tinieblas.
Finalmente, fui la sed misma yaciendo bajo tierra, envuelto en sueños rojos, y la paulatina certeza de que estaba demasiado débil para abrirme paso entre la blanda tierra arenosa, para poder poner la rueda en marcha otra vez.
Exacto. No podía levantarme de allí aunque quisiera. No podía moverme en absoluto. Respiraba. Seguía respirando. Pero no de la manera en que lo hacían los mortales. El latido del corazón me retumbaba en los oídos.
Pero no morí. Sólo me consumí. Igual que aquellos seres torturados tras los muros de la cripta bajo les Innocents, metáforas desamparadas del sufrimiento universal que pasa desapercibido, que no deja constancia, que es ignorado.
Mis manos se hicieron garras y mi cuerpo quedó reducido a piel y huesos y los ojos me saltaban de las órbitas. Es interesante que nosotros, los vampiros, podamos permanecer en ese estado para siempre, que sigamos existiendo incluso si no bebemos, si no nos entregamos a ese placer exquisito y fatal. Sería interesante, si no fuera porque cada latido del corazón significaba tal agonía. Y si pudiera detener mis pensamientos:
Nicolás de Lenfent ha dejado de existir. Mis hermanos han muerto. El sabor apagado del vino, el sonido de los aplausos.
«¿Pero no crees que sea bueno lo que hacemos aquí, dar felicidad a la gente?»
«¿Bueno? ¿De qué estás hablando? ¿Bueno?»
«¡Es algo bueno, produce algún bien, hay bondad en ello! Dios santo, incluso si este mundo carece de sentido, sin duda puede seguir existiendo en él la bondad. Es bueno comer, beber, reír..., estar juntos...»
Risas. Aquella música desquiciada. Aquella estridencia, aquella disonancia, aquella interminable expresión chillona y penetrante del vacío y la ausencia de sentido...
¿Estoy despierto? ¿Estoy dormido? De una cosa estoy seguro. De que soy un monstruo. Y, gracias a que yazgo atormentado bajo tierra, algunos seres humanos pueden atravesar el estrecho desfiladero de la vida sin sobresaltos.
Gabrielle ya debe estar en las junglas de África.
En algún impreciso momento, penetraron unos mortales en la casa quemada bajo cuyo jardín me hallaba, unos ladrones que buscaban refugio. Demasiado parloteo en un idioma extranjero. Pero lo único que tenía que hacer era hundirme todavía más dentro de mi mismo, aislarme hasta de la fría arena que me envolvía, para no escucharles.
¿Estoy realmente aprisionado?
El olor de la sangre ahí arriba...
Tal vez esos dos hombres que descansan en el descuidado jardín sean la última esperanza de que la sangre me haga levantarme de la tierra, de que me haga revolverme y extender esas horribles (tienen que serlo) y monstruosas zarpas.
Los mataré de miedo antes incluso de beber. Es una lástima. Siempre he sido un vampiro bello y refinado. Pero ya no.
De vez en cuando, me parece que Nicolás y yo revivimos nuestras mejores conversaciones. «Estoy mas allá de todo dolor y de todo pecado» me dice. «Pero, ¿tú sientes algo?» le pregunto yo. «¿Es eso lo que significa verse libre de este estado? ¿Que uno deja de sentir?» ¿Que desaparecen la pesadumbre, la sed, el éxtasis? En esos momentos, me resulta interesante que nuestro concepto del paraíso sea el de un éxtasis. Las bienaventuranzas del cielo. Y que nuestra imagen del averno sea la de un dolor. El fuego del infierno. Así pues, no nos parece demasiado bien no sentir nada, ¿verdad?
¿Vas a rendirte, Lestat? ¿O no es cierto, más bien, que antes prefieres combatir la sed con este tormento infernal que morir y dejar de sentir? Al menos, sientes el deseo de la sangre, de una sangre cálida y deliciosa llenando todo tu ser... Sangre...
¿Cuánto tiempo van a quedarse esos humanos aquí, encima de mí, en mi jardín destrozado? ¿Una noche? ¿Dos? Recuerdo que dejé el violín en la casa donde vivía. Tengo que recuperarlo y entregarlo a algún joven músico mortal, alguien que...
Bendito silencio. Salvo el sonido del violín. Y los blancos dedos de Nicolás pulsando las cuerdas, y el arco moviéndose veloz bajo el foco, y los rostros de las marionetas inmortales, entre fascinadas y divertidas. Cien años atrás, los parisinos le habrían capturado. No habría tenido que arrojarse a la hoguera él mismo. Y también me habrían capturado a mí. Pero lo dudo.
No, jamás habría existido un lugar de las brujas para mí.
Ahora, Nicolás vive en mi recuerdo. Una piadosa frase mortal. ¿Y qué clase de vida es ésta? Si a mí no me gusta vivir aquí, ¿qué significará vivir en el recuerdo de otro? Nada, me parece. No estás realmente ahí, ¿verdad?
Gatos en el jardín. Olor a sangre gatuna.
Gracias, pero prefiero sufrir. Prefiero secarme como un pellejo con dientes.
Surgió un sonido en la noche. ¿Cómo era?
El poderoso timbal gigante que retumbaba pausadamente por las calles del pueblo de mi infancia mientras los actores italianos anunciaban la representación que tendría lugar en el pequeño escenario de la parte trasera de su pintarrajeado carromato. El gran timbal que yo mismo había tocado por las calles de la ciudad durante aquellos días preciosos en que, fugado de casa, había sido uno de ellos.
Pero el sonido era aún más fuerte. ¿El estallido de un cañón transportado por el eco a través de valles y pasos de montaña? Lo noté en los huesos. Abrí los ojos en la oscuridad y supe que se acercaba.
Tenía el ritmo de las pisadas. ¿O era el de un corazón latiendo? El mundo se llenó de aquel sonido.
Era un estruendo siniestro, que se acercaba más y más. Y, sin embargo, una parte de mí supo que no era ningún sonido real, nada que pudiera captar un oído mortal, nada que hiciera vibrar la porcelana de los estantes o el cristal de las ventanas. O que hiciera encaramarse a lo alto de la tapia a los gatos.
Egipto yace en silencio. El silencio cubre el desierto a ambas orillas del poderoso río. No se oye ni el balido de una oveja. Ni el mugido de una vaca. Ni el llanto de una mujer en algún rincón.
Y, en cambio, el sonido es ensordecedor.
Por un instante, tuve miedo. Me estiré en la tierra, forcé los dedos hacia la superficie. Sin visión, sin peso, flotaba en la tierra arenosa y, de pronto, no pude respirar, no pude gritar, y me pareció que, si hubiera podido hacerlo, habría gritado tan fuerte que habría roto todos los cristales en kilómetros a la redonda. Las ventanas se habrían hecho añicos y las copas de cristal fino habrían estallado.
El sonido era más fuerte. Se acercaba. Traté de rodar sobre mí mismo y alcanzar el aire, pero no pude.
Y entonces me pareció ver la cosa, la figura aproximándose. Un leve fulgor rojo en la oscuridad.
Quizá sea la muerte, me dije.
Quizá, por algún sublime milagro, la Muerte está viva y nos toma en sus brazos, y esa figura que se acerca no es un vampiro, sino la personificación misma del paraíso y sus bienaventuranzas.
Y con ella nos alzamos más y más, hacia las estrellas. Dejamos atrás los ángeles y los santos, dejamos atrás la luz misma y penetramos en la divina oscuridad, en el vacío, al tiempo que dejamos atrás la existencia. Y todos nuestros actos son perdonados y disueltos en el olvido.
La destrucción de Nicolás se convierte en un débil punto de luz que se desvanece. La muerte de mis hermanos se desintegra en la gran paz de lo inevitable.
Traté de empujar la tierra, de hacer fuerza con los pies, pero yo estaba demasiado débil. Noté en la boca un gusto a tierra arenosa. Sabía que debía levantarme, y el sonido estaba diciéndome que lo hiciera.