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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

La Romana (18 page)

BOOK: La Romana
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—No puedes quejarte de mí, Gisella —dijo poniendo una mano sobre la rodilla de mi amiga y manteniéndola así mientras hablaba—. ¿Cuánto tiempo ha durado la que podemos llamar nuestra alianza? ¿Seis meses? Pues bien, ¿puedes decir en conciencia que en esos seis meses te dejara disgustada una sola vez?

Tenía una voz clara, lenta, marcada, silabeada, pero era evidente que hablaba de aquel modo no tanto para que se le entendiera como para escucharse a sí mismo y gozar de cada palabra que pronunciaba.

—No, no —repuso Gisella con aire aburrido y bajando la cabeza.

—Que se lo diga Gisella, Adriana —siguió Giacinti con la misma voz clarísima y martilleante—. No sólo no he ahorrado dinero por lo que podríamos llamar prestaciones profesionales, sino que siempre que he vuelto de Milán le he traído algún regalo... ¿Te acuerdas, por ejemplo, de aquella vez que te traje un frasco de perfume francés? ¿Y aquella otra vez que te regalé un traje de terciopelo y encajes? Las mujeres creen que los hombres no entendemos de ropa interior, pero yo soy una excepción ¿eh?

Rió discretamente mostrando una dentadura perfecta pero de una blancura extraña que la hacía parecer falsa.

—Dame un cigarrillo —dijo Gisella, un poco aburrida.

—En seguida —contestó él con irónica premura.

Me ofreció a mí otro, cogió un tercero para él y, después de haber encendido los tres, continuó:

—¿Y recuerdas aquel bolso que te traje otra vez... grande, de piel brillante, un verdadero regalo? ¿Ya no lo llevas?

—Pero si era un bolso para las mañanas —dijo Gisella.

—Me gusta hacer regalos —comentó Giacinti volviéndose hacia mí—, pero no por razones sentimentales, claro...

Movió la cabeza echando el humo por la nariz.

—Me gusta por tres motivos bien claros... Primero, porque me gusta que me lo agradezcan; segundo, porque no hay nada como un regalo para que a uno le sirvan bien, pues quien ha recibido un regalo siempre espera otro; y tercero, porque a las mujeres les gusta ser engañadas y un regalo da la impresión de un sentimiento aunque el sentimiento no exista.

—Pues no eres muy astuto —dijo Gisella con indiferencia y sin mirarlo siquiera.

Giacinti movió la cabeza con su bella sonrisa henchida de dientes.

—No, no soy astuto... Simplemente soy un hombre que ha vivido y sabido deducir una lección de la experiencia. Con las mujeres, sé que hay que hacer ciertas cosas; con los clientes, otras; y con los dependientes, otras, etcétera... Mi mente es como un fichero ordenadísimo... Por ejemplo, mujer a la vista. Saco la ficha, miro y veo que ciertas medidas obtuvieron el efecto buscado y otras no. Vuelvo a guardar la ficha en su sitio y procedo en consecuencia... Esto es todo.

Calló y volvió a sonreír.

Gisella fumaba con gesto aburrido y yo no dije nada.

—Y las mujeres quedan contentas de mí —prosiguió Giacinti— porque en seguida comprenden que conmigo no tendrán desilusiones, que conozco sus exigencias, sus debilidades y sus caprichos, como a mí me place el cliente que me comprende al vuelo, que no se pierde en palabrerías, en fin, que sabe lo que él quiere y lo que quiero yo. Sobre mi mesa, en Milán, tengo un cenicero en el que figura esta inscripción: «Señor, bendice a quien no hace perder el tiempo.»

Dejó el cigarrillo y sacando la muñeca de la manga miró el reloj y añadió:

—Creo que es ya hora de ir a cenar.

—¿Qué hora es?

—Las ocho... Con permiso, vuelvo en seguida.

Se levantó y se alejó hacia el fondo de la sala. Era realmente pequeño, con los hombros anchos, el cabello blanco, abundante y erizado sobre la cabeza. Gisella aplastó el cigarrillo en el cenicero y dijo:

—Es un pesado. No sabe más que hablar de sí mismo.

—Ya lo he notado.

—Tú déjalo hablar y dile siempre que sí —prosiguió Gisella—. Verás cómo te hace un montón de confidencias... Se cree no sé qué, pero es generoso y los regalos los hace de verdad.

—Sí, pero después no hace más que recordártelos.

Gisella no dijo nada, pero movió la cabeza como dando a entender: «¿Y qué vas a hacerle?» Permanecimos en silencio hasta que volvió Giacinti, pagó y salimos del bar.

—Gisella —dijo Giacinti en la calle —, la noche está dedicada a Adriana, pero si quieres honrarnos cenando con nosotros...

—No, no, gracias —dijo Gisella apresuradamente—. Tengo una cita.

Nos saludó a Giacinti y a mí y se fue. Cuando estuvimos solos, dije a Giacinti:

—Es simpática Gisella.

Él hizo una mueca y respondió:

—No está mal. Tiene un buen cuerpo.

—¿No le es simpática?

—Yo —dijo caminando a mi lado y estrechándome muy fuerte el brazo, casi en la axila— nunca pido a una mujer que sea simpática, sino que haga bien lo que hace... Por ejemplo, a una mecanógrafa, no le pido que sea simpática, sino que escriba a máquina con rapidez y sin errores, y a una mujer como Gisella no le pido que sea simpática, sino que sepa hacer su oficio, o sea que me haga pasar gratamente la hora o dos horas que le dedico... Pero Gisella no sabe hacer su oficio.

—¿Por qué?

—Porque sólo piensa en el dinero y siempre tiene miedo que no se le pague su trabajo o que no se le dé lo suficiente... Desde luego no exijo que me ame, pero es parte de su profesión portarse como si realmente me amara y darme esa ilusión... La pago para eso, pero Gisella no disimula que lo hace por interés. Apenas deja siquiera tiempo de decir esta boca es mía, inmediatamente acaba, ¡qué diantre!

Habíamos llegado al restaurante, un local ruidoso, lleno, según me pareció, de hombres por el estilo de Giacinti: viajantes de comercio, agentes de bolsa, comerciantes, industriales que estaban de paso en Roma. Giacinti entró primero y entregando el abrigo y el sombrero al botones, preguntó:

—¿Está libre mi mesa de siempre?

—Sí, señor Giacinti.

Era una mesa junto a una ventana. Giacinti se sentó frotándose las manos y después me preguntó:

—¿Tienes un buen estómago?

—Creo que sí —contesté torpemente.

—Bien, eso me gusta. En la mesa quiero que se coma. Gisella, por ejemplo, nunca quería comer. Decía que tenía miedo a engordar. ¡Tonterías! Cada cosa a su tiempo... En la mesa, se come.

Mostraba un verdadero rencor para con Gisella.

—Pero es verdad —dije tímidamente— que si se come demasiado se engorda... Y ciertas mujeres no quieren engordar.

—¿Tú eres de ésas?

—No, pero de mí ya dicen que soy demasiado fuerte.

—Pues no les hagas caso. Pura envidia... Estás muy bien como estás, te lo digo yo, que entiendo.

Y como para tranquilizarme, me acarició paternalmente la mano.

Acudió el camarero y Giacinti le dijo:

—Primero, fuera estas flores que me molestan... Y después, lo de siempre. Entendido, ¿verdad? Y pronto.

Y volviéndose hacia mí:

—Me conoce y sabe lo que me gusta... Déjalo que se cuide él y ya verás como no tienes queja.

Realmente no tuve queja. Todos los platos que fueron sucediéndose en nuestra mesa eran sabrosos, si no finos precisamente, y muy abundantes. Giacinti demostraba un gran apetito y comía con una especie de énfasis, con la cabeza baja, empuñando sólidamente el cuchillo y el tenedor, sin mirarme ni decir palabra, como si estuviera solo. Realmente lo absorbía la comida y en su avidez perdía incluso aquella calma de la que tanto se ufanaba haciendo al mismo tiempo una infinidad de gestos, como si temiera no tener tiempo de acabarlo todo y quedarse con hambre.

Se metía un pedazo de carne en la boca, se apresuraba con la mano izquierda a cortar un trozo de pan, lo masticaba, con la otra mano se servía un vaso de vino y lo bebía antes de haber concluido la masticación. Y todo lo hacía chasqueando los labios, moviendo de un lado para otro las pupilas y sacudiendo la cabeza de vez en cuando como hacen los gatos cuando el bocado es demasiado grande. En cambio yo, contra mi costumbre, no tenía hambre. Era la primera vez que me disponía a hacer el amor con un hombre al que no amaba y al que ni siquiera conocía, y lo miraba con atención, tratando de imaginarme cómo iba a salir de aquella aventura.

Después no he vuelto a prestar atención a la apariencia de los hombres a los que he acompañado, tal vez porque, empujada por la necesidad, he aprendido muy pronto a encontrar a la primera mirada el aspecto bueno y atractivo que bastara para hacerme soportable la intimidad. Pero aquella noche aún no había aprendido esa sutileza de mi profesión que consiste en captar a la primera ojeada algo simpático que haga menos desagradable el amor venal. Por decirlo así, lo buscaba instintivamente y sin darme cuenta de ello.

Ya he dicho que el rostro de Giacinti no era feo, más aún, cuando estaba callado y no manifestaba las pasiones que lo dominaban, podía hasta parecer bello. Esto era ya mucho porque, al fin y al cabo, el amor es en gran parte comunión física, pero no me bastaba, porque nunca he podido, no ya amar, sino ni siquiera soportar a un hombre sólo por sus cualidades corporales. Y cuando la cena hubo concluido y Giacinti, calmada su desaforada voracidad, después de uno o dos eructos, volvió a ponerse a hablar, me di cuenta de que en él no había, o por lo menos yo no era capaz de descubrirlo, nada que pudiera hacérmelo simpático, ni siquiera débilmente.

No sólo hablaba siempre de sí mismo, como me había advertido Gisella, sino que lo hacía de una manera desagradable, vanidosa y aburrida, contando en general cosas que no le hacían ningún honor y que confirmaban de lleno mi primer e instintivo sentimiento de repulsión. Realmente no había nada en él que me gustara y las cosas que él presentaba como cualidades, ufanándose de ellas y potenciándolas, me parecían horribles defectos. Más tarde he vuelto a encontrar, aunque raras veces, hombres semejantes a él, que no valen nada ni ofrecen nada bueno a lo que acogerse para sentir alguna simpatía por ellos, y siempre me he extrañado que pueda haberlos y me he preguntado sí no será culpa mía no poder descubrir a primera vista la cualidad que, sin duda alguna, poseen.

Como quiera que sea, con el tiempo he ido acostumbrándome a estas desagradables compañías y finjo reír, bromear y ser como ellos quieren que sea. Pero aquella noche, mi primer descubrimiento me proporcionó bastantes reflexiones melancólicas. Mientras Giacinti parloteaba hurgándose en los dientes con un palillo, yo me decía a mí misma que era un oficio muy duro el que había elegido, que consistía en fingir transportes de amor cuando en realidad me inspiraban, como en el caso de Giacinti, sentimientos opuestos. Que no había dinero que pudiera compensar aquellos favores. Que era imposible, por lo menos en casos como éste, no portarse como Gisella, que pensaba únicamente en el dinero y no lo disimulaba.

Pensé también que aquella noche iba a llevar a un ser tan antipático como Giacinti a mi pobre habitación destinada a usos tan diferentes y pensé que no tenía suerte y que el azar había querido que desde la primera vez no pudiera hacerme ilusiones, haciéndome encontrarme precisamente a Giacinti y no un joven ingenuo en busca de aventuras o un buen hombre sin pretensiones, como los hay tantos, y que, en fin, la presencia de Giacinti entre mis muebles sellaría mi renuncia a los viejos sueños acariciados de seguir una vida decente y normal.

Él seguía hablando, pero no era tan estúpido como para no darse cuenta de que apenas lo escuchaba y de que no estaba alegre.

—Muñeca —me preguntó de pronto—, ¿estamos tristes?

—No, no —contesté de prisa, reaccionando.

Pero casi sentía la tentación, frente a aquel tono ilusorio suyo, de confiarme y hablarle un poco de mí después de haberle dejado hablar tanto tiempo de sí mismo.

Giacinti siguió:

—Así es mejor porque la tristeza no me gusta y además no te he invitado para que estés triste... No dudo de que tendrás tus razones, pero mientras estés conmigo, deja la tristeza en casa...

A mí no me interesan tus cosas, no quiero saber quién eres, ni qué te sucede, ni nada... Hay cosas que no me interesan... Entre nosotros hay un contrato, aunque no lo hayamos escrito... Yo me comprometo a pagarte una cierta cantidad de dinero y tú, a cambio, te comprometes a hacerme pasar agradablemente la noche. Lo demás no me importa.

Dijo todo esto sin reír, tal vez un poco fastidiado porque yo no había dado señales de escucharle con bastante atención.

Sin mostrarle en absoluto los sentimientos que me agitaban el ánimo, contesté:

—No estoy triste... Sólo que aquí hay humo y mucho ruido...

Me siento un poco aturdida.

—¿Nos vamos? —preguntó, solícito.

Dije que sí. Cuando estuvimos en la calle propuso:

—¿Vamos a un hotel?

—No, no —dije de prisa.

Me asustaba la perspectiva de tener que enseñar mi documentación. Además, ya lo tenía decidido:

—Vamos a mi casa.

Cogimos un taxi y le di al chofer la dirección de mi casa. Apenas el taxi se puso en marcha, Giacinti se echó sobre mí manoseándome el cuerpo y besándome el cuello. Por su aliento comprendí que había bebido mucho y debía de estar borracho. Repetía la palabra «muñeca» que se suele decir a las niñas y que, en su boca, me irritaba como un término ridículo y de un tono ligero de profanación. Le dejé hacer un momento y después le dije señalando a la espalda del chofer:

—Será mejor que esperemos a haber llegado, ¿no?

No dijo nada y volvió a caer pesadamente sobre el asiento, con el rostro rojo y congestionado, como fulminado por un repentino malestar. Después farfulló con despecho:

—Le pago para que me lleve a donde quiero y no para que fisgonee lo que hago en el taxi.

Era una idea fija en él eso de que el dinero pudiera cerrar todas las bocas, sobre todo su dinero. Yo no contesté y durante el resto del recorrido permanecimos inmóviles, uno junto a otro, sin tocarnos. Las luces de la ciudad entraban por la ventanilla, nos iluminaban un instante las caras y las manos y después desaparecían. Me parecía extraño hallarme junto a aquel hombre cuya existencia ignoraba unas horas antes y correr en su compañía hacia mi casa, para darme a él como a un querido amante. Estas reflexiones me hicieron breve el viaje. Tuve casi un estremecimiento de asombro al ver que el taxi se detenía en mi calle, en la puerta de mi casa.

En la escalera dije a Giacinti en la oscuridad:

—Por favor, no hagas ruido al entrar; vivo con mi madre.

—No te preocupes, muñeca —contestó.

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