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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (7 page)

BOOK: La seducción de Marco Antonio
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Después tuvo lugar la anticipada salida de Sirio, la estrella que había permanecido oculta por debajo de la línea del horizonte durante setenta días. La brillante mancha de luz marcó el primer día del nuevo año y anunció que allá lejos, en el sur, empezaría a crecer el Nilo. El año recorría su ciclo y proseguía su avance implacable.
Desde más allá del recinto del palacio me llegaban los enfervorizados gritos de la muchedumbre ante la aparición de Sirio, y la barahúnda del comienzo de los festejos. La crecida del Nilo daba vida incluso a los alejandrinos pues era necesaria para la producción de los cereales que exportaba la ciudad.
¡Qué clara era esta noche la luz del Faro! Posiblemente le habían puesto más carbón que de costumbre pues las llamas estaban dejando un rastro muy largo. De repente me di cuenta de que no era el Faro sino otra cosa que había detrás, algo que brillaba en el cielo.
Aparté el ligero cobertor y me acerqué al borde de la terraza para modificar mi ángulo visual. Sí, era una fulgurante luz suspendida en el cielo casi al mismo nivel que la parte superior del Faro. Pero no era una estrella, tenía una cola muy larga.
¡Un cometa! ¡Había un cometa en el cielo!
Yo jamás había visto ninguno, pero en cierto modo sabía lo que era. Poseía una belleza singular, con una cola que emitía unos pequeños parpadeos parecidos a unas refulgentes chispas, y una cabeza que se cernía protectoramente en el cielo como el capuchón de una cobra divina.
Inmediatamente experimenté una extraña sensación, una sacudida de reconocimiento. Era César que ocupaba su lugar en la bóveda celeste entre los dioses. Había surgido en aquel preciso instante para darme a entender que jamás me abandonaría, que siempre estaría junto a su verdadera esposa y compañera divina y guardaría el lugar que me correspondía en el ciclo. No permitiría que apartaran a nuestro hijo de la herencia que le correspondía. Lucharía por ella conmigo, más poderoso ahora en los cielos de lo que jamás fuera en la tierra, donde constantemente se había sentido limitado por la mezquindad de los hombres y por su propia mortalidad.
Oí su voz en mi oído, más suave que un murmullo -¿o acaso la oí tan sólo en el interior de mi cabeza?-, diciéndome que todo iría bien, pero yo tenía que abandonar el luto, levantarme de mi lecho de enferma y volver a ser la Cleopatra que él tanto había admirado por su fuerza e ingenio. Aquélla era la verdadera Cleopatra, la reina de Egipto y la esposa de César, no esa débil criatura que lloraba, se quejaba y languidecía.
«Tienes que soportar las pérdidas como un soldado -me dijo la voz-, valerosamente y sin quejarte. Y cuando pienses que la batalla ya está sentenciada, toma tu escudo para ocupar otra posición y lanza una nueva ofensiva. Este es el temple que distingue a los héroes de los que son sólo fuertes.»
El cometa parpadeó para llamar mi atención mientras me decía: «¡Hazme caso!»
- Sí, te haré caso -dije yo, y por primera vez desde su muerte, o mejor dicho, desde su partida, tal como ahora yo sabía que había sido, experimenté una inmensa sensación de júbilo.
Volví a acostarme, contemplé el cometa y cerré los ojos, dejando que permaneciera toda la noche en suspenso sobre mí.
Allá lejos en Roma, sin que yo lo supiera en aquel momento, Octavio también vio el cometa, que apareció justo cuando estaba celebrando sus juegos cesarinos entre el 20 y el 30 de julio. La aparición del cometa causó sensación entre el pueblo, que la interpretó como yo: todo el mundo comprendió que era César, ya aceptado entre los dioses.
Octavio proclamó inmediatamente la divinidad de su «padre», hizo colocar la estrella sobrenatural en las sienes de las estatuas de César y anunció que a partir de aquel momento todas las monedas reproducirían la imagen de César con su estrella celeste.
Octavio también consideró, sin que yo lo supiera en aquel momento, que el cometa era una llamada a su persona, una llamada en la que se le anunciaba su destino y se le exigía no descansar jamás hasta haber vengado el asesinato de César.
Aquella noche ambos fuimos llamados a las armas por César, ambos experimentamos el deseo de vengarle y de completar su obra, pero para poder hacerlo, cada uno de nosotros necesitaba destruir al otro. César tenía dos hijos, pero sólo podía haber un heredero. César tenía una visión de un futuro imperio mundial pero ¿cuál debería ser su centro, Roma o Alejandría? Por su situación y su espíritu, ¿sería oriental u occidental? ¿Y quién lo presidiría?
Los astrólogos andaban alborotados con el cometa, que permaneció muchos días visible en el cielo mientras ellos celebraban reuniones nocturnas en el Museion para estudiarlo. Desde lugares tan lejanos como la Partia llegaron astrónomos y astrólogos -honrados con el título de magos o sabios- para reunirse con otros estudiosos. Una vez más Alejandría se convirtió en el centro de las inquietudes intelectuales, y yo me enorgullecí enormemente de ello. Una noche me reuní con los sabios y les pedí que trazaran unas cartas astrológicas para Cesarión, para Tolomeo y para mí. Solían reunirse en la sala de mármol en el centro del edificio. Casi todos ellos vestían al estilo griego, pero los extranjeros lucían largos ropajes bordados, y dos egipcios del Alto Egipto el antiguo atuendo del Nilo.
- Amigos míos, me sorprende que no estéis fuera, estudiando directamente el cometa y los cielos -les dije.
Había algunos rollos y cartas extendidos sobre unas mesas plegables y varios libros de matemáticas.
- Algunos de nosotros sí estamos -contestó Hefestión, nuestro principal astrónomo-. La azotea está demasiado abarrotada de estudiosos. Los demás estamos trabajando aquí, en la corrección de las cartas.
- ¿Habíais previsto la aparición de este cometa? -pregunté.
- No -me confesó-. Ha sido una total sorpresa.
Ello confirmaba la creencia de que no se trataba de un cometa corriente sino de un fenómeno sobrenatural.
- ¿A qué conclusión habéis llegado?
- Es un prodigio -contestó-. Tiene que ser el anuncio de algún acontecimiento muy importante. Tal vez el nacimiento de un niño en el que se cumplirá alguna de las muchas profecías que se han hecho.
No, no era posible. Cesarión ya había nacido, y el siguiente se había malogrado. Y Octavio -en caso de que pensara que el cometa era para él-, ya había cumplido los dieciocho años. ¿Y si lo interpretara -equivocadamente, por supuesto- como signo del lugar que él ocupaba en Roma como sucesor de César?
- No, eso no puede ser -dije con impaciencia-. Lo más probable es que anuncie el cataclismo mundial que se inició con la muerte de César.
Hefestión asintió con la cabeza, por pura cortesía. Miré a los demás estudiosos que estaban examinando las cartas y discutiendo entre sí.
- ¿Podréis enviarme estos horóscopos a palacio dentro de tres días? -le pregunté, fijando una fecha.
Estaba deseando echar un vistazo a las interioridades del destino para ver qué me tenía reservado.
Hefestión inclinó de nuevo la cabeza, cortésmente.
Cuando me entregaron los horóscopos, cumpliendo la promesa, descubrí que los astros no le eran propicios a Tolomeo, pese a que los astrólogos habían utilizado un lenguaje sumamente ambiguo y tranquilizador. En cuanto a Cesarión y a mí, nuestros destinos estaban entremezclados y el uno sacaba su fuerza del otro. Según la lisonjera predicción que me habían hecho, yo moriría de acuerdo con mi deseo y viviría eternamente. Las palabras parecían brillar con trémula luz. ¿Significaban que «moriría de la manera que yo quisiera morir» o que «moriría cuando quisiera»? ¡Menudas piezas estaban hechos los astrólogos! En cuanto a Tolomeo… Ahora comprendí que tendría que llevarlo a pasar el invierno al Alto Egipto, si aún le quedaba alguna esperanza de recuperación.
- Pero yo no quiero ir -protestó cuando se lo dije-. Quiero quedarme aquí. Allí arriba no hay nada, allí no hay más que palmeras, chozas de barro y cocodrilos.
Sí, muchos cocodrilos. Según los informes que acababa de recibir, había una auténtica plaga. De repente el Nilo se había llenado de cocodrilos más allá de Tebas, y había tantos tomando el sol en los bancos de arena que el paraje parecía un bosque de arrugados troncos esparcidos en ambas orillas.
- El Alto Egipto es muy hermoso -le dije, recordando mis viajes allí. Me había parecido un lugar muy tranquilo y sosegado-. Iré contigo para ayudarte a instalarte. Nos detendremos en el santuario de Kom Ombo y rezaremos al dios cocodrilo de allí para que acabe con esta plaga de cocodrilos. Y tú verás el templo más bello de Egipto en una isla del Nilo llamada File.
Hizo una mueca.
- ¡A mí no me interesa nada de todo esto! ¡Yo quiero quedarme aquí y ayudar a diseñar el trirreme de juguete que están construyendo para Cesarión!
- Les diré que esperen hasta que vuelvas -le aseguré-. Cesarión es muy pequeño todavía para salir a navegar solo con él.
Durante la primera parte de la travesía, Tolomeo estuvo de muy mal humor. No quiso contemplar el paisaje mientras el Nilo y la tierra pasaban por delante de nuestros ojos, pero yo presté cuidadosa atención al estado de las acequias de riego y las represas, sobre todo en el Delta, que tanto dependía del riego. Allí las aguas aún no habían empezado a crecer. La crecida tardó casi veinte días en llegar hasta nosotros desde la Primera Catarata.
A pesar de sus estallidos verbales, Tolomeo se pasaba el rato descansando apáticamente bajo un toldo mientras miraba a su alrededor con semblante enfurruñado, tosiendo sin parar. No cabía duda de que se encontraba muy mal. Cuando pasamos por delante de las pirámides apenas se tomó la molestia de levantar los ojos para contemplarlas. Después desfilamos por delante de Menfis, del Oasis de Moeris y de Tolemaida, la última avanzada griega en el Nilo. El río ya se estaba empezando a hinchar con la crecida. Nosotros habíamos llegado hasta él en lugar de esperar a que él llegara hasta nosotros en Alejandría.
El río se fue ensanchando hasta convertirse en un lago mientras nosotros seguíamos navegando y pasábamos por delante de Tentyra, con su templo de Hator, y por delante de Tebas, con su impresionante templo de Atón y sus gigantescas estatuas de Ramsés sentado delante de su templo funerario. Las tristes colinas en las que los faraones muertos tenían sus cortes en unas cámaras excavadas en la roca se extendían hasta donde alcanzaba la vista.
De pronto el río se llenó de formas de cocodrilos. Mirara donde mirara veía escarceos en el agua, en los lugares donde los escamosos lomos rompían la superficie; entre las cañas se agitaban unos vertiginosos remolinos. Los animales se alineaban a lo largo de las cenagosas orillas. Algunos de ellos bostezaban, dejando al descubierto unos dientes brillantes y curvados mientras movían lentamente las colas y serpeaban por el barro para ponerse más cómodos.
- ¡Mira! -dije, sacudiendo a Tolomeo, que estaba dormitando en medio del calor meridiano-. ¿Has visto alguna vez tantos cocodrilos juntos?
Entornó los ojos, pero los abrió enseguida al ver el espectáculo.
- ¡Gran Serapis! -exclamó-. ¡Todos los cocodrilos del mundo están aquí reunidos!
Contemplamos fascinados cómo un perro se aproximaba a beber en un lugar de la orilla que parecía desierto. Se acercó con sumo cuidado, pero estaba sediento y tenía que beber. Inclinó cuidadosamente el hocico hacia la superficie del agua, aparentemente vacía. Apenas la había rozado cuando surgió una gigantesca forma y lo atrapó con tal rapidez que mis ojos a duras penas pudieron seguir el movimiento. Un cocodrilo esperaba sumergido.
El agua se cubrió de espuma y el perro emergió a la superficie aullando, atrapado por unas mandíbulas tan grandes como un arado. El cocodrilo lo sumergió y lo mantuvo bajo la superficie del agua hasta que se ahogó. Entonces las mandíbulas volvieron a aparecer con las fauces abiertas y empezaron a tragar pedazos de carne que unos minutos antes estaba viva. El agua se tiñó de sangre y toda una flotilla de cocodrilos se acercó al lugar, atacando al primer cocodrilo para intentar arrebatarle la comida de las fauces. Las extremidades y las escamosas colas se agitaban en medio de las ensangrentadas aguas. Algunos trozos del cuerpo del perro, las orejas y la cola, flotaron sobre la superficie del agua, pero inmediatamente fueron apresados por los cocodrilos que esperaban.
Me estremecí de angustia. No me extrañaba que los aldeanos hubieran pedido la ayuda del Gobierno pues ellos no podían sacar el agua por sí mismos. El único depósito de agua de la aldea estaba cercado por un alto muro de ladrillos de barro que lo protegía. Nadie se atrevía a acercarse al río para llenar las jarras de agua o lavar la ropa. Y cuando el río se desbordara, empujaría a los cocodrilos hacia las calles y las casas de la aldea. Habría cocodrilos vagando por las calles al mediodía, acechando bajo los bancos y dormitando a la sombra de la parte posterior de los edificios.
Tolomeo se incorporó con gran esfuerzo y se acercó a la barandilla, desde donde contempló fascinado a los animales.
- No te acerques demasiado -le advertí.
Había visto hasta qué extremo un cocodrilo podía atacar desde el agua.
El sol ya se estaba poniendo cuando finalmente llegamos al templo de Kom Ombo.
Yo sabía que no podíamos hacer las debidas súplicas antes de que oscureciera, y por consiguiente di orden de que ancláramos río adentro, lejos de los susurros de los cañaverales y de los bancos de arena cubiertos de inmóviles formas de cocodrilos.
- Nada de dormir en la cubierta -le dije a Tolomeo.
Probablemente los cocodrilos estarían merodeando por allí, a la espera de algún brazo colgante. Se dirigió malhumorado a su cama del camarote y se quedó casi inmediatamente dormido.
Yo permanecí acostada en la oscuridad, escuchando los lengüetazos del agua contra los costados de la embarcación y oyendo -o creyendo oír- otros sonidos: los de los grandes y musculosos animales rozando las bordas o intentando trepar con sus garras hasta la cubierta. Me levanté con las primeras luces del alba y, envolviéndome en un manto, contemplé la salida del sol. Sus rayos acariciaron las fluctuantes cañas y besaron la dorada piedra arenisca del templo, iluminando primero el tejado y después las columnas superiores. Detrás del templo, unas moradas nubes perduraban todavía en el cielo, con algunas estrellas a su alrededor.
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