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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Yihad Butleriana (64 page)

BOOK: La Yihad Butleriana
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Guiado por un impulso, golpeó con los nudillos el casco de un patrullero. Dos esclavos manchados de grasa salieron corriendo de la nave, una vez terminado su trabajo, y se encaminaron a la nave siguiente, evitando la mirada de Xavier.

Se alejó cuatro pasos del patrullero y luego dio media vuelta.

—Cuarto, creo que deberíamos probar un kindjal al azar.

Subió a la cabina de la nave. Comprobó los controles del panel con dedos experimentados, observó los componentes y multiplicadores de energía recién instalados que proyectaban los escudos Holtzman. Accionó interruptores, esperó a que los motores cobraran vida, y luego encendió el escudo.

Fuera, el ayudante retrocedió. Powder se protegió los ojos cuando el aire brilló alrededor del aparato.

—¡Parece que funciona bien, señor!

Xavier aumentó la energía de los motores, preparado para el despegue. Los gases de escape quedaron atrapados por el escudo, hasta que se filtraron poco a poco a través de la barrera. La nave zumbó y vibró bajo él. Estudió las lecturas del panel, con el ceño fruncido.

Pero cuando intentó despegar, el generador del escudo echó chispas y humo. Los motores se desconectaron automáticamente. Xavier cerró todos los sistemas antes de que más cortocircuitos dañaran los delicados componentes.

Bajó del patrullero, con la cara congestionada de furia.

—¡Tráeme de inmediato a los capataces! Y avisa a lord Bludd de que quiero hablar con él.

Los esclavos asignados a ese kindjal en particular habían desaparecido entre la multitud, y pese a las furiosas pesquisas del segundo, ninguno de los cautivos alineados ante él confesó estar al corriente de las equivocaciones. Como consideraban intercambiables a todos los esclavos, los capataces no habían conservado registros de los individuos destinados a naves concretas.

La noticia había encolerizado a Bludd, que luego se deshizo en disculpas. Se mesó su barba rizada.

—No hay excusa posible, segundo. No obstante, descubriremos y castigaremos a los trabajadores negligentes.

Xavier guardó silencio casi todo el rato, a la espera del análisis definitivo de los equipos de inspección. Su ayudante regresó por fin, flanqueado por dragones. El cuarto Powder venía cargado con informes detallados.

—Hemos terminado la inspección de control de calidad, segundo. En todas las naves investigadas, uno de cada cinco generadores de escudo han sido mal instalados.

—¡Una ineptitud criminal! —exclamó Bludd, desolado—. Les obligaremos a reparar sus errores. Mis más sinceras disculpas, segundo.

Xavier miró sin pestañear al noble.

—Un porcentaje de error del veinte por ciento no supone tan solo mera incompetencia, lord Bludd. Tanto si vuestros cautivos son traidores porque están conchabados con nuestros enemigos, como si están furiosos con sus amos, no podemos tolerarlo. ¡Si mi flota hubiera entrado en combate con estas naves, nos habrían masacrado!

Se volvió hacia su ayudante.

—Cuarto Powder, cargaremos todos los generadores de escudo a bordo de nuestras jabalinas y las conduciremos al muelle de la Armada más próximo. —Dedicó una reverencia al preocupado noble—. Os damos las gracias, lord Bludd, por vuestras buenas intenciones. No obstante, teniendo en cuenta las circunstancias, prefiero que personal militar preparado instale y pruebe los escudos.

Dio media vuelta para marcharse.

—Me ocuparé de ello ahora mismo, señor.

Powder salió al punto de la sala, seguido de los dragones. Bludd parecía muy avergonzado, pero no podía contradecir al severo comandante.

—Os comprendo muy bien, segundo. Me aseguraré de que los esclavos sean castigados.

Xavier, disgustado, declinó la invitación del noble de asistir a otro banquete. Como para disculparse, Bludd mandó enviar una docena de cajas del mejor ron de Poritrin a la nave insignia. Tal vez Xavier y Octa compartirían una, para celebrar su regreso a casa. O quizá esperarían al nacimiento de su primer hijo.

Xavier salió de la sala de recepción de lord Bludd. Intercambiaron unas breves pero tensas palabras, y después el oficial se dirigió a su ballesta, aliviado de abandonar aquel lugar.

99

La vida es la suma de fuerzas que se oponen a la muerte.

S
ERENA
B
UTLER

Serena había sido violada, le habían arrancado una parte de su cuerpo, y una inmensa desolación la embargaba. Al cometer tamaña atrocidad, Erasmo la había arrastrado al borde de la desesperación, destruido la tozuda esperanza a la que siempre se había aferrado.

Después de presentarse al Parlamento de la Liga, Serena había imaginado que realizaría importantes tareas en beneficio de la humanidad. Había dedicado su tiempo, energías y entusiasmo, sin arrepentirse ni un momento. Cuando su padre le había tomado juramento como representante de la liga, apenas tenía diecinueve años, con un brillante porvenir por delante.

El joven Xavier Harkonnen había conmovido su corazón, y juntos habían soñado fundar una familia feliz y numerosa. Habían planeado su boda, hablado de su futuro compartido. Aun en las garras de Erasmo, se había aferrado a sus sueños de huida, y de una vida normal posterior, al lado de Xavier.

Pero por conveniencia propia, el malvado robot la había esterilizado como a un animal, le había robado la posibilidad de tener más hijos. Siempre que veía a la despiadada máquina, quería chillarle improperios. Más que nunca, echaba de menos la compañía de seres humanos civilizados que la habrían podido ayudar en estas difíciles circunstancias, incluso el mal aconsejado Vorian Atreides. Pese a su supuesta fascinación por el estudio de la humanidad, Erasmo era incapaz de comprender por qué se había indignado por
una intervención quirúrgica de escasa importancia
.

Su furia y dolor se impusieron a la inteligencia necesaria para enfrentarse a él. Era incapaz de entusiasmarse por los temas esotéricos que Erasmo deseaba comentar con ella. Como consecuencia, el robot se sintió cada vez más decepcionado con su cautiva.

Peor aún, Serena ni se dio cuenta.

Cuando el pequeño Manion cumplió once meses, se había convertido en su único salvavidas, un doloroso recordatorio de todo cuanto había perdido, tanto en el pasado como en el futuro. Había empezado a andar, y era un manojo de energía concentrada que deambulaba por todas partes con paso torpe, empeñado en explorar todos los rincones de la villa.

Los demás esclavos intentaban ayudar, al ver el dolor de Serena y sabedores de lo que había hecho para mejorar su calidad de vida. Pero Serena no deseaba nada de ellos. Se hallaba al borde de la desesperación. Pese a todo, Erasmo mantenía los cambios y mejoras que había aceptado llevar a cabo.

Serena todavía trabajaba en el jardín y en la cocina, vigilaba a Manion cuando el niño examinaba utensilios y jugaba con las ollas relucientes. Como estaban al corriente de su peculiar relación con Erasmo, los demás esclavos la observaban con curiosidad y respeto, y se preguntaban qué haría después. Los cocineros y pinches jugaban con el niño, divertidos por sus intentos de hablar.

Manion estaba poseído por una sed insaciable de ver y tocar todo, desde las flores y plantas de los jardines de la villa hasta los peces exóticos de los estanques, pasando por una pluma que encontró en la plaza. Estudiaba todo con sus vivaces ojos azules.

Serena renovó su determinación de intentar escapar o atentar contra Erasmo. A tal fin, necesitaba averiguar todo cuanto pudiera sobre el robot independiente. Para solucionar ese enigma, decidió descubrir qué ocurría con exactitud en los ominosos laboratorios precintados. El robot le había prohibido que entrara en ellos, y la había advertido de que no
se entrometiera
en sus experimentos. Había ordenado a los demás criados de la casa que no le contaran nada acerca de ellos. ¿De qué tenía miedo el robot? Aquellos laboratorios debían de ser importantes.

Tenía que entrar como fuera.

Se presentó una oportunidad cuando Serena habló con dos pinches de cocina que preparaban comidas para humanos encerrados en el bloque de los laboratorios. Erasmo insistía en platos energéticos para que sus víctimas sobrevivieran lo máximo posible, pero prefería una cantidad ínfima para
minimizar las deyecciones
cuando infligía excesivo dolor.

El personal de la cocina había aceptado con alivio los sangrientos gustos de Erasmo, satisfechos de no haber sido elegidos para los experimentos. Aún no, en cualquier caso.

—¿Qué importa la vida de un esclavo? —preguntó una de las mujeres, Amia Yo. Era la esclava que había tocado la manga de Serena durante el festín de
buena voluntad
del robot, y Serena la había visto trabajar en las cocinas.

—Toda vida humana posee valor —dijo Serena, al tiempo que miraba al pequeño Manion—, aunque solo sea para soñar. He de ver ese lugar con mis propios ojos.

Entonces, reveló su impetuoso plan entre susurros conspiratorios.

Amia Yo, reticente, pero con expresión decidida, se ofreció a colaborar.

—Solo por ti, Serena Butler.

Como las dos mujeres eran más o menos de la misma estatura y peso, Serena se puso su bata y delantal blancos, y luego se cubrió el pelo con un pañuelo oscuro. Confiaba en que los ojos espía no advertirían las diferencias.

Serena dejó a Manion al cuidado de los pinches y acompañó a una esclava esbelta de piel oscura. Entraron empujando un carrito de comida en una serie de dependencias anexas que Serena nunca había visitado. El pasillo de entrada olía a productos químicos, fármacos y enfermedad. Serena temía lo que iba a ver. Su corazón se aceleró y el sudor empapó su piel, pero apresuró el paso.

Su compañera parecía nerviosa, y sus ojos se movían de un lado a otro cuando atravesaron una barrera codificada. Entraron juntas en una cámara interior. Un intenso hedor hacía el aire casi irrespirable. Nada se movía en la sala. Serena sintió náuseas.

Nada habría podido prepararla para esto.

Había restos humanos amontonados sobre mesas, en tanques burbujeantes y en el suelo, como juguetes desordenados por un niño aburrido. Sangre fresca había salpicado las paredes y el techo, como si Erasmo se hubiera dedicado al arte abstracto. Todo parecía reciente y húmedo, como si la horrenda matanza hubiera tenido lugar una hora antes. Serena, consternada, solo experimentó asco y rabia. ¿Por qué había hecho esto el robot? ¿Para satisfacer alguna curiosidad macabra? ¿Había encontrado las respuestas que buscaba? ¡A qué precio!

—Pasemos a la siguiente sala —dijo su compañera con voz temblorosa, mientras intentaba apartar la vista del horror—. Aquí ya no queda nadie a quien dar de comer.

Serena avanzó tambaleante detrás de la otra mujer, que empujaba el carrito, hasta entrar en otra cámara, donde prisioneros de aspecto demacrado estaban encerrados en celdas de aislamiento. Por lo que fuera, el hecho de que aquellos conejillos de Indias continuaran con vida se le antojó todavía peor. Reprimió las ansias de vomitar.

Hacía mucho tiempo que soñaba con escapar de su vida de esclava. Al ver estos horrores, comprendió que huir no sería suficiente. Necesitaba detener a Erasmo, destruirle, no por ella, sino por todas sus víctimas.

Pero Serena había caído en la trampa.

Gracias a aparatos de vigilancia ocultos, Erasmo la vigilaba. Consideró su repugnancia agradablemente predecible. Durante días había esperado que se colara a escondidas en sus laboratorios, pese a su estricta prohibición. Sabía que Serena no conseguiría resistir esa tentación demasiado tiempo.

Sí que comprendía algunos aspectos de la naturaleza humana, y muy bien.

Ahora que su acompañante y ella habían terminado sus tareas, regresarían a la seguridad de la villa, donde Serena había dejado a su impertinente bebé. Erasmo pensó en la mejor manera de manipularla.

Había llegado el momento de introducir cambios. De añadir tensión al sistema experimental y observar las transformaciones de los sujetos. Conocía el punto más vulnerable de Serena.

Mientras se preparaba para el drama que iba a crear, Erasmo convirtió su rostro en un óvalo inexpresivo. Recorrió los pasillos, y el eco de sus pasos anunció su llegada. Antes de que Serena pudiera recuperar a su hijo, el robot encontró a Amia Yo jugando con el niño en el suelo de la cocina.

El amo de la casa no pronunció ni una palabra cuando entró en la habitación. Amia Yo, sobresaltada, alzó los ojos y vio al ominoso robot. A su lado, el pequeño Manion contempló el familiar rostro reflectante y rió.

La reacción del niño provocó que el robot se detuviera un momento. Después, con un veloz revés de su brazo sintético, rompió el cuello de Amia Yo y agarró al niño. La cocinera cayó muerta sin exhalar ni un suspiro. Manion se retorció y chilló.

Justo cuando Erasmo alzaba al niño en el aire, Serena apareció en la puerta, con expresión horrorizada.

—¡Suéltale!

Erasmo la apartó de un empujón, y Serena cayó sobre el cadáver de la mujer asesinada. Sin mirar atrás, el robot se alejó de la cocina y subió una escalera que conducía a los niveles y balcones superiores de la villa. Manion colgaba de su mano como un pez capturado, sin dejar de llorar y vociferar.

Serena se puso en pie y corrió tras ellos, mientras suplicaba a Erasmo que no hiciera daño a su hijo.

—¡Castígame a mí, si así lo deseas, pero a él no! El robot volvió su rostro indescifrable hacia ella.

—¿No puedo hacer ambas cosas? Subió al segundo piso.

Al llegar al rellano de la tercera planta, Serena intentó asir una pierna del robot. Erasmo nunca había visto tamaña exhibición de desesperación, y se arrepintió de no haber aplicado sondas de control para escuchar su corazón y saborear el sudor inducido por su pánico. El pequeño Manion agitaba los brazos y las piernas.

Serena tocó los deditos de su hijo, consiguió sujetarle un instante. Entonces, Erasmo le dio una patada en el abdomen, y la joven cayó rodando medio tramo de escalera.

Logró ponerse en pie, sin hacer caso de las contusiones, y prosiguió la persecución. Interesante. Una señal de resistencia notable, o bien de tozudez suicida. A partir de sus estudios sobre Serena Butler, Erasmo decidió que era un poco de todo.

Cuando llegó al último nivel, Erasmo se encaminó al amplio balcón que daba a la plaza, cuatro pisos más abajo. Había un robot centinela en el balcón, observando las cuadrillas de esclavos que instalaban nuevas fuentes y erigían estatuas. El sonido de la maquinaria y de sus voces se alzaba en el aire inmóvil. El robot se volvió hacia su perseguidora.

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