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Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

La vida después (4 page)

BOOK: La vida después
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¡Oh, su irresistible acento francés! Hacía tanto tiempo que no hablaba con Chloe que había olvidado el toque final para todo su atractivo conjunto. No era de extrañar que volviese locos a los hombres. No era de extrañar que hubiese vuelto loco a Jan, aunque fuese por un corto espacio de tiempo. Chloe Deschamps, con su porte aristocrático, su hablar argénteo y aquellas piernas kilométricas que aún ahora, casi dieciocho años después, reclamaban un lugar de privilegio en el último capítulo de la vida de su mejor amigo.

—Es terrible, ¿verdad?

«Teguible, ¿vegdad?»

—Por fortuna, estaba en París cuando Solange me llamó. Se encontraba tan trastornada, la pobre… Me costó trabajo entender lo que decía. Tomé el primer avión, claro. Tuve que dejar una sesión a medias…

«Qué considerado por tu parte. Ve a pedir que te den una medalla por ocuparte de tu única hija.»

—No sabes el trabajo que dan las colecciones de otoño. Prefiero no imaginar lo que me espera cuando vuelva. Jean Claude se puso como una fiera cuando le dije que me marchaba, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Oh, me alegro tanto de verte. Deberías venir a visitarme cuando pase todo este lío. Podrías quedarte en casa, por supuesto. Hay sitio de sobra en el nuevo apartamento.

«¿Todo este lío? ¿El nuevo apartamento? ¿Y quién demonios era el tal Jean Claude que tanto se había enfadado cuando supo que Chloe acudía a consolar a su hija huérfana?» No era la primera vez que Victoria se preguntaba qué podía haber visto Jan en semejante descerebrada aparte de su figura de maniquí y su perfecto rostro de estatua griega.

Se habían conocido en Barcelona, en el verano del 92. Ella era fotógrafa y estaba trabajando para
París Match
durante las Olimpiadas. Es fácil adivinar que Jan cayó rendido a los pies de aquella deidad francesa —después de todo, si Chloe resultaba espectacular a los cuarenta y dos, a los veintipocos era una verdadera belleza— y cuando acabó el verano la siguió a París como un perrito faldero. Se vieron durante meses en un ir y venir complicado que culminó con la mudanza de Jan a la capital del Sena. La cosa no duró mucho: Jan tenía su carácter, y el que Chloe se considerase una especie de Nefertiti reencarnada no debió de ayudar demasiado a la convivencia. No había pasado más que medio año cuando Jan estaba de regreso en Madrid, cabreado como una mona y renegando del tiempo perdido junto a aquella preciosidad caprichosa y desconsiderada. Un mes después recibió una llamada llorosa desde la buhardilla que Chloe ocupaba en algún bonito edificio de Le Marais. Estaba embarazada, le dijo, y pensaba tener al niño.

A Jan le costó asimilarlo. Él, que no quería hijos todavía, iba a ser padre del bebé de una mujer a la que había llegado a detestar después de unos cuantos miserables meses de relación. Le dijo a Chloe que podía contar con él para todo, pero que ni en un millón de años iba a volver a su lado, así diese a luz a una camada de cinco francesitos. Chloe le contestó que no tenía el menor interés en retomar la relación donde la habían dejado y Jan se ahorró dar detalles del tono displicente que imprimió a su voz para hacer esa declaración: «¿Qué te crees, muchacho, que eres el premio gordo de la lotería?» A pesar de todo, Chloe necesitaba saber que su hijo iba a tener un padre. Un padre y una pensión, para ser más exactos. Jan no puso objeciones: le daría la ayuda económica que necesitara. Ni siquiera se planteó —como sí habían hecho su familia y sus amigos— que el bebé que esperaba Chloe fuese en realidad hijo de otro tipo y ella hubiese preferido cargarle el muerto a él, pues a buen seguro era el menos indecente de todos los hombres con los que se había acostado en los últimos tiempos. Pero a Jan no se le ocurrió pedir una prueba de paternidad, y nadie se atrevió a sugerírselo, aunque Victoria tuvo la cuestión media docena de veces en la punta de la lengua. Jan era demasiado honesto como para elucubrar acerca de la mezquindad ajena, así que se limitó a echar cuentas con el fin de averiguar cuánto dinero necesitaba un niño para vivir holgadamente en el París de los años noventa.

Si Jan pensó que iba a solventar aquel cambio en el guión de su vida con una mensualidad generosa, se equivocó de medio a medio. Porque lo que nadie había previsto —y él menos que cualquiera— fue que iba a enamorarse de aquella criatura pringosa salida de las entrañas escuálidas de Chloe. Durante el resto de su vida, Jan contó a todo el que quiso oírlo que había empezado a amar a aquella niña en el preciso instante en que la vio, chiquita y amoratada, cubierta aún de restos de placenta y gritando como un becerro para anunciar al mundo que ya estaba allí y que había llegado para quedarse. Victoria decía que, de haberse atrevido, Jan habría agarrado a aquella ranita envuelta en gasas y se la hubiese llevado con él para pasar el resto de su vida escondido de todo aquel que pretendiera separarlo de su pequeño y precioso milagro.

Quizá hubiera sido mejor así. Si desde el primer momento Jan hubiese manifestado su interés por hacerse cargo de la niña, Chloe habría cedido sin grandes aspavientos. No tenía el más mínimo sentimiento maternal, y de la misma forma en que Jan se prendó del bebé nada más verlo, ella sintió nacer en su interior una rara corriente de rechazo hacia aquel bichejo ajeno. Para Chloe, la cría era sólo un engorro, una carga de tres escasos kilos de peso que le impediría llevar la vida envidiable de la que había gozado hasta entonces. Era algo en lo que no había pensado cuando decidió seguir adelante con el embarazo: no ya en la interminable lista de grandes renuncias que implicaba un hijo, sino también en cada una de las pequeñas dificultades que trae consigo convertirse en madre.

Chloe había decidido tener al bebé no porque la maternidad le interesara, sino por lo mucho que le atraía el
cliché
de la madre soltera: le pareció divertido convertirse en la mujer coraje, capaz de sacar adelante sola a la personita que se había creado en su vientre. Bastó una noche sin dormir escuchando los berridos de la pequeña Solange, el primer pañal manchado de heces líquidas y un doloroso pellizco en el pezón cuando intentaba darle de mamar, para que Chloe se sintiese prematuramente harta de aquel renacuajo insomne y voraz, que olía a leche agria y tenía cera en el ralo cabello oscuro. No tardó ni veinticuatro horas en arrepentirse de su decisión de tener el bebé. Si al menos hubiese albergado algún interés en conservar a Jan, podría haberle servido para atornillarlo de por vida, pero aquel español guapo había sido para Chloe sólo un entretenimiento de temporada. Así que, se mirase por donde se mirase, todo aquello había sido un mal negocio. Un gigantesco error.

Fue una pena, pensaba Victoria, que uno y otro no hubiesen optado por poner las cartas boca arriba desde el primer momento. De haber dicho Chloe «no tengo ningún interés en quedarme con la niña» y de haber contestado Jan «perfecto, entonces me la llevo yo», se hubiesen ahorrado el caos extraordinario en que se convirtió la vida de todos en los meses siguientes. Porque el padre primerizo —que estaba más dispuesto a separarse del brazo derecho que de su niña del alma— regresó a París y se instaló en un apartamento diminuto no lejano de la buhardilla de Chloe, y allí se convirtió en una especie de canguro de guardia que estaba disponible las veinticuatro horas. Chloe lo llamaba no ya cuando tenía sesiones de fotos o le surgía un viaje inesperado, sino también cuando la invitaban a una fiesta, quería ir de compras o le apetecía tirarse al novio de turno libre de la presencia poco alentadora de un bebé llorón.

A Jan no le importaba. Adoraba a Solange, y consideraba una bendición cada minuto pasado junto a ella, pero inevitablemente su trabajo se resintió. Había conseguido la corresponsalía de un periódico y colaboraba también con dos revistas y una cadena de radio, pero no es fácil mantener cierto nivel de actividad cuando el teléfono suena a las siete de la mañana y en media hora te han dejado en la puerta a una cría de cinco meses a la que le está saliendo un diente o llora sin parar porque tiene cólicos. Jan se las veía y se las deseaba para hacer a la vez de periodista y de padre, de avezado corresponsal y de niñera, y un día se sorprendió a sí mismo en una rueda de prensa llevando en su mochila no una cámara de fotos ni media docena de cuadernos, sino a una dormida Solange que acababa de conciliar el sueño después de una noche infernal.

Nunca pensó que aquella situación no podía dilatarse eternamente, ni siquiera cuando prescindieron de su colaboración en el periódico y dejaron de hacerle encargos en una de las revistas, tras un rosario de informalidades inauditas en el siempre puntilloso Javier Alonso Nance. Fue Victoria, que tuvo noticias de su despido en el diario gracias a un amigo común, la que puso las cosas en su sitio. Tomó un avión a París en un día del mes de mayo, y aterrizó en el Charles de Gaulle para darse de bruces con una lluvia tenaz y la temperatura desabrida de la falsa primavera parisina. Ni siquiera perdió el tiempo buscando una chaqueta en el desastre de su bolsa de viajera desordenada. Tiritando en una camisa de manga corta, empapados los mocasines de piel en el primer charco que pisó a la salida del aeropuerto, tomó un taxi y se fue directamente al apartamento de Jan. Allí encontró exactamente lo que esperaba: el paradigma de una revolución doméstica —ropa tendida aquí y allá, platos sucios por todas partes, un fregadero atascado y un horno que no funcionaba— y a Jan intentando inducir al sueño a una Solange especialmente llorona.

—Le está saliendo otro diente —dijo en susurros y a modo de saludo. Victoria agradeció que no le preguntase qué estaba haciendo allí. Eso facilitaba las cosas, pensó, y le arrancó a Solange de los brazos.

—Trae. ¿Cuánto tiempo llevas acunándola?

—Ni idea, pero tengo medio dormido el brazo derecho —la besó en la mejilla—. ¿Quieres café?

En aquel momento, Victoria ya estaba embobada con la carita de Solange, que empezaba a relajarse después de la rabieta

—¡Qué linda es!

—Mírala bien. ¿No encuentras que tiene la misma nariz que yo?

Victoria no contestó. Siempre le había parecido del género tonto buscar parecidos a los bebés. En ese momento, se dio cuenta de que Solange se había dormido. Dejó a la niña en la cuna —cuyas sábanas estaban sólo pasablemente limpias— y se volvió hacia Jan.

—Tenemos que hablar.

—Me lo temía. Deja que me tome el café primero, ¿vale? No me he metido nada en el estómago desde ayer. La niña no ha pegado ojo y me he pasado horas paseando por el piso con ella en brazos.

—¿Y Chloe?

—Haciendo fotos.

—¿Desde ayer por la noche?

—Vic…

Se oyó el pitido de la cafetera. Había llegado el momento de una pequeña tregua. Jan sirvió las tazas, abrió una lata de galletas danesas y se comió media docena. Victoria se dijo que parecía un náufrago, con la barba de tres días, las ojeras y aquella avidez por unos dulces de supermercado.

—Jan… no he venido para tomar café contigo. Esto no puede seguir así. Ha llegado el momento de que te conviertas en un padre a tiempo parcial. Vuelve a Madrid y visita a tu hija un fin de semana de cada dos, en Navidad y en verano, como hacen miles de tipos del mundo entero.

—¿A Madrid? Ni lo sueñes. No me fío de Chloe. Dejaría sola a la niña para irse de compras, o se largaría días enteros dejándole abierto un suministro de potitos. Si no estuviese yo cerca, Solange acabaría metiendo los dedos en un enchufe o bebiéndose una botella de lejía.

Era un argumento indiscutible con el que Victoria ya contaba.

—Bueno, pues hagámoslo al revés. Vente con ella a España. A Chloe le parecerá de perlas, te lo digo yo.

—¿Y crees que eso cambiará las cosas? La niña no va a necesitarme menos allí que aquí.

—Jan, aquí estás más solo que la una. En Madrid estoy yo. Y están otros amigos. Por no hablar de tu madre.

—Olvídala. No me habla desde que le dije que no pensaba casarme con Chloe. Ni siquiera ha venido a conocer a la niña.

—¿De verdad te dejas impresionar por esos golpes de efecto? Tu madre sólo está cabreada. En cuanto te vea entrar por la puerta con esta monada entre los brazos, se le derretirá el corazón y te pedirá disculpas llorando a lágrima viva. En serio, Jan… esto está durando demasiado. No creo que puedas aguantar mucho más. Tu vida laboral está a punto de saltar por los aires. Otro artículo más entregado fuera de tiempo, otra excusa barata para saltarte una rueda de prensa en el Elíseo y no habrá quien quiera darte trabajo ni para cortar teletipos. Y ya no tienes edad de ser becario.

Por la forma en que Jan se puso de pie y se pasó la mano por el pelo —demasiado largo y demasiado grasiento—, Victoria supo que había empezado a ganar la partida.

—Habla con Chloe. Apuesto a que para ella no va a ser un problema que te lleves a Solange contigo.

Hacía frío en el apartamento. Hacía frío en París. Jan vio que Victoria se estremecía en su camiseta sin mangas y le frotó los brazos.

—Voy a buscarte un jersey.

Dos días más tarde, Jan y Victoria volaban rumbo a Madrid. En el aeropuerto, Chloe había derramado algunas lágrimas de cocodrilo —después de todo, era lo menos que podía hacer—, pero, aparte de eso, repitió media docena de veces que le parecía muy legítimo que el querido Jan recuperase su vida, su trabajo y sus amigos sin renunciar a su hija, y que ella había sido muy egoísta al haberlo retenido en París tanto tiempo. Mientras gorjeaba con su delicioso acento de Saint–Germain–des–Prés, acariciaba la cabecita de la pequeña Solange con el mismo interés desapasionado que hubiese puesto al tocar el morro de un caballo de carreras. Prometió ir a Madrid «en dos o tres semanas». Victoria apostó contra sí misma que pasarían más de seis meses. Se equivocó en cuestión de días.

Desde entonces, Solange vivía con Jan. No había sido fácil, pero en conjunto ambos lo habían hecho bastante bien. En cuanto a Chloe, limitó sus responsabilidades maternas a unas cuantas visitas intempestivas —generalmente, cuando acababa de romper con su último amante o si había alguna apetecible sesión de fotos que disparar en Madrid— y se ocupó de las vacaciones de la niña del mismo modo desordenado que lo hacía todo. Un año se la quiso llevar a un largo viaje por las islas griegas, y sólo dos días antes de partir anuló el crucero pretextando unas anginas. Una vez, cuando Solange tenía ocho años, le propuso pasar con ella toda la Semana Santa, y elaboró un atractivo plan de excursiones a Eurodisney, paseos en
bateau mouche
y meriendas en Versalles. La cría sólo estuvo en París dos días: hubo que mandarla de vuelta a España en un avión con el cartelito de «niño a bordo» colgado del pescuezo porque a su madre le había salido un trabajo en Isla Mauricio y sólo tuvo tiempo para dejarla en manos de una azafata que a duras penas pudo disimular su indignación ante la chiquilla llorosa que clamaba por sus fotos soñadas con la Bella Durmiente.

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