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Authors: Manuel Vázquez Montalban

Tags: #novela negra

La Rosa de Alejandría (17 page)

BOOK: La Rosa de Alejandría
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Le desembocó el coche en una plaza situada junto a una iglesia neoclásica, ocre por fuera, verde por dentro. Carvalho entró para comprobar si la soledad de dentro era equivalente a la de fuera. Estaban solas las estatuas en su aburrido lunes, escayolados actores intérpretes de autocompasiones y amparos que a nadie conmovían. Ya fuera, al pie de una cruz de mármol comprobó la externa desolación de la mañana, a pesar del sol que sólo disfrutaban los hombres asomados a la balconada de un edificio noble y principal, desde el que trataban de adivinar la procedencia del coche del intruso y sus intenciones de forastero desconcertado en la laberíntica retícula de La Mancha. Pasaban mujeres afanadas rebozadas por tres o cuatro ropajes contra el frío, y su intento de iniciar la conversación topó con ojos prevenidos y confundidos por una voz que no era de las suyas.

—¿La casa de los Rodríguez de Montiel? ¿Cuál de ellas?

—En la que habita la dueña.

—Pues eso no está aquí. Ha de irse como hacia Lezuza, en la carretera de Balazote, y no puede perderse. A diez kilómetros de El Bonillo la verá. Es una señora casa, la más grande de por aquí, cercada y con un portalón de piedra en la entrada de los carruajes. No tiene pérdida.

Se amontañaba suavemente el paisaje, se arbolaba en regueros vegetales de torrentera y pronto un camino prometió en el horizonte el caserío de los Rodríguez de Montiel. Carvalho siguió el camino, atravesó el dintel del portalón y llegó a un patio de tierra en el que reposaban dos tractores y un viejo jeep y correteaban dos niños rubios perseguidos por un perrillo. La inmovilidad de los niños ante el forastero que descendía del coche fue compensada por la aparición nerviosa de una mujer con delantal toalla para sus manos rojas.

—Esto es particular. La carretera lleva a Balazote, no hay que dejarla.

—No me he perdido, busco a la señora viuda de Rodríguez Montiel.

—¿Qué se le ofrece?

Era una voz de hombre y por lo tanto no había podido salir de la mujer, ni de los niños. A su espalda crecía un hombrón con chaquetón de gabardina y pieles en las solapas, botos camperos, boina, gafas de concha y una nariz de gancho sobre un bigotillo fino.

—Preguntaba por la señora, don Martín.

Ahora estaban frente a frente.

—En efecto. He venido para entrevistarme con la señora viuda de Rodríguez Montiel.

—Pues ya es curioso, porque debe ser la primera visita que esta señora recibe desde hace por lo menos diez años. Perdone, pero si le da igual yo le atenderé, no está la pobre mujer para visitas. ¿De qué se trata?

—Ante todo debo presentarme, y perdone por mi desconsideración al no hacerlo de buenas a primeras.

—Igual le digo, porque no le he dicho mi gracia.

—Me correspondía a mí.

—No me disculpe.

Estaba el hombrón muy enfadado consigo mismo y recitó de corrido:

—Martín Cerdán Samaniego, para servirle. Soy el administrador de la finca.

—Yo me llamo José Carvalho y soy algo así como agente de seguros y me urge hablar con los Rodríguez de Montiel para asuntos relacionados con la desgracia ocurrida a la nuera de la señora.

—No sabía yo que hubiera nada pendiente.

—¿No le ha dicho nada don Luis Miguel?

—Ése no dice ni los buenos días.

Con un ademán abrió camino el administrador para que Carvalho fuera tras él hacia el portal central de piedra y maderas trabajadas en otro tiempo por un buen artesano y luego abandonadas al sol y al viento. Una fría penumbra de zaguán de piedra sirvió de entrante a un despacho donde no habían otros útiles que una mesa historiada, con pie de forja, y archivadores metálicos de cuartelillo de la Guardia Civil. Un crucifijo sobre la mesa contemplando el papeleo ordenado y en la pared un cartel de piensos compuestos. En un ángulo humeaba una estufa cilíndrica de hierro, pero aún le quedaba mucho espacio al frío instalado desde el otoño en aquella estancia.

—Comprenderá usted que yo no puedo confiar mis asuntos a cualquiera. De hecho yo quisiera llegar hasta don Luis, pero no está en Albacete y nadie sabe decirme dónde se encuentra.

—Ni yo quiero que me cuente nada del señor, porque sus asuntos son sus asuntos y los de su madre los de su madre. Yo administro todo esto que es propiedad exclusiva de doña Dolores y nada tengo que ver con lo que le quede a su hijo. Si le he hecho entrar es para no hablar de todo esto a voces delante del servicio, por más confianza que se tenga en él. Los tiempos han cambiado y ya no quedan fidelidades como las de antes. No sé adónde vamos a parar.

—¿Puede indicarme usted dónde encontrar a don Luis?

—No.

—Tal vez su madre lo sepa.

—No. No creo.

Había fruncido el ceño el administrador y se fue hacia la estufa para comprobar la carga. De un serón de esparto tomó cuatro tacos de madera tan recién serrada que aún desprendió polvo blanco en su breve recorrido hacia la boca ígnea de la estufa.

—Además no es una mujer que esté bien, ¿comprende? Si estuviera bien, pues bueno. Pero es que hay días que ni coordina, que ni se acuerda de que tiene un hijo, bueno uno, tiene siete, pero sobre todo ése, ése que tantos disgustos le ha dado. A mí desde luego no me ha dicho dónde está. Aunque tampoco me paso la vida preguntando por esa mala cabeza. Ya sé que no está bien que yo hable así del caballerete, pero, bueno, es que ha hecho cada una. A su padre, en paz descanse, a su madre y a su mujer, que, digan lo que digan, le aguantó más que nadie.

—¿Se refiere usted a la muerta?

—A ella me refiero. Llegó a esta casa siendo casi una chiquilla y mala horma tuvo.

—¿Vivían aquí?

—¿Quién? ¿Don Luis y su mujer?No, hombre, no. El señorito sólo venía aquí a saquear. Aquí durante años y años sólo hemos estado mi padre, en paz descanse, y yo, cuidando que no se muriera la gallina de los huevos de oro, y todos los demás, mientras tanto, viviendo como príncipes en Albacete o en Madrid o en las Chimbambas. Y luego, cuando ha sido necesario preocuparse por esto porque se iba a pique, pues si te he visto no me acuerdo. Todos los hijos tienen lo suyo, aquí y allá, el que no tiene una carrera tiene un pequeño negocio, todos menos el caballerete del que hablamos. Iba para notario, iba para ser una eminencia y sólo ha sido un golfo. No. No me cuente nada. No quiero saber nada del caballerete.

—Necesitaría hablar con la madre.

—¿Tan importante es?

—Muy importante.

—No me la avasalle. Las cosas despacito. A veces entiende y a veces no. Yo ya no sé si entiende cuando puede o cuando quiere. Pero tampoco me importa -concluyó el administrador dejando caer con rabia la tapa redonda del fogón.

25

Corría el hombre más que andaba sobre los grandes ladrillos barnizados del zaguán y subió los escalones de piedra de dos en dos, bajo la mirada de señorones en sus cuadros impregnados de polvo y penumbra. Golpeó con los nudillos sobre un portón tan sólido como marrón y, sin aguardar respuesta, tiró del pomo de la puerta y se abrió ante ellos la perspectiva de un salón, donde envejecían damascos y alfombras a la pálida luz de invierno introducida por una balconada. Y junto a la balconada una mesa camilla con faldones y brasero de orujo, sol de calor para la anciana entregada a un sillón de cueros ajados. Vitrinas para lozas y porcelanas finas, platas repujadas, Diana cazadora de alabastro noble sobre una consola isabelina conservada por la inteligente piedad de la carcoma que le había tomado cariño. Y voces y músicas que salían de un aparato de radio último modelo, radio casete, con grabadora, un diseño aerodinámico recién importado del Japón, imposición de la estética del metal y el plástico y la electrónica en aquel cubil de anticuario: “¿Tú crees que el hijo de Carolina será niña o niño?” “Igual tiene gemelos, Silvia, no olvides, Silvia, que en la vida amorosa de la princesa han abundado las partidas simultáneas.” “Pero qué malo, qué malo eres.” Reía la anciana e invitaba a los dos hombres a que se acercaran.

—Señora Dolores, este señor ha venido a verla.

—Espere, espere. Es Silvia Arlet… Espere.

Toda su atención estaba concentrada en el diálogo sostenido por la locutora con su informante sobre cuestiones de vidas principales.

—Carolina de Mónaco espera un niño -informó la vieja a Carvalho, que asintió con una cierta convicción.

Proseguía el diálogo malicioso entre la locutora y el informante y el nervioso administrador paseaba por la habitación con las manos unidas en la espalda y una extraña obstinación por contemplar la evidencia de las puntas de sus botas. Carvalho había buscado una silla, la acercó a la mesa camilla, se sentó y recibió en seguida el calor desprendido por el brasero bajo las faldas escondido. Tenía a la vieja al otro lado de la mesa y la sonrisa de la mujer invitaba a seguir el malicioso programa radiofónico.Cuando acabó el diálogo sobre la “jet society”, la anciana se abocó sobre el aparato y movió los mandos en busca de otra emisora.

—Ahora pongo “Protagonistas”, de Luis del Olmo, porque sale un chico muy simpático y muy guapo que se llama Tito B. Diagonal. Es muy rico y muy buen hijo. Siempre habla bien de su padre. ¿Le gusta a usted la radio?

—La oigo poco.

—Yo no sé qué haría sin la radio.Antes también me gustaba la televisión, pero ahora ya no tanto. Me gustaba mucho cuando salía aquel jugador del Zaragoza, Lapetra. ¿Se acuerda usted de Lapetra?

—No.

—¿Y usted, Martín?

El administrador detuvo su andariego rumiar y levantó los ojos hacia el viguerío del techo.

—Sí, señora, sí. “Los Cinco Magníficos”: Canario, Santos, Marcelino, Villa, Lapetra. A ella le gustaba Lapetra por el cabello -le aclaró a Carvalho.

—Tenía un cabello muy bonito. La televisión era en blanco y negro entonces, pero yo adivinaba que Lapetra era pelirrojo. También me gusta mucho “La jaula de las fieras”, es un programa de “Protagonistas”. Salen cuatro chicas y se meten con alguien importante. Voy cambiando. “España a las ocho”. Luego habla un chico que tiene una voz muy dulce y que se llama Aberasturi, debe de ser vasco, por el apellido. Y Silvia Arlet o Luis del Olmo, Tito B. Diagonal. Por la tarde “Clásicos populares”. Yo no sabía nada de música, y eso que de niña me habían enseñado a tocar el piano. Pero yo no sabía por ejemplo quién era Smetana. ¿Conoce usted a Smetana? Tiene un disco muy bonito que se llama “Allá en la Moldavia”.Póngalo, Martín.

La anciana había revuelto un montón de casetes y de ellas eligió una que le entregó a Martín. Con rigidez facial pero pacientemente, el administrador adecuó el artefacto para que dejara de ser radio y se convirtiera en magnetófono. Introdujo la cápsula de música y prosiguió los paseos. Una música majestuosa, lírica, de ríos y valles se apoderó de la habitación embalsamada.

—Y luego “Directo-Directo, Tablero deportivo, El loco de la colina”. ¿Escucha usted al loco de la colina?

—No.

—Es una maravilla. Un chico delicado. Muy buen chico también. Todos los chicos que salen por la radio son muy buenos. Pero el loco de la colina es el mejor. Está solo en una colina rodeado de discos y de libros de poesías. A veces también invita a gente y se ponen a hablar despacito y en voz baja. Termina muy tarde y entonces me duermo, pero me despierto como si tuviera un reloj en el cuerpo cuando está a punto de empezar “España a las ocho”. Alguna noche también escucho a ese tan malo, a ese que se mete tanto con la gente, García.Ése se merecería que le dijeran cuatro cosas. Siempre está enfadado. Un día le quise telefonear, pero dio la casualidad de que se habían cortado las líneas. ¿No es verdad, Martín?Usted me dijo que no había línea.

—Yo mismo lo comprobé. -Y añadió para que sólo le oyera Carvalho-: A la una de la madrugada.

—La radio y el Cristo en la Cruz. Mis dos consuelos. ¿Ha visto usted el Cristo en la Cruz?

—No.

—Está en El Bonillo y es de un pintor muy importante.

—Del Greco -apostilló el administrador en un tono de voz que equivalía a un: sin ir más lejos.

—¿Y la familia?

—Ah, la familia…

—¿Cuántos hijos tiene usted, doña Dolores?

Guiñaba el ojo el administrador para que Carvalho se predispusiera a una respuesta sorprendente.

—Siete. Como los siete pecados capitales.

—¡Muy bien! -aprobó don Martín-.

Y este señor precisamente es amigo de un hijo de usted y le está buscando.

Del señorito Luis Miguel.

—Ah, Luis Miguel, Luis Miguel.

Smetana estaba por los cerros de Úbeda de la Moldavia y la anciana se había ido a las secretas montañas de sus recuerdos.

—Luis Miguel, Luis Miguel.También era muy bueno, muy bueno.Tuvo mala suerte, pobretico hijo mío.Era el más guapo de todos mis hijos, el más guapo de El Bonillo, de Albacete. Daba gloria verle cuando se vestía de cazador y se iba a la perdiz con sus hermanos, su padre, los amigos de su padre. Nunca viene a verme. ¿Por qué no viene nunca a verme, Martín?

—Pero le escribe. A mí me consta que le escribe, señora Dolores.

—Ah, sí, esas cartas.

Los ojillos de la anciana resbalaron sobre un montón de cartas asomados al cristal de una vitrina. La codicia de los ojos de Carvalho fue captada por el administrador.

—No hay remite en el sobre.

Era un aviso dirigido al detective.

—¿Dónde está su hijo, señora Dolores?

La anciana no asumió la pregunta de Carvalho.

—¿Qué le costaría venir a verme?Yo siempre le comprendí y más de una vez me puse entre él y su padre. Mi marido era muy recto, muy recto. Demasiado a veces. Aunque un hombre nunca es demasiado recto. Antes de que nos echaran abajo la casa de Tesifonte Gallego, antes de que nos fuéramos a aquel piso del pasaje Lodares, daba gozo ver las fiestas, en el jardín, en primavera o en el otoño, cuando empieza el otoño, porque luego el invierno se mete aquí y no hay quien lo saque. Aquéllos eran los buenos años de mi Luis Miguel.Luego se presentó un día con ella y ya nada fue igual. Su padre le dijo: primero termina los estudios. Pero no hizo caso. Llevaba cuatro o cinco años encerrado para sacar notarías y lo envió todo a tomar viento por ella.Para el pago que dio. Una mujer trae la suerte o la desgracia a la vida de un hombre. Y eso que se lo enseñamos todo. Le enseñamos hasta a coger un tenedor. ¿Dónde está Encarnita, Martín?

—Murió, señora Dolores, ya lo sabe usted.

—Murió, sí, pobrecita. Dios la haya perdonado.

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