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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Yihad Butleriana (52 page)

BOOK: La Yihad Butleriana
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Pero después de más de un siglo de mandato, el descarriado Jerjes delegó excesivas tareas en las máquinas inteligentes programadas por Barbarroja. Hasta dejó que la red informática tomara decisiones por él. Durante las Rebeliones Hrethgir de Corrin, Richese y Walgis, Jerjes había confiado el mantenimiento del orden en sus planetas a las máquinas pensantes. Con su falta de atención a los detalles y su confianza ciega en la red de inteligencia artificial, había concedido manga ancha a las máquinas para reprimir el descontento. Ordenó a la red que se ocupara de todos los problemas que surgieran.

El ordenador consciente utilizó este acceso sin precedentes al núcleo de la información, aisló a Jerjes y se apoderó del planeta al instante. Para derrocar al Imperio Antiguo, Barbarroja había programado las máquinas pensantes con la posibilidad de ser agresivas, y así tener un incentivo para la conquista. Con su nuevo poder, la recién creada entidad, después de autobautizarse Omnius, conquistó a los titanes y tomó el mando, tanto de cimeks como de humanos, en teoría por su bien.

Agamenón se había maldecido por no vigilar con más constancia a Jerjes, y por no ejecutarle sumariamente cuando se conoció su negligencia.

La conquista se había esparcido como una reacción nuclear, antes de que los titanes pudieran avisarse entre sí. En un abrir y cerrar de ojos, los planetas dominados por los titanes se convirtieron en Planetas Sincronizados. Nuevas encarnaciones de la supermente brotaron como malas hierbas electrónicas, y el dominio de las máquinas pensantes fue una realidad.

Los sofisticados ordenadores habían descubierto ínfimos defectos en la programación de Barbarroja, lo cual les permitió poner trabas a los antiguos gobernantes. Todo porque Jerjes les había abierto la puerta. Un acto imperdonable, en opinión de Agamenón.

Las naves cimek dejaron atrás las estaciones orbitales, que estaban siendo atacadas con proyectiles explosivos por naves de guerra robóticas.

El planeta les aguardaba desprotegido, una bola gigantesca sembrada de nubes con continentes ennegrecidos, volcanes activos, mares ponzoñosos y exuberantes extensiones de selva púrpura y viviendas humanas.

—Buena suerte, amor mío —dijo la voz sensual de Juno por su frecuencia privada. Sus palabras provocaron un hormigueo en los contornos del cerebro de Agamenón.

—No necesito suerte, Juno. Necesito la victoria.

Cuando empezó el inesperado ataque, un puñado de naves de guerra y kindjals blindados despegaron del dosel selvático polimerizado para colaborar en la defensa espacial. Las plataformas orbitales ya estaban padeciendo graves daños.

Al tiempo que convocaba a su grupo de pupilas, Zufa Cenva agarró a Aurelius Venport, consciente de que podía realizar una serie de tareas.

—Demuéstrame tu capacidad de liderazgo. Evacua a la gente. No tenemos mucho tiempo.

Venport asintió.

—Los hombres hemos desarrollado un plan de emergencia, Zufa. Vosotras no erais las únicas que pensabais en el futuro.

Si esperaba algún tipo de alabanza o felicitación por parte de ella, se llevó una decepción.

—Adelante, pues —dijo la hechicera—. El ataque contra nuestras estaciones orbitales es solo el principio, una simple maniobra de distracción. Los cimeks aterrizarán de un momento a otro.

—¿Cimeks? ¿Alguna de las naves de reconocimiento…?

—¡Piensa, Aurelius! Heoma mató a un titán en Giedi Prime. Saben que poseemos un arma telepática secreta. Este ataque no es casual. ¿Qué les interesa de Rossak? Quieren destruir a las hechiceras.

Venport sabía que Zufa tenía razón. ¿Por qué se preocuparían las máquinas pensantes por las plataformas orbitales? Intuyó que muchos otros presentían también el peligro. Percibió el pánico que se estaba propagando entre los habitantes de las cavernas.

La mayoría de nativos de Rossak carecían de poderes especiales, y muchos padecían defectos o debilidades congénitas causadas por las toxinas ambientales. Pero una hechicera había causado graves daños a los cimeks en Giedi Prime, y ese era el motivo del ataque de las máquinas.

—Mis hechiceras ofrecerán resistencia…, y ya sabes lo que eso significa. —Zufa se irguió en toda su estatura, y le miró con incertidumbre y compasión—. Ponte a salvo, Aurelius. No eres importante para los cimeks.

Una repentina determinación se instaló en el rostro de Aurelius.

—Organizaré la evacuación. Podemos escondernos en la selva, ocuparnos de cualquiera que necesite ayuda especial para huir. Mis hombres cuentan con provisiones ocultas, refugios, cabañas de procesamiento…

Zufa parecía agradablemente sorprendida por su energía.

—Bien. Dejo en tus manos a los torpes.

¿Los torpes?
No era el momento de discutir con ella. Venport sus escudriñó sus ojos, por si traicionaban miedo.

—¿Vas a sacrificarte? —preguntó, en un intento de disimular sus sentimientos.

—No puedo —admitió con dolor Zufa—. ¿Quién entrenaría a las hechiceras?

Aurelius no acabó de creerla.

La mujer vaciló, como si esperara algo más de él, y luego se alejó corriendo por el pasillo.

—Cuídate —gritó Venport.

Después, recorrió a toda prisa los pasillos, llamando a las familias.

—¡Hemos de refugiarnos en la selva! Propagad el mensaje. —Alzó la voz y dio órdenes sin vacilar—. ¡Los cimeks atacan!

Venport indicó a media docena de jóvenes que pasaran de vivienda en vivienda, hasta asegurarse de que el mensaje había llegado a todo el mundo. Mientras los jóvenes corrían a terminar su tarea, se dedicó a recorrer las cámaras aisladas. Hombres, mujeres, una mescolanza de formas corporales. Pese al alboroto, una pareja de ancianos se habían quedado sentados en su cubículo, a la espera de que la emergencia terminara. Venport les acompañó hasta una plataforma de carga que les transportó hasta el nivel del suelo.

Vio que los cables elevadores bajaban a más gente. Sus exploradores y recolectores de drogas controlaban la situación al pie de los riscos. Conocían los atajos, sabían dónde se hallaban los refugios.

Señales enviadas por las naves de la Armada indicaron que la batalla trabada alrededor de las plataformas orbitales no iba bien. Una nave de reconocimiento superviviente transmitió la advertencia de que docenas de naves cimek habían iniciado el descenso.

—¡Deprisa! —gritó Venport—. ¡Evacuad la ciudad! Las hechiceras están preparando la defensa.

Otro grupo descendió a bordo de una plataforma sobrecargada. De pronto, proyectiles al rojo vivo perforaron la atmósfera dejando una estela de humo negro.

—¡Más deprisa! —gritó Venport, y luego se internó en los túneles para buscar a los últimos rezagados, consciente de que quedaban pocos segundos para salvarles.

79

Tenemos nuestras vidas, pero también nuestras prioridades. Demasiada gente no reconoce la diferencia.

Z
UFA
C
ENVA
, discurso a las hechiceras

Las naves cimek aterrizaron sobre la vegetación púrpura y plateada. Las armas dispararon chorros de lava desde los cascos y prendieron fuego al espeso follaje. El incendio se esparció con toda celeridad.

Las naves se abrieron con un estruendo que estremeció el aire, y los cuerpos mecánicos emergieron. Tres naves descargaron formas deslizantes blindadas, mientras el resto escupía formas móviles similares a cangrejos erizadas de armas.

Jerjes voló sobre la selva en dirección al enclave de las hechiceras telépatas. Extendió las alas y se dejó llevar por las corrientes de aire.

—Voy hacia allí —anunció.

—Mata a esas zorras por nosotros, Jerjes —dijo Juno, mientras Agamenón y ella preparaban sus cuerpos deslizantes.

—Mátalas por Barbarroja —añadió Agamenón con voz airada.

Jerjes voló hacia los riscos. Las máquinas de combate de los ansiosos neocimeks penetraban en la selva, volaban obstáculos, destruían todo cuanto aparecía ante su vista.

Cuando vio las madrigueras de los riscos, Jerjes sobrevoló unos instantes el dosel polimerizado que formaba una pequeña pista de aterrizaje para naves hrethgir, y después lanzó quince proyectiles.

La mitad se estrellaron contra las paredes de roca, y otros penetraron en los túneles donde los humanos vivían como gusanos.

Jerjes efectuó una veloz retirada y se elevó en el cielo.

—¡Nuestro primer golpe! —graznó cuando vio venir hacia él a Agamenón y Juno—. Que los neocimeks continúen la tarea.

Los neocimeks de infantería avanzaban entre la maleza con sus piernas extensibles. Lanzaron granadas de plasma que les abrieron un sendero hasta las ciudades de los túneles. El follaje púrpura ardía a su alrededor, los árboles cubiertos de hongos estallaban en columnas de llamas que asustaban a los animales. Aves majestuosas alzaban el vuelo, y los cimeks las desintegraban en nubes de plumas chisporroteantes.

Aunque complacido por la buena marcha del ataque, Agamenón no felicitó a nadie. Juno y él avanzaron para efectuar el segundo ataque aéreo desde posiciones diferentes. Abajo, los neocimek en forma de cangrejo habían llegado a los riscos para completar la destrucción.

Zufa Cenva y sus hechiceras se prepararon en una habitación interior que Aurelius Venport había destinado a sus reuniones de negocios. Ninguna manifestaba miedo, solo furia y determinación. Durante el último año, estas mujeres habían aceptado su principal propósito en la vida, aunque el resultado fuera la muerte.

—Para esto hemos sido entrenadas —dijo Zufa—. Pero no os engañaré sobre nuestras posibilidades.

Intentaba aparentar confianza en sí misma, aunque no sabía muy bien qué decir.

—Estamos preparadas, maestra Cenva —dijeron las mujeres a unísono.

Respiró hondo, se calmó, utilizó el control mental que tanto se había esforzado por transmitir a sus estudiantes.

Las paredes de piedra de la cámara temblaron cuando las primeras bombas encontraron sus objetivos y dispersaron nubes venenosas en los túneles. Aurelius Venport se había adelantado a los acontecimientos y tomado la precaución de que cada mujer tuviera una máscara para respirar, mientras él evacuaba al resto de la población. Zufa se sorprendió de no haberlo pensado ella misma Confió en que Aurelius se hubiera puesto a salvo, en que no hubiera perdido el tiempo intentando proteger sus reservas de drogas.

Miró a las devotas mujeres erguidas ante ella. Conocía sus nombres y posibilidades. Tirbes, que podría convertirse en la mejor si era capaz de controlar su potencial; la impulsiva Silin; la creativa e impredecible Camio; Rucia, que obedecía a su propio código de honor… y más.

—Camio —dijo—. Te elijo para que asestes el siguiente golpe.

Camio se puso la mascarilla sobre la cara y salió de la cámara protegida. Avanzó sin vacilar y empezó la meditación necesaria para convocar el poder encerrado en su cerebro. No vio cadáveres en los pasillos de piedra, lo cual significaba que la población había sido evacuada con éxito. Ahora, nada retendría a las hechiceras.

El suelo estaba sembrado de escombros, resultado de las explosiones. Hilillos de vapor verdoso introducían veneno en las cavernas. Camio no temía por su vida, pero tenía que apresurarse.

Oyó el silbido de un proyectil y se apretó contra la pared del túnel. Una potente explosión se produjo en la cara del risco, y la onda de choque invadió los pasillos y las viviendas. Camio recuperó el equilibrio y siguió adelante. Una enorme energía contenida cantaba en su mente. No miró los tapices ni los muebles, las habitaciones y salas de reuniones donde había transcurrido su vida.

Rossak era su hogar. Las máquinas eran sus enemigos. Camio era un arma.

Cuando llegó a la entrada y miró la selva en llamas, vio tres formas de cangrejo provistas de contenedores cerebrales blindados, que colgaban como sacos de huevos justo encima de las piernas. Cada una era un humano que había vendido su alma y jurado lealtad a las máquinas pensantes.

Camio oyó el tronar de continuas explosiones en la jungla, el rugido del plasma que carbonizaba el follaje púrpura. Formas aéreas se preparaban para un nuevo ataque, descargaban veneno y esparcían llamas. Docenas de neocimeks corrían hacia los riscos protegidos, destruyendo todo cuanto encontraban a su paso.

Debía esperar hasta el último momento para eliminar el mayor número posible de enemigos.

Camio percibió el sonido de tres formas móviles que estaban escalando el risco, utilizando soportes y garras con borde de diamante para aferrarse a la pared rocosa.

Sonrió al trío de neocimeks similares a cangrejos. Piernas flexibles blindadas izaron el núcleo corporal erizado de armas hasta las cuevas principales. Camio se erguía sola en la puerta, plantando cara a sus enemigos.

El primer invasor se enderezó, y la joven vio las centelleante fibras ópticas que rodeaban sus torretas cargadas de armas. El cimek la detectó y giró los lanzallamas en dirección al nuevo objetivo.

Justo antes de que pudiera disparar, Camio liberó la energía concentrada en su mente y en su cuerpo. Descargó una tormenta mental que derritió los cerebros de los tres neocimeks más cercanos y dañó a otros dos que empezaban a trepar por el risco. Cinco cimeks eliminados de la batalla.

Su último pensamiento fue que había vendido cara su vida.

Después de Camio, cuatro hechiceras más fueron saliendo, de una, en una. Cada vez que elegía a una de las mujeres, Zufa Cenva experimentaba la atroz pérdida. Eran como verdaderas hijas, y perderlas era como engullir tragos de ácido. Pero sus voluntarias sacrificaban la vida de buen grado para aplastar la ofensiva cimek.

—Las máquinas pensantes no deben vencer jamás.

Por fin, la sexta voluntaria de Zufa, Silin, regresó viva pero desorientada, con su piel lechosa enrojecida. Se había preparado mentalmente para morir. En cambio, no había encontrado nada que destruir.

—Han retrocedido lejos de nuestro alcance, maestra Cenva —informó—. Los cimeks están regresando a sus naves. Las formas caminadoras y volantes han vuelto a la zona de aterrizaje.

Zufa corrió hacia la ventana. Vio los restos carbonizados de sus cinco comandos caídos, cada mujer abrasada por su propio fuego mental. Vio que las terribles máquinas de cerebro humano subían a sus naves y se elevaban.

Con el tiempo, los refugiados regresarían. Aurelius Venport les traería de vuelta. Bajo su supervisión, la gente de Rossak reconstruiría y repararía las ciudades de los riscos con orgullo y confianza, conscientes de que habían resistido el asalto de las máquinas pensantes.

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