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Authors: Patrick Dennis

Tags: #Humor, Relato

La tía Mame (7 page)

BOOK: La tía Mame
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La casa estuvo lista en Navidad, y también la tía Mame. El tirón de la modernidad muniquesa había sido demasiado fuerte…, casi tanto como el lenguaje de la señora Riemenschneider cuando volvió para descubrir que habían arrancado la fachada de su coqueta mansión y echado abajo casi todas las paredes para llenarla de los más avanzados muebles de acero inoxidable, esculturas de alambre y el arte cubista que el dinero y la imaginación podían crear. Justo antes de regresar a Milwaukee, la señora Riemenschneider consiguió un mandamiento judicial que no sólo obligaba a la empresa decoradora a devolverle sus cien mil dólares, sino también a restaurarle la casa.

Los periódicos se enteraron de la historia y lo pasaron en grande. Aliteraciones como «arte ateo», «barbarie bolchevique» y «maníaca moderna» circularon varios días en la prensa amarilla. Un inspirado redactor de titulares bautizó a la tía Mame «Mame la Chiflada», y dos columnistas escribieron artículos que empezaban: «¿Qué pinta Picasso que no sepa pintar mejor mi hijo de cuarto curso?». Echaron a la tía Mame de la empresa de Elsie de Wolfe.

Aunque ofendida y humillada por lo que llamó la ignorancia de las masas, la tía Mame no estaba dispuesta a renunciar a su cruzada en pro de la ultramodernidad. A raíz de la escaramuza había hecho algunos aliados: uno de ellos era un joven y huraño escultor llamado Orville, que tenía su propio torno de alfarero y fabricaba unas «cerámicas fascinantes». Así que la tía Mame decidió invertir todo su capital y asociarse con él. Iban a abrir una tienda de regalos «consagrada a lo rompedor, lo experimental, lo apasionante, lo nuevo y lo moderno», decía su carta. «¡Oh!, Patrick, cariño —escribió—, no habrá otra tienda parecida en todo Nueva York. Espera y verás. ¡Causaremos furor!».

La Maison Moderne, como se llamó el establecimiento, no se parecía a ninguna otra tienda de Nueva York…, o al menos a ninguna que yo hubiera visto. Estaba en una hilera de antiguas casas de ladrillo en la Calle 54 Este. Tenía un enorme escaparate en forma de ameba y una puerta circular de color verde
chartreuse
. Las paredes eran de un rojo violáceo sin concesiones iluminadas por una tortuosa maraña de tubos de neón, y la tienda estaba repleta de ceniceros, bandejas y broches de cerámica de aspecto extrañísimo que la tía Mame llamaba
objets d'art
.

La Maison Moderne se inauguró el mismo día que volví a casa a pasar las vacaciones de Navidad, y atrajo multitudes. Pero la mayoría, una vez pasada la primera impresión, dijeron que sólo estaban mirando. La tía Mame se encontraba en su elemento, pululaba por ahí con un alegre blusón y un cigarrillo colgando de la comisura de los labios. El primer día hicieron casi catorce dólares de caja y tuvieron un gran seguimiento por parte de la prensa.

Pero a la tía Mame no pareció importarle ninguna de las mezquindades que escribieron.

—Así funciona la publicidad, cariño. No habría podido comprar todo el espacio que nos han dedicado ni con cincuenta mil dólares. ¿Has visto la maravillosa fotografía de la bandeja de sándwiches en forma de feto, de Orville, que ha publicado el American? Nos hacen publicidad gratis, cariño. Lo preocupante no es que hablen de ti, sino que no hablen.

Tal vez tuviese razón, pues al día siguiente la muchedumbre fue aún más numerosa. La tía Mame se abría paso entre los clientes gorjeando como un canario desaforado, y me envió un par de veces a llevarle un café y tres a comprarle cigarrillos Melachrino. A eso de la una, la multitud era tan numerosa y las ventas iban a tal ritmo que tuvo que llamar a Norah para que se ocupase de la caja registradora, mientras yo estaba en la trastienda, metido hasta la cintura en serrín y envolviendo las llamativas cerámicas de la tía Mame. Se diga lo que se diga de la Maison Moderne, lo cierto es que atrajo la atención del público.

Pasadas las seis, la tía Mame ahuyentó al último cliente y se desplomó sobre la pila de serrín de la trastienda.

—¡Qué éxito, qué éxito! —canturreó—. ¡Dame un cigarrillo, cariño, tu tía está que no puede con su alma! —Se desperezó y exhaló una nube de humo—. ¿Cuánto crees que habremos ganado hoy, Norah? ¿Cien?

—¡Oh, mucho más! —respondió resplandeciente Norah—. Quinientos, seiscientos o setecientos, diría yo.

—¡Qué divino! —gritó la tía Mame. Dio otra extática calada a su cigarrillo y luego se puso de pronto en pie—. ¡Dios mío, prometí a Neysa McMein que tomaría unos cócteles con ella y llego ya horas tarde! Prometió hacernos unos diseños y yo lo había olvidado por completo. Vamos, cariño, coge mi abrigo y ve a llamar un taxi. ¡Tengo que salir volando!

—¿Qué hago con el dinero? —preguntó Norah.

—Déjalo en la caja. Yo cerraré con llave. Por el amor de Dios, llama un taxi, Patrick, os dejaré en casa al pasar.

Cerró la puerta y salimos corriendo.

Esa noche lo que los periódicos sensacionalistas describieron como «un holocausto de origen desconocido» destruyó casi media manzana de la Calle 54 Este. Hicieron falta tres coches de bomberos para apagar el fuego y de la Maison Moderne no quedó ni siquiera lo suficiente para llenar uno de sus fascinantes ceniceros.

—¡Ay, Patrick, esto sí que es una jugada del destino! —sollozó la tía Mame—. Mi arriesgado proyecto convertido en una nube de humo. En fin, gracias a Dios la semana pasada eché al correo la prima del seguro de incendios. —Se sonó delicadamente la nariz—. Maldita sea —soltó de repente, al ver que la pitillera de cristal estaba vacía—, ¿es que no hay un cigarrillo en toda la casa? Alcánzame el bolso, cariño. —Charlando todavía animadamente, hurgó en su bolso de piel de lagarto. De pronto se quedó paralizada, se puso muy pálida y susurró—: ¡Oh, no!

Acto seguido sacó de su bolso un sobre blanco y alargado dirigido a la Compañía de Seguros de Hartford, Connecticut.

* * *

Tras la onerosa desaparición de la Maison Moderne, la tía Mame decidió que, después de todo, era mejor trabajar para otros. En esos días, su pasión por los tejidos exóticos hizo que adquiriese casi todo su vestuario en la boutique de Jessie Franklin Turner. Era una tienda no demasiado grande consagrada a una clientela de ingresos más que abultados. «Tan agradable e
intime
—decía la tía Mame en una de sus cartas—, que es casi como si los clientes fuesen antiguos amigos e invitados, cosa que, por supuesto, son». Al ver que la tía Mame compraba tantas cosas, la señora Turner la contrató como vendedora, «una auténtica
vendense
, cariño», escribió.

A la tía Mame le encantaba trabajar entre aquella ropa tan cara y hermosa y casi cada noche volvía con alguna nueva creación de Jessie Franklin Turner. En el invierno de 1931 las ventas no pudieron ir peor, pero la tía Mame tenía mucha confianza en sí misma.

Asimismo, tenía también una especie de candor inoportuno que encantaba a muchos pero que ofendía a otros tantos. La incontrovertible franqueza de la tía Mame le jugó una mala pasada cuando la señora Turner la oyó diciéndole a una voluble matrona de formidables proporciones:

—Pero, querida, no tenemos nada que le quepa. Nuestros modelos no le sentarían bien, son demasiado estrechos. Hágame caso y vaya a la sección de Tallas Especiales de Lane Bryant.

Se oyeron palabras un tanto acaloradas y la clienta salió de la tienda para no volver más. Quince minutos después lo hizo también la tía Mame, tras una discusión con la señora Turner, que la advirtió de que más le valía encontrar un marido rico, y deprisa, si quería pagar la cuenta que había dejado.

La última parada de la tía Mame en la industria de la ropa fue en la boutique de Henri Bendel, donde, gracias a su hermosa figura y a una larga amistad con el señor Bendel, durante casi una semana trabajó de modelo pasando trajes de tarde. Pero el día que un viejo verde con un enorme poder adquisitivo pellizcó su elegante trasero, se produjo un desagradable contratiempo y prescindieron de sus servicios. El señor Bendel escribió a la tía Mame una carta muy conmovedora en la que le decía que lamentaba mucho el incidente, pero que, al fin y al cabo, era un señora y una mujer demasiado elegante para ser un simple maniquí. También añadió que la mejor carrera a la que podía dedicarse era el matrimonio.

* * *

Aun así, la tía Mame siguió dispuesta a demostrar que podía arreglárselas por su cuenta en un mundo de hombres. Una noche, en el Veintiuno, conoció a un entusiasta joven de una antigua familia de Baltimore, que tenía capital para invertir en un pequeño, pero selecto, garito clandestino. Como no conocía a casi nadie en Nueva York, y dado que la tía Mame conocía a todo el mundo, la convenció para que fuese la anfitriona de aquel nuevo proyecto. La tía Mame dudó un poco al principio, pero necesitaba dinero y después de todo, escribió, aquel sitio no sería «un sórdido barucho, sino un club muy exclusivo, con una clientela bien escogida, y donde las damas y los caballeros podrían beber como gente civilizada, cenar con elegancia y tal vez jugar unas manos de
bridge
. Vamos, un sitio con un servicio esmerado».

Juntos encontraron una antigua mansión en la Calle 40, que estaba equipada para ese tipo de empresa. En los dos últimos años se había llamado Tony's, El Bar Siniestro de Belle, La Vieja Plantación, Tony's, Alt Wien, Paris Soir —también apodado la Cloaca—, Victor's, Vesuvius, Chez Cocotte, York House, el Alegre Madrid y Tony's. Sin embargo, la tía Mame y el joven mandaron volver a pintar el local, lo bautizaron Club Continentale y se dispusieron a empezar el negocio.

Todos los que tuvieron ocasión de visitar el local coincidieron en que la tía Mame y el joven caballero de Baltimore se habían empleado a fondo. Enviaron invitaciones grabadas y tarjetas de socio a lo mejorcito de la buena sociedad y el mundo del arte. Contrataron a uno de los más famosos bármanes de Nueva York, a un cocinero francés, una orquesta húngara, un portero irlandés, un
maître
italiano y una bailarina española que se llamaba algo así como Eutanasia Gómez. Para colmo de la diversión, la tía Mame pensaba sentarse ante el piano blanco y cantar unas cancioncillas francesas. Pero no tuvo ocasión de hacerlo. Pese al cuidado que pusieron en no descuidar detalle, la tía Mame y el joven olvidaron sobornar a la policía. La noche de la gran inauguración, cuando todo discurría con suma brillantez y elegancia, hubo una redada en el Club Continentale: los agentes rompieron los adornos y las botellas a hachazos y la tía Mame y su selecta clientela acabaron en un furgón policial.

Después, gracias a la amabilidad de Frank Case, la tía Mame puso en marcha un servicio de compra personalizada ofrecido como gentileza para los clientes del Hotel Algonquin. Pero en 1931 el Algonquin no tenía muchos clientes, y los pocos que tenía encontraban el gusto de la tía Mame un poco exagerado y demasiado caro. Así que pasó casi toda la primavera charlando con antiguos amigos en el vestíbulo. Tuvo que vender sus perlas y un zafiro en forma de estrella para saldar sus deudas, y, cuando volví a casa para pasar las vacaciones de verano, la tía Mame estaba demasiado impaciente para seguir matando el tiempo entre las macetas con palmeras del Algonquin.

Después trató de vender de puerta en puerta artículos de cocina de aluminio en Riverside Drive, pero nadie le compró nada, y, cuando el jefe de ventas trató de seducirla, le soltó un bofetón y la despidieron.

En julio, se convirtió en la secretaria de un productor de serie B, no tenía ni idea de taquigrafía pero escribía bastante rápido y redactaba a máquina cartas informales con dos dedos. Sin embargo, al cabo de tres semanas, el hombre no había producido nada, ni siquiera una nómina.

En agosto, la tía Mame escribió un drama griego en treinta escenas con un coro de doscientas voces. Se lo llevó a Annie Laurie Williams, la agente, que dijo que era muy bueno, pero por uno u otro motivo nunca llegó a ponerse en escena.

Una mañana de septiembre, la tía Mame, después de mucho mentir, consiguió que la contrataran como operadora de teléfonos en una compañía de seguros. Estuvo a punto de electrocutarse y llegó a casa a tiempo para el almuerzo.

Luego vino un breve coqueteo con el negocio inmobiliario. En 1931 todo el mundo se estaba mudando de pisos grandes y caros a pisos más baratos y pequeños, pero la tía Mame engatusó a un amigo y logró que comprara un enorme apartamento, para luego descubrir que el edificio estaba vacío y el inocente inquilino tenía que correr él solo con todos los gastos. Renunció a su comisión para ayudarlo a salir de la quiebra. Luego varias complicaciones con su propia hipoteca hicieron que se hartase de las inmobiliarias.

Cuando llegó el momento de volver al colegio, la tía Mame estaba verdaderamente acorralada por los acreedores. Incluso tuvo que sufrir la humillación de permitir que la Trust Company le reembolsara los gastos de mi mantenimiento.

Sus cartas parecían notas de suicidio. Pero, a principios de octubre, recibí una con el mismo espíritu combativo de siempre:

Cariño:

¡Adivina lo que ha pasado! ¡Tu tía Mame va a volver a las tablas! Vera me telefoneó y comimos juntas. Le conté la mala racha que hemos tenido y recordamos los viejos tiempos, cuando ambas éramos coristas en Chu Chin Chow. ¡Lo que nos reímos en Indianápolis del detective del hotel, cuando se produjo aquella confusión con las habitaciones!

Bueno, para abreviar, Vera estrena una nueva obra y me ha ofrecido interpretar a un personaje secundario. Interpretaré a lady Iris, una aristócrata inglesa. Somos otra vez como niñas, ¡de gira después de tantos años!

Pero, cariño, aún no te he contado lo mejor: estrenamos en Boston el mes que viene, así que podrás presenciar el regreso de tu tía Mame a los escenarios la noche misma del estreno. ¿No te mueres de impaciencia? ¡Me voy corriendo a ensayar!

Vera Charles era, casi siempre, la mejor amiga de mi tía. Nunca fue una gran actriz, ni siquiera una muy buena, pero aun así era toda una estrella. Vera era lo que se llama «una actriz para mujeres». El público de las sesiones matinales la adoraba.

El señor Woollcott escribió una vez: «Vera Charles es la única actriz viva que cambia más de vestido que de expresión». Después de aquello no volvió a dirigirle la palabra, pero no por eso dejaba de ser cierto. Siempre interpretaba a una encantadora aristócrata de un reino balcánico sin identificar, siempre tenía un marido que no la comprendía y siempre acababa conociendo a «otro». Eran obras espantosas, pero muy teatrales y las
hausfraus
[amas de casa] volvían a Montclair en autobuses abarrotados, con las últimas lágrimas de amor y envidia todavía húmedas en sus mejillas.

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