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Authors: Akiyuki Nosaka

Tags: #Drama, Relato

La tumba de las luciérnagas (2 page)

BOOK: La tumba de las luciérnagas
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«¿Y mamá? ¿A dónde se ha ido?», «Está en el refugio. Dicen que el refugio que hay detrás del parque de bomberos resiste incluso bombas de doscientos cincuenta kilos, aunque caigan justo encima, así que no le pasará nada», dijo Seita como si él mismo intentara convencerse, ya que toda la zona de la costa de Hanshin que vislumbraba de vez en cuando a través de la avenida de pinos del dique vibraba lentamente en una tonalidad escarlata; «Seguro que está cerca de Nihonmatsu, en el río Ishiya. Descansaremos un rato y después iremos hacia allí», Seita se había animado de repente diciéndose que su madre debía de haber escapado con vida de aquellas llamas, «¿Estás bien, Setsuko? ¿No te ha pasado nada?», «He perdido una
geta
», «Ya te compraré otras, y aún más bonitas», «¡Yo también tengo dinero!», Setsuko mostró el monedero, «Ábrelo», al abrir el recio cierre del monedero, aparecieron tres o cuatro monedas de uno y cinco
sen
junto con una bolsita moteada de blanco y unas fichas de
ohajiki
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rojas, amarillas y azules, iguales a aquella que se había tragado Setsuko el año anterior, una que apareció al día siguiente por la tarde tras hacerle hacer caca en el jardín sobre un periódico extendido. «¿Nuestra casa se ha quemado?», «Creo que sí», «¿Y ahora qué haremos?», «Papá nos vengará, ¡ya lo verás!», estas palabras no eran una respuesta, pero tampoco Seita tenía ni la más remota idea de lo que iba a suceder a continuación: únicamente un zumbido de motores alejándose y, poco después, una lluvia que cayó torrencialmente durante cinco minutos; al ver las manchas negras que dejaba sobre ellos, Seita pensó: «¡Ah! ¡Ésta es la lluvia de los bombardeos!», y habiendo dominado finalmente el pánico, se levantó y contempló el mar cuya superficie se había ennegrecido de pronto, repleta de innumerables desechos que flotaban a la deriva; la imagen que ofrecía la montaña no había cambiado, pero la parte izquierda del monte Ichiô parecía haberse incendiado, porque una nube de humo púrpura se extendía suavemente por el cielo… «¡Aúpa! ¡Arriba!», sentó a Setsuko en el borde del agujero y le dio la espalda para que la pequeña montara sobre él; cuando lo hizo, la sintió terriblemente pesada, aunque durante la huida ni siquiera había reparado en ella; agarrándose a las raíces de las hierbas, se arrastró hasta la cima del dique.

Desde la cumbre, las dos escuelas populares de Mikage y la sala de actos municipal se veían tan cercanas como si se hubieran desplazado andando hasta allí; las bodegas y los barracones del ejército, así como la caserna de bomberos y el pinar, habían desaparecido por completo; el terraplén del ferrocarril de Hanshin se veía a dos pasos y, en el lugar donde cruzaba con la carretera nacional, había tres vagones detenidos en la vía interceptando el paso; los escombros calcinados se extendían a lo largo de una suave pendiente hasta el pie del monte Rokkô; el horizonte aparecía velado y había quince o dieciséis lugares de donde brotaban todavía el humo y las llamas; de repente se oyó un fuerte estrépito: ¿quizá una bomba que no había prendido hasta aquel momento?, ¿una de explosión retardada, tal vez? No, eran planchas de cinc que un torbellino de viento hacía volar por los aires mientras silbaba como el cierzo invernal; Seita sintió cómo Setsuko se apretujaba contra su espalda y decidió hablarle: «Fíjate, no ha quedado nada, qué despejado está todo, ¿verdad? ¡Mira, aquélla es la sala de actos adonde fuimos los dos a comer
zósui
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!», pero no hubo respuesta. «¡Un momento!», Seita se detuvo a enrollarse bien las polainas y, cuando reemprendió la marcha por lo alto del dique, descubrió a su derecha tres casas que se habían salvado de las llamas, la estación Ishiyagawa de la línea Hanshin reducida a su armazón y, unos pasos más allá, un santuario sintoísta completamente arrasado donde únicamente quedaba la pila de las abluciones; conforme iba andando, aumentaba el número de personas: familias exhaustas sentadas al borde del camino, apenas con ánimos de mover los labios, calentando agua en una tetera suspendida de unos palos sobre una hoguera de carbón mineral donde también asaban
hoshiimo
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; Nihonmatsu estaba más allá, a la derecha, siguiendo por la carretera nacional hacia la montaña; cuando lograron, a duras penas, llegar hasta allí, no encontraron a su madre por ninguna parte y, al ver que todos miraban hacia el lecho del río, Seita se asomó: allí abajo, sobre la arena seca del cauce, vio cinco cadáveres de muertos por asfixia, unos de bruces contra el suelo y otros boca arriba, con los brazos y las piernas extendidos; Seita decidió comprobar si entre ellos estaba su madre.

Su madre padecía del corazón desde el nacimiento de Setsuko; por las noches, cada vez que tenía una crisis, pedía a Seita que le refrescara el pecho con agua fría y cuando el dolor era muy agudo, él la ayudaba a incorporarse y la recostaba sobre una pila de cojines amontonados a su espalda; su seno derecho, incluso a través del camisón, se veía vibrar violentamente al compás de los latidos; su tratamiento, a base de medicina china, consistía en unos polvos rojos que tomaba mañana y noche; sus muñecas eran tan delgadas que se podían dar dos vueltas con una mano. Como no podía correr, Seita cuidó de que ella los precediera en ir al refugio antiaéreo, pero más tarde, aun sabiendo que si el refugio quedaba rodeado por las llamas podía convertirse en su tumba, Seita había huido a toda prisa, olvidando la seguridad de su madre, sólo porque el fuego interceptaba el camino más corto que conducía hasta allí y ahora se culpaba a sí mismo por ello, aunque, ¿qué habría podido hacer, en realidad, de haber estado con ella? Por otra parte, su madre le había dicho bromeando: «Tú huye con Setsuko, yo ya me las apañaré sola. Si os pasara algo a vosotros, ¿qué excusa le daría a papá? ¿Me has entendido bien?»

En la carretera nacional, dos camiones de la armada corrían hacia el oeste, un hombre del cuerpo civil de defensa antiaérea montado en una bicicleta gritaba algo por el megáfono, un niño de la edad de Seita le decía a un amigo: «Nos han caído dos bombas justo encima. Nosotros queríamos arrojarlas afuera envolviéndolas con una estera de paja, pero, no veas, soltaban aceite por todas partes…» «¡A los habitantes de Uenishi, Kaminaka e Ichirizuka: agrúpense en la Escuela Popular de Mikage!»; habían nombrado su barrio y Seita pensó al instante en la posibilidad de que su madre se hubiera refugiado en la escuela; cuando se dispuso a bajar la pendiente del dique, volvían a oírse explosiones, el fuego seguía llameando entre los escombros y, si no tenían una anchura considerable, el aire ardiente que inundaba las calles impedía avanzar por ellas, «Quedémonos un poco más aquí», le dijo a Setsuko quien, como si hubiera estado aguardando a que le dirigiera la palabra: «¡Seita, pipí!», «¡Vamos! ¡Abajo!», la depositó en el suelo, la levantó cogiéndola por los muslos y la sostuvo en vilo con las piernas abiertas: el chorro de orina brotó con una fuerza inesperada; después la enjugó con una toallita, «Ya puedes quitarte la caperuza» y, al ver que tenía la cara ennegrecida de hollín, humedeció el otro extremo de la toalla con agua de la cantimplora: «Este lado está limpio, ya lo ves», y le lavó la cara, «Me duelen los ojos», debido al humo los tenía inyectados en sangre, «Te los lavarán cuando lleguemos a la escuela», «¿Y a mamá, qué le ha pasado?», «Está en la escuela», «¿Por qué no vamos allí, entonces?», «Aunque queramos, no podemos pasar todavía. Todo está ardiendo», Setsuko se echó a llorar diciendo que quería ir a la escuela; su llanto no era el de una niña mimada y ni siquiera se debía al dolor, más bien parecía el lamento de una persona adulta. «Seita, ¿ya has visto a tu madre?», la hija solterona de la casa de enfrente lo llamó, en el patio de la escuela, cuando se disponía a ponerse de nuevo en la cola para que los soldados del cuerpo sanitario volvieran a lavarle los ojos a Setsuko, ya que después de la primera vez seguían doliéndole, «Aún no», «Date prisa, está herida», y antes de que Seita pudiera preguntarle si podía cuidar de Setsuko, la mujer dijo: «Yo me quedaré con ella. ¿Has tenido miedo, Setchan? ¿Has llorado?», hasta aquel día, no habían tenido apenas relación con ella, por lo tanto, ¿no se debería tanta amabilidad a que la mujer conocía la gravedad del estado de su madre?, Seita se alejó de la fila y, al llegar a la enfermería que tan familiar le era después de haber estudiado seis años en aquella escuela, vio una palangana llena de sangre, los trozos de vendas, el suelo y las batas blancas de las enfermeras teñidos de rojo, un hombre con el uniforme civil-patriótico tumbado boca abajo, inmóvil; una mujer con una pierna vendada asomando bajo unos pantalones hechos jirones; Seita, sin saber qué debía preguntar, permaneció allí de pie, mudo e inmóvil, hasta que se le acercó el señor Oobayashi, el presidente de la comunidad de vecinos, «¡Ah, Seita! Te estábamos buscando, ¿estás bien?», le puso una mano sobre la espalda: «Por aquí», lo condujo al pasillo y cuando, tras ausentarse unos instantes, regresó de la enfermería, desenvolvió un anillo de jade depositado en el fondo de una cubeta quirúrgica y se lo entregó: «Es de tu madre»; Seita, ciertamente, recordaba el anillo.

El aula de trabajos manuales se encontraba en un rincón apartado de la planta baja: allí habían instalado a los heridos graves y, de entre ellos, los que estaban todavía más cerca de la agonía yacían en la sala de profesores, al fondo de todo; la madre tenía la parte superior del cuerpo completamente envuelta en vendas, sus brazos parecían bates de béisbol y, en el vendaje que se enrollaba en espiral alrededor de la cara, se abrían unos agujeros negros únicamente sobre la boca, la nariz y los ojos; el extremo de su nariz recordaba el rebozado del
tempura
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, los pantalones estaban tan quemados que apenas se reconocían y, por debajo de ellos, asomaban unas medias gruesas de color pelo de camello, «Por fin se ha quedado dormida. Sería mejor ingresarla, si encontráramos algún hospital. Ahora lo están preguntando. Dicen que el hospital Kaisei de Nishinomiya no se ha quemado, ¡pero vete a saber!», más que dormir, estaba en coma, por eso su respiración era tan irregular, «Oiga, mi madre padece del corazón, si pudiera darle algún medicamento…», «¡Ah, lo intentaremos!», dijo asintiendo con un movimiento de cabeza, pero incluso Seita comprendió que era imposible. Junto a su madre, yacía un hombre que, cuando espiraba, echaba unos espumarajos sanguinolentos por la nariz y la boca, y una colegiala con traje marinero, a quien tal vez horrorizaba aquella visión o, tal vez, a causa del asco que sentía, lo enjugaba con una toallita mientras lanzaba miradas furtivas a su alrededor; frente a ella, una mujer de mediana edad, completamente desnuda de cintura para abajo, exceptuando el pubis que cubría una gasa, tenía una pierna amputada a la altura de la rodilla; «¡Mamá!», Seita la llamó en voz baja, pero sintió que aquella situación era irreal; ante todo le preocupaba Setsuko y, cuando salió al patio, la encontró con la vecina en el cuadro de arena, bajo la barra fija de gimnasia, «¿La has visto?», «Sí», «Lo siento mucho. Si pudiera hacer algo, no dudes en decírmelo. ¡Ah!, por cierto, ¿ya te han dado los bizcochos?», y como Seita hizo un gesto negativo, la mujer se fue, diciendo: «¡Voy a buscártelos!»; mientras tanto, Setsuko jugaba con una cuchara de helado que había encontrado en la arena. «Este anillo, guárdalo bien en el monedero. ¡No lo pierdas!», lo metió dentro; «Mamá ahora está enferma, pero enseguida se pondrá bien», «¿Dónde está?», «En el hospital, en Nishinomiya. Hoy dormirás conmigo en la escuela y mañana iremos los dos a casa de la tía de Nishinomiya, ¿la conoces, verdad? Vive al lado de un estanque», Setsuko permanecía aún en silencio, haciendo bolas de arena; la vecina volvió con dos bolsas marrones llenas de bizcochos, «A nosotros nos toca una clase del primer piso. Los demás ya están allí, ¿por qué no venís?», pero debió de pensar que, al reunirse con familias cuyos padres estaban sanos y salvos, la pobrecita Setsuko o, incluso antes que ella, el mismo Seita se echaría a llorar, y añadió: «¡Ya vendréis más tarde!»; «¿Quieres comer?», «¡Quiero ir con mamá!», «Mañana iremos. Ahora es demasiado tarde», se sentaron al borde del cuadro de arena, «¡Ya verás qué bueno soy!», Seita se arrojó hacia la barra fija, con un fuerte impulso saltó sobre ella y empezó a girar sin cesar, una y otra vez… en esta misma barra, la mañana en que empezó la guerra, el día ocho de diciembre, Seita, alumno de tercer año de la escuela popular, había conseguido batir un récord al dar cuarenta y seis vueltas seguidas hacia adelante. Al día siguiente, Seita se dispuso a llevar a su madre al hospital y, como no podía llevarla a hombros, decidió al fin alquilar una
jinrikisha
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que había cerca de la estación Rokkômichi, que se había salvado del fuego, «¡Va! Monta tú hasta la escuela», y Seita subió por primera vez en su vida a una
jinrikisha
, pero cuando, tras recorrer un camino lleno de ruinas calcinadas, llegaron a la escuela, su madre ya estaba agonizando y ni siquiera pudo moverla; el conductor de la
jinrikisha
rechazó el importe del viaje con un gesto negativo de la mano y se fue; aquella misma noche, su madre, debilitada hasta la extenuación a causa de las quemaduras, expiró; «¿Podría verle la cara?», ante la petición de Seita, un médico que acababa de quitarse la bata blanca y mostraba ahora un uniforme militar repuso: «Es mejor que no la veas. Es mejor así», la madre estaba inerte, completamente envuelta por los vendajes y, a través de ellos, supuraba la sangre atrayendo a un enjambre de moscas que se arracimaban a su alrededor; el hombre de la hemorragia y la mujer de la pierna amputada también habían muerto; un policía preguntaba algo a los familiares, tomaba quién sabe qué notas y, a continuación, dijo sin dirigirse a nadie en particular: «No hay más remedio que abrir una fosa en el jardín del crematorio de Rokkô e incinerarlos dentro. Tendremos que llevárnoslos hoy mismo en el camión, porque con este calor…», luego saludó militarmente y se fue; sin flores, sin incienso, sin ofrendas de pasteles de arroz, sin la lectura de los
sutras
, sin nadie que los llorara; una mujer, pariente de uno de ellos, se hacía peinar por una anciana mientras permanecía con los ojos cerrados, otra daba el pecho a un bebé con un seno descubierto y un joven que asía en una mano una edición extraordinaria del periódico de tamaño tabloide, ya arrugada, exclamó con acento emocionado: «¡Fantástico! ¡De trescientos cincuenta aviones que han venido a bombardear, hemos derribado el sesenta por ciento!», Seita, a su vez, calculó que el sesenta por ciento de trescientos cincuenta era doscientos diez, algo que no tenía relación alguna con la muerte de su madre.

BOOK: La tumba de las luciérnagas
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